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 Si estás perdido no mires arriba, tu camino está hacia delante.

Corro con esmero a través del pueblo, la luna en el cielo iluminando mi camino hacia la iglesia donde vivo con Dios; las luces de los hogares ya extinguidas por la cercanía de la medianoche. El olor a madera inunda mis fosas nasales al inspirar con violencia y me siento ahora más sosegado, en casa. No soy muy amado en el pueblo, de hecho, no soy considerado ni del pueblo, pero sin embargo rezo por sus habitantes cada noche y día, en mis misas solitarias de los domingos y en mis plegarias para los dulces sueños.

Cuando mis ojos dejan de ver casas y se extienden a lo alto de un pequeño valle hallan su panacea al ver los pórticos lejanos y maltrechos de la iglesia. Si sigo con mi carrera abriré las puertas en un cuarto de hora y tendré tiempo de hacer la misa antes de que el Domingo acabe.

Empujo las puertas con el corazón latiéndome en la garganta y el pecho encogido por la congoja. Es la primera vez que estoy tan cerca de defraudar Dios (a una hora y seis minutos, exactamente), pero intento perdonarme a mí mismo diciendo que la ocasión vale el riesgo. Cuando la llamada sonó esta mañana simplemente dejé el vino y el pan y corrí a por el coche, sin pensar en cuantas horas de viaje hasta la ciudad y desde ella me llevaría ir y regresar. Pero da igual, ahora todo está bien. Aunque sutilmente, parece que Dios me guiña un ojo desde el cielo con el parpadeo de las estrellas. Mi señor jamás me da la espalda, pero nunca me da de más; él es justo y comprende que el sufrimiento forja espíritus templados.

Cierro la puerta sintiendo a mis espaldas el frío del lugar, esta mañana olvidé por completo encender las velas.

Mi vista choca en los asientos, tan comúnmente vacíos, y me tapo la boca con las manos para acallar una exclamación de sorpresa.

Casi a medianoche, en una iglesia repudiada por un pueblo de ateos y pecadores, hay un joven sentado entre las filas. Un joven más que devoto parece merecedor de arder con solo pisar la casa de Dios. Pero no me dejo engañar por las apariencias y sacudiendo mis prejuicios fuera de mi mente me acerco a él con cautela.

—Jovencito, ¿Está usted bien? —pregunto preocupado, viendo como tiene los pies, embutidos en botas de cuero, apoyados sobre el respaldo de una de las sillas y la cabeza cayendo hacia atrás en sus hombros, con los ojos cerrados.

El pelirrojo abre los ojos sin sorpresa alguna y siento que su mirada esmeralda se clava hondamente en mi pecho. Algo me oprime y me obliga a dar un paso atrás, como un gesto inercial, pero el aura extraña que me ha impulsado a moverme con miedo se disipa al instante, haciéndome quedar como un tipejo un tanto peculiar.

—¿Bien? —pregunta con ironía, alzando una de sus claras cejas, moviendo el aro de acero que lleva perforándola. Miro curioso esa mutilación después vuelvo a sus ojos, pero me alejo. Me repelen cuando intento examinarlos —Estoy de puta madre. —responde riéndose.

Sus carcajadas rebotan por todas las pareces haciendo crecer un eco inmenso, como si en los muros hubiera un ejército de cómicos. Su voz se adueña del lugar y el espanto lo hace de mi ánimo.

—Por favor, no uses ese vocabulario en la casa de Dios. —ruego acercándome un paso más a él, como si fuera realmente capaz de tapar su boca. Sin embargo, él se levanta con una sonrisa altanera y yo me quedo paralizado.

Es más joven, más bajo y más delgado que yo. Es pequeño como un cordero, pero logra que mi ser entero se hiele a su voluntad. Esos ojos verdes podrían robarme el alma en un segundo, o al menos eso siento cuando trato de mirarlos.

— ¿Puta? ¿Ese es el vocabulario que te molesta? — repite con fingido tono inocente. Plasma en su rostro un visaje casi infantil y durante esos segundos parece un muñeco de porcelana —María Magdalena lo era ¿no? A Jesús le iba detrás una puta. —labios finos estirándose de nuevo en una mueca diabólica; el brillo abismal vuelve a su mirada, como una chispa capaz de quemarme hasta los cimientos.

—¡Eso no es así! —chillo escandalizado. Inmediatamente tapo mi boca como un niño que dice una palabrota y me siento avergonzado por el sonido de mi histeria resonando por el lugar. Él sólo ríe y se adelanta un paso; mis músculos se tensan y no sé por qué —Nunca se especificó, es una confusión. —le reprendo, más calmado —Él sólo la liberó de los siete pecados, pero ella no... no era eso.

El chico solo se encoge de hombros sin borrar su sonrisa y poco después el silencio fluye entre nosotros como una masa sólida de incomodidad. Por primera vez desde que vivo en la iglesia con la divinidad y mi soledad, me siento nervioso. No soy capaz de mirarle a los ojos, pero mi lengua tropieza en mi boca, incapaz de articular frase alguna.

Él simplemente parece divertirse, mirándome de arriba abajo con descaro y apoyándose en los bancos de la iglesia con una pierna cruzada y cadenas tintineantes colgando de su cinturón negro.

Me doy cuenta de que no he respirado desde que él posó sus afilados ojos en mí y tomo una bocanada de aire torpemente, antes de intentar hablar con normalidad.

—Joven, es tarde y pronto lloverá ¿Qué te trae por aquí en estas circunstancias? ¿Necesitas algo? ¿Estás perdido? —chasquea la lengua con diversión apenas cortando mi última palabra, pasa una mano por su pelo sin apartar su vista de mi e, imperturbable, profiere una pequeña risilla.

—Tú estás más perdido que yo.

—¿Yo? —pregunto ojiplático. La incomodidad del extraño encuentro flota aún en el aire, pero la confusión la opaca por completo —¿Perdido? Esta es mi iglesia, vivo aquí también. No estoy perdido. —aclaro, él solo niega con la cabeza.

No parece en absoluto sorprendido por algo tan peculiar como la naturaleza de mi vivienda.

—Da igual, no me has entendido. —con un ademán le resta importancia y después habla cuando estoy abriendo la boca, queriendo pedirle que se explique- —Déjalo.

Suena glacial, tan molesto que no sé por qué, pero obedezco a ese extraño adolescente que se ha metido en mi propio hogar. Aunque a juzgar por las libertades que toma y mi palpable incomodidad más parece esto su casa.

—Pero, ¿Qué hay de ti? ¿Qué haces aquí?

—¿Acaso no puedo estar aquí? La casa de Dios está abierta siempre para todos. —dice en tono fingido, alzando sus manos al cielo al igual que su vista para luego bajarlos, clavando en mí su mirada, seguida de una de sus sonrisas escalofriantes. —¿No es así, padre?

Sonríe como si supiera algo que yo no sé y me mira como si a pesar de ser un chiquillo pudiera aplastarme con sus dedos. Y lo peor es que empiezo a sentir que es así.

—Uh, sí... —digo frotándome la nuca y mirando alrededor; quiero saber qué hace aquí, por curiosidad, pero lo que más deseo es que se vaya.

Miro a Cristo en la cruz desde lejos y no me siento protegido, como si solo fuera una estatua de piedra. Y me aterra pensar que solo lo es o que el pan es solo pan y el vino solo vino.

Me amedrentan esos iris decididos que parecen convertir los templos en ruinas.

—De... de todos modos me gustaría saber por qué has venido aquí en este momento, si no es mucho preguntar... ¡Oh! ¿Has venido a confesarte? Si es así no seas vergonzoso, tus secretos se irán a la tumba conmigo. —sonrió amable, encontrándolo lógica al asunto. Un joven rebelde que simplemente quiere andar por el buen camino, pero teme decir en voz alta sus pecados y fechorías.

Hasta me parece tierno pensar que todo el rato ha sido eso. Los jóvenes tiene almas pudorosas, quizá eso explique el hermetismo en sus orbes.

De nuevo la estridencia de su carcajada me atraviesa y siento los huesos de gelatina, lo miro de nuevo y aunque hace unos segundos me parecía inocente esta vez me parece que su voz suena gruesa y vieja como el diablo.

—¿Confesarme? Padre, yo amo mis pecados ¿Por qué debería regalárselos a alguien más?

—Ah... —tengo la garganta seca y sus palabras me dejan a mi sin. ¿De dónde ha salido este diablillo?

Escucho un trueno fuera y doy un repullo. Estoy tan absorto en este individuo que no sé cuándo ha empezado a llover. Él expulsa aire por la nariz, divertido, al ver mi reacción de miedo y se acerca a mí un paso más, como esperando algún tipo de reacción.

Simplemente me quedo estático, con los músculos tensos por alguna razón que no logro comprender y él luce complacido ¿Qué es lo que quiere?

—Debo hacer la misa de los domingos, sé que es extraño porque es tarde... pero no he podido hacerla antes por ciertos motivos ¿Quieres acompañarme en ella? —pregunto con amabilidad, solo para encontrarme un rostro aún divertido.

¿Qué le hace tanta gracia? Comienza a ponerme nervioso, su visita es como una broma de mal gusto. Me pregunto si Dios todopoderoso reirá también.

—No, gracias. —saborea la última palabra con malicia, como si cada gesto amable fuera solo un ardid —¿Y por qué no has hecho la misa cuando tocaba?

—Yo, eh... problemas familiares.

—¿Mamá o papá? —usa ese tono socarrón, como si lo supiera. Como si viese a través de mí, dentro mí: la forma en que mi corazón duele hasta que los recuerdos se desvanecen.

Aprieto el rosario en mi mano y trato de regular mi respiración. Solo quiero gritar, llorar y lamentarme, pero ahora no es el momento. Dios nos da fuerzas para que las usemos, para que tengamos voluntad, no para que las malgastemos con llantos inútiles.

—Mi hermana. —respondo débilmente. Ni siquiera sé por qué estoy hablándole de algo así, solo debería echarlo, para que deje de molestar. Sin embargo, me mira de esa forma y parece que si hago el amago de expulsarlo se meterá en mis venas como veneno y acabará conmigo.

—¿Qué le sucede?

—Ella está enferma. Empeoró esta mañana, pero ahora ya está estable.

—Um... ¿Estable? Eso no es lo mismo que bien. —acierta con sus palabras. Me pregunto cómo alguien tan lozano puede distinguir tal matiz.

—Ella... está en estado comatoso. —miro al suelo, las baldosas bruñidas con esfuerzo hacen un amago de reflejar esa sonrisa mordaz, pero cierro los ojos, no quiero verla.

—¿Cuánto tiempo? —pregunta desinteresado. Me muerdo la lengua, me incomoda esa reacción inercial del chico; ni siquiera ha esperado para que la tensión se disipara o se ha atrevido a darme sus falsas, aunque agradables, condolencias.

Y lo que más me perturba: no parece sorprendido por nada. Digiere la información como si ya supiera todos mis secretos.

—Tres años. —digo con un hilillo de voz. El tiempo se hace más pesado, más mortal, cuando lo pronuncias. Si miro al pasado puedo recordar esos años en un instante, pero sigue siendo mucho tiempo y cuando lo nombras es como si invocases la gravedad del asunto.

—Tres años. —repite él, no divagando u ojiplático. Su tono es llano, simplemente parece que quiere acoplar esas palabras en mi mente.

Y lo logra, junto a su carcajada esa frase suya se ha grabado a fuego en mi mente y arde con fuerza. Sé que dejará una cicatriz incurable.

—¿Una lesión grave? —el aire se hace plomo, me cuesta seguir la conversación y no puedo separar los ojos de mis pies. No puedo alzar la vista, me aterra encontrármelo con grandes alas y cuernos saliendo de su cabello de fuego.

—Un accidente de coche. —explico respirando dificultosamente. Juego con mis dedos, quiero que se vaya, ya no tengo curiosidad, solo quiero estar tranquilo de nuevo. —Ella iba a ver a su novio, estaba borracha.

Trago saliva y muerdo mi labio, ni siquiera sé porque le he dicho eso. Es la primera vez que hablo con alguien de esto. Es la primera vez que explico su historia en voz alta. También es mi historia.

Me siento vulnerable y cuando él pasa por lado, tan silencioso como un gato, siento su mano en mi hombro y solo atino a pensar que él podría romperse si presiona un poco.

Dedos cortos y delgados, es una mano pequeña en verdad, tampoco aprieta en mi fuerte, entonces ¿Por qué su tacto duele?

—Vaya, lo siento amigo, ya es demasiado tarde ¿no? —sus palabras me dejan sin habla, la mente en blanco.

¿Qué? Por un momento pienso que se refiere a lo inevitable, pero de ser así ¿Cómo podría saberlo él?

Imagino a mi hermana bajo las sábanas en la camilla, la máquina emitiendo un zumbido uniforme, la pantalla escindida por una línea horizontal. Quiero llorar por ella, pero solo siento los hombros ligeros y deseo de culpa por la calma que me sobreviene.

—Para la misa, digo; ya es muy tarde, son las doce y un minuto.

—¿Qué?

De nuevo el mundo cae sobre mí como un yunque y saliendo de mi estupor miro mi reloj de muñeca; veo que él no lleva ninguno, a pesar de eso ha acertado.

—Ya he hecho todo lo que tenía que hacer. —sus pasos se alejan, yo no puedo moverme del sitio.

He traicionado a mi Padre y Señor. Ya no puedo revertir el tiempo y la misa de ese domingo ha quedado en el olvido a los ojos del señor y enterrada en mi memoria de forma ponzoñosa.

—Nos volveremos a ver, padre. Cuídese. —está lloviendo afuera, oigo truenos y chorros de agua bajando de los cielos furibundos ¿Llora el cielo porque Dios ha sentido mi puñalada?

Él va en manga corta, con pantalones rotos y no es del pueblo; la ciudad más cercana está a dos horas en coche; sin embargo, ha dejado la iglesia con calma, como si nada pudiera hacerle daño.

Yo estoy devastado.

Una pequeña serpiente ha venido hoy y me ha siseado hasta hipnotizarme. Lo siento, Dios querido, te he fallado aun cuando eres el único a mi lado. No me importa ser castigado por tu ira; rómpeme, pero no me abandones nunca, ni siquiera me tengo a mí mismo.

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