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La primera vez que tomé una pastilla lo odié. Es gracioso.

No recuerdo exactamente cuando sucedió, pero era pequeño y había dedos adultos empujando la capsulita entre mis labios, seguidos por un buche de agua tan grande que tuve que tragar para no asfixiarme; el medicamento, aun así, no pasó desapercibido: cruzó mi garganta ásperamente a pesar del agua. Después pasé horas inquiero porque sentía todavía ahí la pastilla, atrapada en mi esófago. Tosía todo el rato y hasta me costaba respirar cuanto más lo pensaba.

Claro que solo se trataba de lo que pasa cuando un niño demasiado imaginativo decide centrarse en algo que le asusta. La sensación de la pastilla clavada en mi garganta no era diferente a la del montón de ropa que se convierte en un asesino por la noche. Fantasías que se sienten atrozmente reales.

Ahora, muchos, muchísimos años después, sigo creyendo que ver criaturas por el rabillo del ojo alguna que otra vez, pero hay un giro interesante en mi vida: las pastillas me ayudan. Ya no forman parte de ese monstruoso reino de delirios que me hacen pensar que algo me acecha, sino que cuando veo el botecito de píldoras tiene un efecto similar al regazo de mamá o a las mantas suaves y con olor a lavanda en las que me enterraba en las noches de invierno. Confort, claridad y silencio. Las pastillas forman parte de la luz del hogar, no de las sombras de lo desconocido.

A veces, de la nada, me estreso y me duele la cabeza como si fuese un globo a punto de reventar. Me pasa cuando trabajo, incluso si mi oficio es relajado, cuando camino, incluso en paseos primaverales llenos de paz, cuando estoy en casa viendo la televisión amenamente y sobre todo al dormir. Un pinchazo intruso rompe la calma de mi casita y me atraviesa entero como una lanza. Puedo sentir el peso físico de algo que me retiene en el lugar. Me aplasta. Es así desde que tengo dieciocho años como mínimo. Quizá fue así antes, no lo sé, aunque sí que tengo la certeza de que de muy pequeñito no me sucedía.

Y es increíble que una suave pastilla pueda llevarse lejos ese martirio. Cosas como estas me hacen quedarme atónito ante el mundo en que vivimos. Uno siempre lo da todo por supuesto, pero cuando te paras a pensar en cómo tan diminuto puede aliviar tales angustias entonces la ciencia luce como magia.

Miro la píldora que tengo ahora entre los dedos mientras jugueteo con ella: alargada y color marfil, como un grano de arroz. Luce inofensiva, me pregunto qué es lo que me aterraba tanto de niño. Tampoco me lo pienso mucho, no me gusta reflexionar y menos sobre mí mismo, hace que las migrañas empeoren. Me meto la pastilla en la boca y me da demasiada pereza ir a por agua. Al tragarla la saliva la transporta sedosamente por mi garganta, es incómodo, pero no más que un pedazo de comida mal masticado. Además, la recompensa es maravillosa: paz.

Ahora no, ahora todo ya estaba tranquilo de antes, pero es una pastilla preventiva. Siempre me tomo una antes de ir al trabajo cuando he tenido pesadillas la noche anterior.

Salgo de mi pequeño apartamento, encontrándome con un sol que sale tímidamente a lo lejos. El frío sigue calándome incluso bajo el abrigo de plumón, pero los rayos que empiezan a iluminar la calle, rebosantes de luz y me ayudan a conservar un poco el calor de mi nariz y mis mejillas. Es un buen día.

Por el camino me cruzo con unos chiquillos, posiblemente hijos de vecinos, jugando a la pelota, y los saludo con amabilidad mientras me pregunto si ellos también tendrán miedos tontos como el que yo tenía. Poco después mis cavilaciones se interrumpen cuando llego a la tiendecilla de artesanías del señor Oliver.

Aminoro mi ritmo al acercarme y me descuelgo la pequeña mochila que traigo a la espalda. Cuando estoy rebuscando en ella veo a Oliver saludarme con sus manos blanquísimas y arrugadas. Yo le respondo y mientras me pongo el delantal caoba con el nombre ''Ontique'' que uso de uniforme.

—Hijo, anda, sujétame la puerta —me dice con voz ronca.

—Ahora mismo. —le respondo en tono monótono, pero sonriendo un poco.

Él me devuelve el gesto mientras pasa bajo mi brazo, adentrándose en su encantador negocio. Yo le sigo y le rebaso, poniéndome tras el mostrador mientras él alcanza con lentitud la puerta que conduce a su humilde taller. Exhalo una pequeña risa, me sorprende que alguien de su edad que tan siquiera se ve capaz de abrir una puertecilla de cristal delgado pueda pasar casi ocho horas diarias aporreando un martillo y teniendo la destreza con la sierra como para tallar detalles en todos sus muebles y figuritas sin hacerse ni un corte.

Cualquiera pensaría que esas gafas de culo de botella y manazas temblorosas lo definen como un hombre torpe. Solo tengo que mirar a mi alrededor para darme cuenta de cuan equivocada estuvo mi primera impresión de él: tocadores con flores de madera rodeando el espejo, sillas con leones en los reposabrazos, mesas de madera maciza y pesada con los bordes y las patas llenas de patrones diminutos. Oliver crea verdadera belleza con solo pedazos de madera. Una vez me reprendió por decir esto mismo: ''El artista no crea belleza'' me gritó muy consternado, como si le hubiese ofendido ''Le belleza está en todo, el artista solo la desvela''

Hablaba tan apasionadamente... siempre lo hace cuando me explica algo, como si yo fuese su pupilo. Le he dicho mil veces que no tengo interés alguno en aprender ningún arte, solo en vivir tranquilo. Además, prefiero permanecer en el asombro pueril que me producen cosas simples como pastillas o figuritas de madera antes que investigar sobre ello y sustituir la magia de las pequeñas cosas por explicaciones lógicas o técnicas. Hay cierto atractivo en el desconocimiento, por eso me es un lugar tan cómodo.

Oliver siempre parece decepcionado cuando le explico mi posición, supongo que a su edad uno empieza a entrever la posibilidad de la muerte y le asusta pensar que todos sus conocimientos se irán con él. Quizá debería intentar aprender a tallar madera, aunque eso significaría gastar muchas horas. El tiempo no es mi problema, después de trabajar no lo invierto en nada importante, es por eso mismo por lo que no quiero aprender: acercarme tanto a Oliver y al arte son cosas peligrosas, todo lo que conlleve ese nivel de afecto, de pasión... tiene el terrible poder de decepcionarte. Prefiero estar tranquilo antes que frustrarme por querer ser mejor carpintero o que llorar cuando vea a Oliver poniéndose más y más viejo y siendo incapaz de sostener un mero tablón.

Me pone un poco triste pensar en él, así que simplemente dejo de hacerlo y me centro en los productos de la tienda. El espacio es diminuto así que las estanterías están atestadas de adornos que cogen polvo y prácticamente parece que hagan acrobacias para no caerse por los bordes. Bufo, deteniéndome en una estatuilla de un gato alargado, con la cola fina y arremolinada. Me recuerda un poco a mamá. Esbelta, de brazos y piernas largos y ojos felinos. Me pregunto qué será de ella.

Un tintineo resuena por el lugar. El sonido, dulce y agudo, se siente como un pellizco que me salva de quedarme dormido mientras miro la figura de madera. Me volteo hacia la puerta y, efectivamente, alguien está entrando.

Me asomo, extrañado. Tener un visitante apenas un minuto después de abrir la tienda es algo inusual en un lugar como este. Al mirar hacia la entrada, mis ojos se encuentran con los del tipo y aunque él todavía no ha advertido mi presencia lo saludo con voz enérgica y agitando la mano. No quiero parecerle desagradable.

Entonces me fijo mejor en él y lo primero que pienso es que no parece un cliente. Es un tipo grande, pero joven, viste con colores oscuros y ropas modernas en general: chaqueta de poliéster, cinturón de cuero, tejanos y botas de montaña. El tipo, confirmando mi extrañez, también mira a su alrededor como si estuviese perdido en un mundo nuevo. Sus ojos verdes viajan entre botijos, figuras y cajas talladas a mano como si fuese la primera vez que ve objetos de ese tipo, luego repara en mí. Un escalofrío me recorre de arriba abajo, como sus ojos.

Tiene a la par algo familiar e infinitamente desconocido. No reconozco sus hombros anchos ni su gran altura, no reconozco su mandíbula cuadrada, su nariz grande o sus ojos claros, tampoco su cabello castaño ni sus andares seguros, de manos en los bolsillos y zancadas grandes, pero de todos modos hay algo que me suena. Algo que no se puede señalar. Tengo esta clase de déjà vu que me sucede con antiguos compañeros del jardín de infancia.

Él se acerca y me mira intensamente, sin despegar sus ojos de los míos en todo el trayecto. Lo abarca con apenas cuatro pasos, pero la incomodidad hace que esos segundos se sientan eternos. Al ponerse frente al mostrador desvía los ojos, esquivándome como si no se estuviese dirigiendo a mí. Tamborilea los dedos sobre el mostrador al hacerlo. De no ser tan grandote, me parecería adorable.

—Uhm, hola, buenos días... —dice con un nerviosismo casi adolescente. Yo le respondo con un saludo muy bajito y suave. Al oírme sonríe un poco y parece más alentado a hablar. —Verás, estoy buscando un armario y quiero poner toda la ropa de invierno, verano y entretiempo en él, así que querría uno muy grande. He visto que tenéis aquel de allí, pero es como la mitad de lo que necesito ¿Tenéis alguno más en el almacén?

Yo niego con la cabeza y lo veo torcer su boca, decepcionado. Un armario de grandes dimensiones de seguro se vendería caro y Oliver agradecería tantísimo esa venta...

—Pero puedo hablar con el jefe y ver si acepta el encargo. Todo lo hace él, así que, si me dices las medidas, el tipo de madera y el estilo se lo puedo comentar hoy por la tarde y a ver qué le parece.

El chico me mira a los ojos de nuevo y su sonrisa se amplía. Tiene una expresión luminosa y realmente bonita, así que fácilmente me la contagia.

—Eso sería genial. Entonces ¿Vuelvo mañana para ver si ha aceptado el encargo?

—No hace falta que te tomes la molestia. Si me das un número o un correo electrónico te puedo avisar esta noche. —digo con simpleza, haciendo un ademán.

Él niega, baja la vista y se mordisquea nerviosamente el labio antes de buscar mi mirada y decirme:

—Prefiero volver mañana, así me alegro la vista.

Se me atragantan las palabras y me quedo completamente helado al oírle ¿Está flirteando conmigo? Un segundo después mi cara estática como un bloque de hielo se deshace por el calor de un sonrojo que me sube hasta las mejillas. Entonces él rompe toda la tensión tapándose la cara y dejando ir una melodiosa risa llena de nervios.

—Discúlpame, soy un patán para estas cosas, yo, uh... Qué vergüenza. Bueno, e-el armario, sí, eso, me gustaría que fuese de cuatro puertas, dos metros de alto, un poco menos de ancho y de fondo un poco más de medio metro, de alguna madera oscura y con acabado mate, si puede ser.

De repente salgo de mi sorpresa inicial y me pongo a apuntar como un loco los detalles, olvidándome de su intento de ligoteo conmigo. No soy malo para coquetear y desde luego no especialmente pudoroso, pero que me hayan tratado de seducir en el trabajo me ha pillado con las defensas bajas. Que bochorno, no me han salido las palabras y he acabado como un tomate.

—Uhm, de acuerdo. Bien, cuando Oli... el jefe salga del taller le aviso del encargo y mañana te digo algo.

El chico sonríe intentando ocultar un poco la mueca entre alegre y juguetona que se le forma al escucharme. Después de haberse apoyado en el mostrador para hablar conmigo se yergue, recordándome su gran altura, y me hace un pequeño gesto con la cabeza a modo de despedida.

—Hasta mañana —dice con una voz ronca y bonita, un poco nerviosa.

Lo veo mientras se va. Espalda ancha, cuerpo tosco y facciones duras, aunque sus ojos y labios hacen muecas suaves todo el rato. Su forma de ligar descuidada, llena de risillas y miradas huidizas me indica que es inexperto. Aunque es grandulón tiene un rostro juvenil, quizá está apenas entrando en la veintena. Puedo imaginar perfectamente la clase de chico hormonal, pero ingenuo que es.

Sí, definitivamente tengo oportunidades con él. No sería muy difícil batir mis pestañas con un poco de gracia, susurrar tres frases en su oído y llevármelo a la cama. Se me da bien hacer eso, por lo usual no soy yo el que se sonroja y se queda pasmado, así que fácilmente podría girar las tornas con él después de lo de hoy. Mañana puedo ser yo el que suelte una frase que lo deje en el sitio balbuceando. Fantaseando. Aunque no estoy del todo seguro...

¿Es mi tipo? La verdad, tampoco tengo un tipo concreto, solo pequeños antojos de ciertas personas que una vez saciados no vuelven. El sexo causal es lo que más me gusta, es la forma perfecta de disfrutar sin arriesgar: el cuerpo se vuelve extremadamente sensible, pero el corazón se encierra en la certeza de que esa persona bajo tu control no sabe ni tu nombre y posiblemente mañana no recuerde tu cara. Me hace sentir seguro el no tener lazos que te opriman, que te arrastren, que te encierren. Pensar en conocer a la gente me da claustrofobia y follar por follar, incluso en una habitación cerrada, es como estar al aire libre, disfrutando de la bastedad del anonimato.

Ah, pero ese jovenzuelo con su actitud juguetona e insegura parece de los que confunden el placer con una conexión romántica. No, no quiero a chicos ni chicas empalagosas y, además, él parece demasiado grandote para mí. Es guapo, pero paso.

De todos modos, no debería darle demasiadas vueltas ¡Dios! Mi vida es tan aburrida que me he pasado casi medio turno pensando en una conversación de menos de cinco minutos que he tenido con un muchacho atractivo. Aunque no me quejo, el aburrimiento no me molesta, siempre hallo cierto confort en las horas soporíferas y lentas que se deslizan durante mis días. Así es mi rutina y la prefiero a las vidas llenas de altibajos que otros presumen como emocionantes.

Durante el resto del día no hay muchos más clientes, un total de diez, lo cual es bastante para sostener de sobras el pequeño negocio de Oliver. Aun así, ninguno de los clientes me parece mínimamente interesante, así que cuando se marchan de vez en cuando me sorprendo pensando de nuevo en el chico de la mañana. Aunque después mi mente lo abandona rápidamente, después de todo es un desconocido y no me interesa tanto.

Por alguna razón hoy la cabeza empieza a dolerme en el trabajo y eso que me he tomado una pastilla preventiva porque no he dormido demasiado bien. Al acabar tengo prisa por llegar a casa, así que le comento a Oliver rápidamente lo del encargo, a lo que asiente fervorosamente. Hoy, en vez de quedarse para cerrar la tienda, el anciano decide que hará unas horas de más y empezará ya con el armario; se le nota totalmente ilusionado por el pedido. No puedo evitar contagiarme yo también de su buen humor, así que le doy ánimos y me voy para casa a paso ligero. Vivo cerca, pero con el dolor de cabeza martilleándome el camino se me hace eterno. Cada paso es un clavo que me perfora y me pesa, tan desagradable.

Acelero el paso, por fin veo mi casa y el alivio es tan profundo que casi puedo sentir los tentáculos de dolor retroceder.

Al llegar a casa bajo los ojos al escalón de piedra blanca que tengo frente a mi puerta, sabiendo lo que me voy a encontrar. Y aunque ya lo esperaba, ver esas sucias pisadas plantadas en medio del raso blanco me saca un suspiro.

Es un engorro, lo debo limpiar cada día y no es que sea una tarea demasiado difícil, me cuesta apenas veinte segundos pasar el mocho, lo que me molesta no es tener que fregar, sino tener que hacerlo cuando no soy yo quien ha ensuciado. Siempre uso las mismas deportivas y tienen un patrón bajo ellas hecho de puntos, sin embargo, las marcas terrosas de delante de mi puerta son largas curvas y los puntos están solo en algunas zonas, son la marcas de algún calzado de excursionista diría yo, posiblemente de los típicos niños que vienen a dar timbrazos y molestar, varias veces lo han hecho estando yo en casa, supongo que ellos siguen su labor de incordiar mientras yo estoy trabajando. Aun así, hay algo que me inquieta: son huellas grandes. Si un niño ha dejado estas huellas debe ser uno posiblemente más alto y corpulento que yo, por mucho. Tampoco le doy muchas vueltas, es una tontería, quizá se trata de un vendedor a domicilio o un testigo de Jehová, quien sabe ¿Acaso importa? La verdad es que no, pero las tonterías como esta siempre me zumban en el oído como una mosca: diminutas, pero increíblemente irritantes.

A veces me gustaría poder apagar mis pensamientos.

Una oleada de dolor acompaña a mis pensamientos, así que me abalanzo hacia el pomo y entro buscando desesperadamente el bote de pastillas.

¡Ahí está! Me espera siempre fiel sobre el mármol de la cocina, al cruzar la primera puerta del pasillo, a la izquierda. Que recorrido tan tranquilizador, tan conocido, en el que sé, con absoluta certeza, que al final me espera el alivio más dulce en forma de píldora. La trago con hambre, como quien engulle un caramelo, movido por la gula, y aunque sé que es imposible, siento que inmediatamente hace cierto efecto.

Me relajo suficiente como para necesitar una silla. En ella suspiro pesadamente y dejo que mis pensamientos se recompongan ahora que no son todos una maraña de gritos histéricos sobre el dolor de cabeza. Me miro las manos, pálidas, temblorosas, pequeñas. Las cierro y las abro, comprobando que esta carne es mía. Tengo las manos de mamá.

Tuerzo un poco la boca al pensar en ella. Tan dulce, tan amable, tan desgraciada. No me apetece recordarla poniéndose tiritas en los dedos o con las palmas jugueteando en el regazo cuando papá le echaba bronca.

Miro a mi alrededor, me distraigo. Lo mejor que puedo hacer ahora es ir a mi habitación, poner la televisión y ver cualquier cosa que me mantenga la cabeza despejada y tranquila hasta que el sopor pueda conmigo. Ya siento mis párpados caer, esa fuerza extraña y constante, como si estuviesen hechos de alambre. Pero, aunque me siento adormecido sé que de meterme en la cama ahora, sin el sonido del televisor de fondo, mis pensamientos tomarían el control. No quiero eso, cuando le doy demasiadas vueltas a la cabeza ni las pastillas me salvan, así que simplemente arrastro los pies hasta dejarme caer sobre la cama, ignoro el rugido de mi tripa y enciendo el televisor.

Ni siquiera hago zapping, me quedo absorto con la primera película que sale. No la veo, no realmente, porque no sigo los diálogos y cuando saltan de una escena a otra no recuerdo la anterior, estoy demasiado disperso para ofrecer tanta atención, pero las voces e imágenes me dejan embobado mientras trato de no pensar en nada. A veces me gustaría poder permitirme una vida más reflexiva, más profunda. Una vida apasionada. Luego recuerdo lo mucho que me aterran esas cosas y lo mucho que me duele la cabeza cuando pienso en ello.

¿Por qué? ¿Por qué debo tener estas jaquecas tan horribles? No hay preocupaciones que me persigan, no tengo secretos que me atormenten ni remordimientos que no pueda olvidar. Mi vida es mediocre. Mediocre y tranquila, entonces ¿Qué hay en mi cabeza que me torture de esta manera? El médico me dijo, hace siete años, que quizá tendría migrañas de vez en cuando como secuela, del mismo modo que también tengo una laguna en mi memoria, pero jamás esperé algo tan horrible.

Suspiro, me escurro un poco entre los cojines. El televisor está borroso y cuando bostezo se me caen las lágrimas. Ni siquiera estoy triste. No sé si estoy triste. Los pensamientos, los colores y las sensaciones se arremolinan. La vorágine es absorbida por un desagüe. El desagüe desemboca en la absoluta negrura.



Fin del capítulo ¿Qué os ha parecido? Es el primero, así que es tranquilito... por ahora hehehe

¿Qué pensáis del personaje principal?

¿Y de Oli? ¿Y del cliente que ha venido a la tienda?

¿Qué creéis que pasará en el próximo capítulo?

¿Hay alguna cosa en este cap que os suscite alguna teoría u os levante alguna sospecha de algo? owo


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