11

 —Bien, a ver ¿Con qué debería empezar? ¿Placer o dolor? —mi rostro palidece cuando lo veo mirar la pared del fondo con su mano en la barbilla, pensativo.

No puedo discernir bien todos los objetos, pero igualmente puedo verlos, colgados en la pared y con esos aspectos tan amenazantes y a la vez refinados. Pasa sus manos sobre los látigos haciendo sonar el cuero de sus colas. El resto de cosas no tengo muy claro que son o para que sirven, pero prefiero no averiguarlo.

—Empezaré con el dolor. Darte placer mientras tienes ese anillo puesto será más desesperante que hacerte sufrir, así que reservaré eso para lo último. —piensa en alto; mientras, yo estoy aterrado, pegado a la puerta a más no poder con la esperanza pueril de poder atravesarla si lo deseo con las suficientes fuerzas.

Veo que se agacha para alcanzar algo y acércalo.

—Ponte aquí. —ordena distraídamente, mientras sigue mirando ese gran expositor de aparatos de tortura y se debate entre los diferentes instrumentos.

Me acerco al objeto y me siento algo tranquilo al encontrarlo ciertamente familiar. Es uno de esos potros de madera que saltaba cuando era más joven, durante la época en que mi padre nos entrenaba físicamente tanto a mí como a mi hermano, pensando todavía que yo valía para luchar además de planificar; años después descubriría que tenía como hijos a un guerrero y a una decepción que, por lo menos, no era mala estratega.

Este potro es algo diferente, aunque es un poco más alto de lo acostumbrado pues me llega unos centímetros más arriba de la pelvis, el detalle que más llama mi atención es la parte inferior de las patas de madera. Son más robustas que unas normas y de ellas sobresalen correas ajustables para tobillos y muñecas.

—¿A qué esperas? —pregunta, estando de espaldas a mí. No puedo ver sus ojos y él no puede verme a mí, pero sabe que no estoy obedeciendo con presteza y eso me inquieta.

Trato de no buscarme más problemas de los que ya tengo —bien merecidos, por cierto— y me tumbo sobre la madera forrada de cuero. Mi tripa se contrae por el frescor del material y trato de respirar despacio y hondo. Sería rotundamente estúpido de mi parte morir de un infarto ahora.

—Quédate ahí, pronto escogeré con qué golpearte primero. —asiento lentamente, notando mi cuello entumecido y tenso. Todo mi cuerpo está tieso como el esparto y él disfruta evidentemente de mi temor.

No hay necesidad de que piense en alto, sé que el único motivo por el que lo hace es porque fuera de su cabeza sus pensamientos van a causar más temor que dentro. Se voltea con tranquilidad y da una vuelta a mi alrededor, observándome simplemente.

Tomándose su tiempo porque sabe que para mí cada segundo es una tortura y para él la eternidad no es nada. Mientras me rodea pasa una mano por mi espalda, la desliza suavemente y llega al final de ella.

No se detiene, acaricia el principio de mi trasero y sus dedos se desvanecen trazando el camino entre mis nalgas. Todo mi cuerpo se tensa por lo que su caricia insinúa.

En la tercera vuelta que da me ata las manos y tobillos a las patas de la estructura de madera. Una gran zozobra crece en mi corazón, emponzoñando mi mente con pensamientos catastróficos. Sé que estoy inmóvil, que voy a ser castigado y que el hombre que lo hará no es mi amo y no será compasivo.

Tengo ganas de llorar y odio lo mucho que mi cuerpo responde ante esta clase de estímulos; al menos en esta posición él no puede saber que estoy excitado, pero mi erección queda atrapada entre mis piernas y la esquina del potro, por suerte redondeada, así que es doloroso.

Él alarga la mano y descuelga un objeto de la pared para después mostrármelo.

Una enorme pala de madera oscura. Los latigazos duelen, pero sé de sobras que eso es peor. Me remuevo en mi sitio, luchando en vano contra las correas, él sonríe.

—Ahora voy a golpear tu culo con esto hasta que no puedas más, entonces seguiré. Pero primero de todo voy a evitar que me seas molesto. —dice mientras se posiciona detrás de mí y veo su sombra abarcarme mientras él se inclina hacia mi cuerpo.

Sus dos manos pasan frente a mi rostro, sosteniendo con los dedos en pinza algo que no logro ver que es. El objeto redondeado se aprieta contra mis labios y trato de verlo, pero no distingo más que una borrosa esfera oscura.

—Abre la boca. —cuando lo hago el enorme objeto entra en ella, peleándose con mis dientes por el poco espacio que hay.

Me duele la boca de tanto abrirla, pero sé que tendré que soportar cuando siento una cuerda pasar por mis comisuras y ser anudada en la parte posterior de mi cabeza.

Presiono los dientes contra la mordaza y me espanto por su rigidez y por el hecho de que tapona mi boca a la perfección, anulando cualquier súplica.

El terror de ser acallado expira en un instante cuando el primer golpe llega. Mi culo cruelmente agredido con la madera rígida, pesada y gruesa. Un grito queda atrapado en mi garganta y las lágrimas huyen de mis ojos.

Me golpea de nuevo, de nuevo y de nuevo. Establece un ritmo irregular y constante que me vuelve loco. Mi trasero arde, todos los nervios de mi piel chillando de dolor, la hinchazón apoderándose de mi parte golpeada y las horrorosas descargas recorriendo mi cuerpo entero como flechas que rasgan la piel.

Me mareo cuando los golpes siguen, pierdo la noción del tiempo y puedo notar mis uñas partiéndose mientras agarro y araño las patas del potro al que estoy sujeto. Duele como el maldito infierno.

Él sigue golpeando y golpeando, aunque mi cuerpo ya no tiene fuerzas ni para resistir. Mi ser entero se halla inerte, como un muñeco de trapo y mis ojos empiezan a confundir la oscuridad que me rodea con el sueño. Oigo los horribles golpes desde lejos, separados de mí por una especie de barrera de algodón. Poco a poco el dolor se desvanece y mi cuerpo con él.

—¡Nada de desmayarse! —vuelvo a la realidad gritando o al menos intentándolo.

Sus manos tirando de mi pelo hasta que mi cuello cruje violentamente, sus colmillos enterrados en mi garganta y mi culo quemando de dolor.

Suelta mi cabeza mientras él retira la suya y mi cara cae contra la madera revestida de tela haciendo un ruido sordo y arrancándome un jadeo. Escucho como mi sangre empieza a gotear sobre el suelo.

Después algo más cae sobre el suelo y cuando mi vista intercepta la pala de madera doy gracias a dios.

Atrapa mis nalgas con sus manos, clavando los dedos en la piel sensible y color rojo cereza y yo muerdo la mordaza hasta que las encías punzan. Su mano azota entonces mi culo y esta vez el dolor es verdaderamente insoportable.

Si merezco o no este castigo es algo que mi cuerpo no se plantea mientras trata de resistirse y tira de las correas como si le fuera la vida en ello.

Otro azote y ya no lo soporto más, sé que mis gritos no tendrán efecto en él, pero necesito realmente quitarme la mordaza y suplicar, aunque al menos sea para desahogarme.

Los azotes siguen llegando uno tras otro y me rindo. No hay nada que mi voz ahogada pueda hacer al respecto, simplemente reposo sobre la superficie y espero a que todo termine.

Cuando sucede creo que es un milagro e incluso lloro de alegría —y por el dolor anterior—, pero sus manos agarran mi culo, amasándolo entre sus dedos y separando las nalgas con fuerza. Duele demasiado cada vez que me toca.

Suelta mi culo por fin, andando hacia mi rostro. Se posiciona enfrente de mí y escucho ropa rozar contra la piel. Sus manos alcanzan mi nuca y me arrancan la mordaza.

Un hilo de saliva acumulada cae al suelo, juntándose con la sangre de mi mordida. Yo escondo el rostro, abochornado; sin embargo, a Gerald eso no le parece buena idea y me tira del pelo hasta que miro al frente, con el cuello algo torcido y la boca abierta para chillar.

Su gran polla entra de lleno sin que siquiera tenga tiempo a preguntarme cómo o cuándo se la ha sacado. Golpea mi garganta y sale hasta apenas besar mis labios, empapada de líquido salado, después arremete contra mi interior de nuevo y la operación se repite. No tengo tiempo a respirar entre embestida y embestida y empiezo a marearme.

Él desacelera, queriendo disfrutar más antes de venirse en mi boca. Al ir más lento tengo tiempo de tomar algo de aire en la pausa entre estocadas, pero él se da cuenta. Me agarra el pelo ahora con una sola mano, la otra está tapándome la nariz mientras su polla ocupa toda mi boca.

Me ahogo. Gimo con terror gastando un poco del aire que me queda, asustado al ver que pese a mis intentos no entra en mi ni una sola inspiración. El pánico me invade y él mira mis ojos llenos de terror antes de empezar a acelerar.

Me retuerzo sin fuerzas, comenzado a ver como el mundo a mi alrededor se torna abstruso y gira como en una noria; siento mi cabeza pulsar y la presión en mi garganta yendo y viniendo, mi rostro rojo, inflamado.

Soy incapaz de moverme, de abrir los ojos tan siquiera. Siento el líquido ardiente derramándose en mi garganta y cayendo hacia mi interior. Sale de mí rápido, pero ya no tengo vigor como para tratar de respirar, todo se pone oscuro.

Un latigazo de dolor surca mi mejilla y me activa, logrando que tome una copiosa bocanada de aire. Lo miro, con la mano alzada tras abofetearme y él frunce el ceño.

—No deberías ser tan débil si quieres ser castigado como te mereces. —me recrimina; se voltea para alcanzar una de las velas más largas que están en la pared. Observo como la mueve cerca de mí y cuando él se posiciona detrás veo su luz proyectada en la pared, pero no que hace con ella.

Arde. Un goteo de fuego me hace sentir la nuca fundiéndose y grito de desesperación. Vuelvo la cabeza como puedo y le veo vertiendo la cera fundida sobre mi piel expuesta, siguiendo la línea de mi espalda. Siento la columna vertebral hundida en magma, la piel hundiéndose bajo el calor, la sensación ardiente penetrando hasta el hueso.

Se agacha detrás de mis piernas abiertas, no veo lo que hace, pero siento su mano en mis genitales y me sacudo histéricamente. Sus manos rozan mi pene y gimo de placer pese a que mi cuerpo entero demanda clemencia.

Mi piel es un oxímoron de sensaciones.

Siento dedos helados y largo sostener mis testículos y después del frío de su tacto otra sensación prevalece en esa zona. Fuego.

Quema tantísimo, mi cuerpo no se mueve: no me atrevo. Solo siento ese goteo infernal sobre mis bolas y rezo por que termine pronto. Las lágrimas cayendo por mis mejillas y la cera caliente deslizándose dolorosamente por partes de mi cuerpo que ni siquiera deseo que sean tocadas.

Se detiene. A mí no me queda energía como para sentir nada más, ya sea dolor o gusto.

—Ya has sufrido mucho ¿No? —pregunta, risueño, mientras desliza su mano por mis genitales y espalda para arrancar la cera encallecida. —¿Qué tal si ahora te doy placer hasta que no lo soportes? Tu amo me ha dicho que no te ha penetrado, es una lástima para ambos que vaya a ser yo quien robe la experiencia de dilatarte por primera vez.

—¿Qué? n-no, espera... —corta mis palabras con un bofetón y solo puedo callar y elevar la vista, pidiendo clemencia.

—Querías ser castigado y lo serás, pero no temas: tu virginidad ya tiene dueño y por desgracia no parece desear compartirla. —eso me tranquiliza solamente un poco, pues el pavor que siento por ser penetrado por los dedos de Gerald es inmenso también.

Nunca nadie jamás ha hecho algo así a mi cuerpo y que la primera persona que lo haga vaya a ser un cruel castigador me aterra porque sé que, si no es doloroso, el placer se hará insoportable por el anillo de mi pene.

—Chúpalos, por tu bien. —ordena presionando tres dedos contra mis labios, saco la lengua para lamerlos, pero él los empuja hasta el fondo.

Contengo una arcada y cierro mi boca alrededor de ellos, paso la lengua por todas las falanges de forma lenta, pretendo ser sensual y por alguna razón el miedo con el que lamo los dedos me lo parece. Los saca de golpe, sin darme tiempo a lubricarlos de forma más adecuada.

Cuando quiero protestar de mis pulmones no sale nada, no entra nada. No respiro. Lo noto detrás de mis piernas, separando mis nalgas con una mano y deslizando los tres húmedos dedos sobre mi entrada. Un dedo presiona su yema contra el músculo fruncido y rosado y siento que es imposible que entre ahí.

La presión aumenta y con ella un escozor en mi ano, no quiero que siga, sé que dolerá. Quiero pedirle que pare, pero oh, joder, lo ha empujado hasta el fondo y mi cuerpo no sabe siquiera como interpretar esto.

Un dolor punzante atraviesa mi interior, siento en anillo muscular que ha forzado apretarse contra su dedo queriendo cerrarse de nuevo, presionando de forma dolorosa.

Ni siquiera espera a moverlo o a que me acostumbre, solo mete el segundo con la misma brusquedad que el primero, ensanchando de golpe un paso estrecho que no puede soportarlo. Mi recto se siente ardiente, pulsante, arañado y violado; es tan violento, tan aterrador y tan cruel que no puedo hacer más que llorar y preguntarme por qué esto me hace estar más cerca del orgasmo que cuando me sentía seguro.

Duele tan jodidamente delicioso. El tercer dedo entra en mí y muerdo mi labio hasta que sangro por ahí también. Mi polla palpita y tiembla sintiendo la proximidad de una clímax, uno que, en vez de ser un estallido de placer, lo es de dolor: el problema es que en cierto punto ambos son la misma cosa.

—¿Quieres correrte ya? —pregunta el hombre riéndose, no necesita una respuesta. Las sacudidas que da mi pene al escuchar su voz vigorosa son más que explícitas. —Tu pequeña y patética polla va a tener que aguantar más que esto, esclavo.

Gimo por sus palabras, pero le acucia a actuar y mis sonidos obscenos no se detienen. Saca sus dedos y los mete de nuevo a un ritmo enérgico e ininterrumpido.

La sensación de vacío me ahoga y cuando vuelvo a estar lleno de nuevo la fricción del embate deja un rastro doloroso por todo el interior de mi cuerpo. Sus dedos son tan rudos que siento que, aunque esté siendo follado, es una tortura.

Entonces arquea un poco las falanges y la próxima vez que me golpea toca algo en mí que vibra por todo mi cuerpo y envía flechados de placer directos a mi polla. Con solo rozar ese dulce punto el primer orgasmo llega y me abandona sin consumarse, sumiéndome en la desesperación.

—No pensé que fueras tan sensible. Será más divertido así.

Sus dedos van más rápido, mis caderas empujan hacia ellos queriéndolos más adentro, rozando esa zona enloquecedora que parece adormecer mi cuerpo y sumirse en el éxtasis más divino. Mientras eso sucede muerdo mi labio y lloro presa del dolor que su salvajismo provoca, pero no me arrepiento.

Cuando empuja sus dedos a mi exterior me quejo, deseando más de esa irresistible contradicción. Lo veo agacharse y rodear la mesa, liberándome de mis diferentes ataduras; ahí me doy cuenta de la magnitud de mi resistencia, pues tengo todas las articulaciones llenas de rozaduras y sangre, pero no puede importarme menos.

Aunque me haya soltado no soy capaz de moverme, únicamente de quedarme flácido sobre la mesa, con el cuerpo hecho gelatina y el corazón a mil.

Me toma de las caderas y con una fuerza brutal me voltea. Quedo tendido sobre la mesa con el rostro y la polla apuntando al cielo y los brazos y piernas derramándose como helado derretido por los bordes de la mesa.

Se aleja de mí un momento. Ahora tengo las manos libres, sería tan fácil retirar el anillo de mi pene y liberarme por fin de esta tortura. Solo debo hacer un leve movimiento, pero Dunkel está clavado en mi cerebro, amenazándome. No le tengo miedo a ser castigado por él si es con placer, pero no deseo decepcionarle.

Vuelve con algo en las manos, parece una cadenita delgada y corta que tiene dos objetos metálicos y triangulares en los extremos; no puedo ver bien qué es. Oh, no, otra vez no... No me da tiempo a reaccionar cuando comprendo que esos salientes son pinzas y él actúa demasiado rápido, poniéndolas en mis pezones. La cadena, helada, se derrama por mi pecho causando una sensación balsámica mientras los botones rosados arden y duelen.

—Coge la cadena. —alzo mi mano cómo puedo. El brazo me flaquea y cae de nuevo cuando trato de elevarlo.

El dolor, la pérdida de sangre, el placer, la frustración sexual... todo está acabando conmigo.

En el segundo intento logro ponerlo sobre mi pecho, al lado de la cadena. La tomo entre los dedos y entonces él coge mi muñeca mientras yo sostengo fuerte el metal delgado, tal y como me ha pedido.

Levanta mi brazo con brusquedad, tensando la cadena y haciendo que mis pezones sean jalados por el agarre dentado.

—¡Duele! —chillo. Intento volver a mi posición original, con la cadena relajada sobre mi piel, pero su fuerza me mantiene ahí.

Me mira, apático, y veo como frunce el ceño con enfado.

—Vas a mantener tu mano en alto, tirando de la cadena o si no seré yo quien lo haga y no pienso ser delicado ¿Entiendes? —asiento, su mano suelta mi muñeca y concentro toda mi voluntad en intentar que mi brazo no caiga.

Me duele la piel agarrada por las pinzas, me duele el brazo, me duelen los ojos de llorar y sobre todo mi pene duele y está desesperado por el tan necesitado orgasmo.

Sudores copiosos descienden por mi rostro mientras mis ojos se fijan en la cadena alzada; mi mano alzada tiembla, oscila en el aire y se va quedando sin fuerzas, pero debo resistir. Esto demasiado ocupado como para darme cuenta de lo que Gerald ha hecho mientras yo estaba pensando en el dolor que nace en mis pezones y se extiende por todo mi ser, clavándose en mi corazón; así que cuando siento los tobillos encerrados por restricciones metálicas me asusto, miro hacia donde está él y lo veo sosteniendo una barra de madera, con mis pies a los lados.

Me asusto al comprender que es una especie de separador para que yo no pueda cerrar las piernas mientras él mete y saca sus dedos de mi interior como si quisiera romperme. Estoy tan indefenso. A su merced. Mi polla pulsa contra el aire y siento mis caderas elevarse, aprieto las nalgas y grito en anticipación. Entonces, sucede de nuevo, o mejor dicho: no sucede, de nuevo.

Apoya la barra en sus hombros, alzando mis piernas a esa altura, y se coloca entre ellas. Es tan jodidamente sexy... me resulta demasiado caliente ver mi cuerpo inerme, inmovilizado, sometido, mientras un hombre más grande y fuerte que yo se apodera de mí como le place. Mierda, mierda, mierda, estoy a punto de correrme otra vez. Solo debo concentrarme en otra cosa, mantener alejada la realidad de mi mente.

Gerald mete los tres dedos de golpe y mi cuerpo se retuerce, espasmos de dolor recorren mi esqueleto entero y me muerdo el labio, tratando de soportar el hecho de que no ha esperado a que me acostumbre para comenzar a embestirme fuerte y duro. Mis rodillas tiemblan, se atraen como imanes por acto reflejo, queriéndose unir pudorosamente cuando el hombre alcanza mi próstata y la tortura una y otra vez, pero mis piernas no pueden unirse por culpa de las ataduras en ellas y lucho en vano.

Sus dedos enormes entrando y saliendo, forzándome cuando mi cuerpo los rechaza, enseñándome que mi cuerpo está para su placer, no el mío. Es jodidamente fantástico.

Su mano rodea mi polla y jadeo, quedándome sin fuerzas cuando sus dedos casi arrancan de mí otro orgasmo. Suelto la cadena, la mano sobre mi vientre.

Un bofetón cruza mi mejilla y noto la piel plaga de quemazón y un cosquilleo desagradable.

—¡Te dije que no la soltaras! —grita, aumentando la velocidad y volviéndome loco. Mis gemidos son incontrolables y tengo miedo de no ser capaz de resistir más orgasmos interrumpidos.

Toma la cadena él mismo y tira fuerte, hasta que puedo ver mi piel estirarse lejos del cuerpo como una tela. Roja, arañada y a punto de rasgarse. Grito de dolor mientras me penetra y a la vez me tortura.

—Mastúrbate. Y si tocas el anillo haré que no te corras en meses. —obedezco sus órdenes con gusto, sofocando mi erección en mi mano, pero la tentación de retirar el anillo es tan grande que lloro pensando que no lo puedo hacer.

Mi cuerpo se arquea violentamente y siento un tirón en la pelvis. De nuevo mi cuerpo intenta liberar su éxtasis, pero el anillo lo impide. Estoy desesperado, me toco lentamente tratando de alejar el orgasmo, pero él me folla tan ferozmente con sus dedos que no puedo aguantar.

Como oleadas de placer y desesperación, los orgasmos vienen a mí y se van sin regalarme ni una gota de liberación.

Gerald da un violento tirón, arrancando las pinzas de mis pezones y dejándolos tan sensibles que solo el soplo del aire ya les duele.

Arranca sus dedos de mí como un dios arrancaría la felicidad a alguien que se aferra a ella y mi cuerpo queda agotado, estimulado e insatisfecho. El silencio se ve roto por mis jadeos y respiraciones excitadas, mi ser entero pide clemencia mientras se desmorona.

Quita todas las ataduras en mí, dejándome libre a excepción del anillo y entonces coloca de nuevo en mi cuello el collar y correa que inicialmente Dunkel me entregó.

—No vas a correrte hasta que tu amo lo crea conveniente, ya sean horas o meses. Así que levántate y vuelve a tu habitación. Le avisaré de que ya has sido castigado.

Intento hacer lo que me dice, pero tan pronto como todo el suelo y dejo el potro de madera mis piernas dejan de funcionar y caigo, golpeándome los codos y el mentón.

—No puedo tenerme en pie... —digo aterrado, viendo como abre la puerta para irse sin mí.

No sé cómo llegaré a mi habitación sin ayuda.

—Entonces ves a cuatro patas, como un perro. Y si no puedes, arrástrate. No es mi problema.

Se va demasiado rápido como para que la mano que alzo desde el suelo llegue a él, a tocarle o a importarle. La puerta está abierta y algunos vampiros pasean por ahí, ninguno es Dunkel, pero todos pueden ver cómo patéticamente me gateo por el suelo, desnudo, con el culo rojo, marcas de colmillos en mi cuello, de pinzas en mis pezones; todos pueden ver mi polla erecta y restringido entre mis piernas, la cabeza amoratada, goteante; todos pueden ver mi agujero recién dilatado, rubicundo, punzante.

Todos pueden ver lo que soy.

Todos miran, pero nadie hace nada y no sé si es porque les da igual, porque lo disfrutan o porque no comprenden. Opto por la segunda, pero a mí sus miradas ya no me importan, no mientras la correa que arrastro les grite silenciosamente que soy de Dunkel.

Llego a la habitación con gran esfuerzo, abro la puerta y entro casi sin fuerzas. Dunkel me espera en la cama y eso me da energías como para entrar y llegar hasta él, después me arrodillo y caigo, apoyándome en uno de sus muslos.

—Amo... —susurro acurrucándome contra la mano enorme que abarca mi mejilla.

—Mi esclavo... Eres tan fuerte. Estoy orgulloso. —poco a poco sus palabras funcionan como un arrullo.

Mis ojos pesan, mi alma es ligera y asciende para reunirse con mi amo y abrazarlo por siempre.

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