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Me dolían horrores los nudillos y aunque el enrojecimiento de estos lo hacía evidente, no pensaba flaquear. Aquel capullo se merecía todos y cada uno de los puñetazos que le había dado y es que cuando lo vi ligando con el jodido maricón de Lui casi los mato a ambos, pero el enano había huido y ya era última hora así que las clases habían finalizado.

Quizás por eso y porque no tenía nada más que hacer esa tarde, después de insultarle y escupir, le seguí a escondidas hasta llegar a su casa.

Solo lo hice porque me resultaba divertido, como un gato acechando al ratón, nada más.

Esa tarde pude ver desde la ventana como lloraba, durante tres horas.

Siempre que yo le pegaba, es decir, casi cada día, lo veía llorar, pero cada vez me llenaba menos y esa vez, sinceramente, casi sentí rabia. ¡Seguro que es porque le odio! ¡Dios, cómo puede ser tan débil! Llorar, llorar y llorar. Lo único que sabe hacer… Quizás por eso ya no me llenaba su llanto, me estaba aburriendo de él.

Estuvo otras dos horas estudiando y eso solo me hizo fruncir el ceño. Ese maldito empollón podía estudiar horas tranquilamente y sacar unas notazas de las que sus padres se sentirían orgullosos, pero yo era incapaz de concentrarme en algo que no fuese una simple mosca.

Esperé más rato porque de alguna forma no quería irme y finalmente vi a su madre llegar a casa, sin su padre.

 

Debo decir que eso se convirtió en una rutina para mí, espiarlo por las tardes. Quizás por eso descubrí que su madre ni le hablaba y que su padre se había largado de casa. Seguro que una burla relacionada con ese tema le habría jodido de lo lindo, pero jamás se lo conté a nadie, no sé por qué. Debió olvidárseme, sí, será eso.

 

Desde esa tarde las veces que me metía con él eran menos, ahora mi interés no estaba en golpear su preciosa carita, sino en verlo a través de la ventana, quizás en conocer a la persona que se escondía detrás del jodido empollón maricón al que tanto odiaba.

Bueno, en verdad no le odiaba, pero cada vez que lo veía tan tierno, bueno, sincero, amable y listo, la rabia surgía y quería molerlo a golpes. ¿Qué digo? Claro que no lo odiaba ¡Lo detestaba!

Él era todo lo que los demás esperaban de mí, tenía aquello de lo que yo carecía y por lo que yo decepcionaba a los demás.

Si hubiese sido tan listo como el niñato mis padres y profesores no me tratarían como un imbécil ni me gritarían día y noche. Si hubiese sido igual de bueno no me habría rodeado de zorras traicioneras que me romperían el corazón.

Ese cabrón era tan perfecto y tan… tan… correcto. Siempre siguiendo las normas.

Yo no podía seguirlas, por eso era un fracaso para mi familia, pero jamás me sentí inferior.

No señor, yo siempre era superior a los demás, sin complejos ni debilidades. Que los golpease y me temieran era un claro ejemplo de ello ¿O no?

 

 

 

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