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 Calles. Edificios. Personas.

Mi mejilla pegada a la ventanilla y mis ojos abiertos como los de un niño que visita por primera vez un parque de atracciones. Parpadeo un par de veces con rapidez y me muerdo la cara interna de la mejilla, comprobando que no estoy en un sueño.

No, estoy en una ciudad.

Los recuerdos de cuando pensé que moriría en el sótano de Ángel sin ver la luz del sol o sin ser capaz de componer en mi mente el rostro de una persona que no fuese él me golpean duramente. Lágrimas se aglopan en mis ojos y sollozo, no sabiendo bien si es de alegría o por la amarga desesperación en la que vienen envueltos mis recuerdos.

Ángel alarga su mano derecha hacia mí y me aprieta el muslo.

—Shhh —dice suavemente, reafirmando sus dedos en mi pierna. Pongo mi mano sobre la suya —, está bien, cariño. Aparcaré en una zona sin mucha gente, puedes desahogarte ahí si quieres y llorar un rato antes de salir.

Yo asiento en silencio y un ruido patético sale de mi garganta tratando de ser un sí. Ángel ríe cortamente, enternecido, y su mano empieza a masajearme el muslo de forma agradable.

—Mira, iremos a ese supermercado —indica dándome un pequeño apretón en la pierna con sus dedos.

Yo me volteo bruscamente hacia su ventanilla, viendo un enorme establecimiento donde sale y mucha gente. Mujeres haciendo malabares para cargar con las compras y sus bebés, hombres con carritos tan llenos que ni los pueden empujar, adolescentes comiendo frituras, un par de abuelitos con sus pequeñas bolsas, dos policías disfrutando de su descanso a las puertas del lugar, escupiendo cáscaras de pipas en la acera.

El coche rueda despacio al lado de ese panorama, como déjame dar un largo y analítico vistazo a la zona que más adelante visitaré, y luego se hunde en el solitario aparcamiento. Ángel conduce con cuidado, aparcando el coche en una esquina distante, un poco sombreada, y cuando el rugido del motor se corta de repente él inclina su cuerpo hacia mí y me toma de la barbilla con los dedos.

Sus labios se barren contra los míos, suaves, respirando el aire caliente entre nuestras bocas, pero no me besa. Sus ojos verdes duramente clavados en los míos, tan cerca que bajo la vista hacia su boca, intimidado, y veo una pequeña sonrisa formándose allí.

—Estás temblando —murmura, sus labios separándose un poco, la perfecta hilera de dientes mostrándose y la lengua moviéndose con habilidad. Su susurro parece hielo recorriéndome la columna. Jadeo al oírlo, sobrecogido por las extrañas sensaciones. —ven, ven aquí.

Ángel alarga sus manos, liberándome inmediatamente de la presión del cinturón de seguridad, y me hace volcarme hacia su cuerpo. Yo también lo busco, inclinándome hasta hundir mi rostro en su pecho y tomando una profunda respiración. Jabón y perfume de hombre. El aroma de Ángel me hace sentir relajado. Sus grandes manos me asen cerca, tirando de mi cuerpo con cuidado de que no choque demasiado con la palanca de cambios, y me ponen sobre él. Noto el volante incómodamente empujándose contra mi espalda y el diminuto espacio del asiento haciendo que se me resbalen las piernas, pero, aun así, Ángel me sostiene fuerte y cerca. Y creo que esa es la mejor sensación del mundo.

Una mano en mi nuca, jugando con los mechones negros. Otra en mi espalda baja levantando un poco mi camiseta para dibujar círculos sobre la piel expuesta.

Ángel besa mi cuello cuando un ruido extraño escapa de mi garganta sin previo aviso.

—Todo irá bien —me asegura mientras sigue mimándome y dejando pequeños besos en mi cuello —. Tú no harás ninguna tontería y yo estaré todo el rato tomándote de la mano para que te sientas bien ¿Si?

—Mhm... —asiento, incapaz de decir palabra alguna y escondiéndome de nuevo en su pecho como me rehusase a salir del coche.

Realmente estoy feliz de volver a ver el mundo, pero una inquietud extraña se instala en mi pecho. Una pequeña parte de mí quiere berrear y patalear como un niño, pedirle que volvamos a casa, a ese lugar conocido y confortable donde sé qué hay en cada lugar y qué cosas puedo hacer y cuáles no.

Ángel abre la puerta del coche, dejando que una leve brisa fresca entre y haga que todos los vellos de mi cuerpo se pongan de punta. Se ladea con cuidado, haciéndome bajar de su regazo al pavimento. Me quedo de pie, quieto y esperando en el extenso parquin mientras Ángel baja del coche y aunque no hace frío me abrazo a mí mismo. Dios... me siento tan desnudo, tan expuesto.

Después de meses escondido del mundo, ahora que vuelvo a ser visible, ahora que vuelvo a... existir, la sensación es sumamente extraña.

Ángel cierra la puerta del coche con brusquedad, haciéndome dar un repullo.

—Ven, dame un abrazo —dice acto seguido, acogiéndome cuando me lanzo necesitadamente a sus brazos. —, muy bien, eso es... —murmura, acariciándome el pelo como a un cachorro.

Luego me separa un poco de él y vuelve a agarrarme de la barbilla, haciéndome mirarlo. Se relame los labios y yo abro lo míos. Me apoyo sobre las puntas de mis pies, alcanzando un beso de sus labios. Sus labios moldean gentilmente los míos, con su lengua lamiéndolos de vez en cuando, pero sin entrar en mi boca; es un beso lleno de ansia contenido y, como tal, termina demasiado pronto.

—Bobo, van a cerrar el supermercado si nos quedamos besuqueándonos aquí —se burla un poco el castaño, tirándome de la mejilla.

Yo me separo de él con la cara totalmente roja y la vista en el suelo, mirando sus zapatos de montaña y el desconocido pavimento.

—Perdón, perdón... estoy demasiado nervioso y tus besos me hacen sentir bien.

Ángel se acera un paso y me besa rápido en los labios.

—Si me dices esas cosas —otro beso fugaz —¿Cómo voy a parar? —y otro, dejándome con la cara más sonrojada todavía. Luego noto su mano sobre la mía, recorriendo la palma con las yemas de sus dedos hasta entrelazarlos con los míos. —Venga, tendremos tiempo de besarnos en casa, te lo prometo.

Ángel tira de mí, camino al supermercado, y yo me siento como uno de esos perritos que están todo el rato tensando la correa. Quiero ir, quiero volver al mundo normal, pero... pero...

Y entonces su pulgar acaricia mis nudillos y yo me olvido de todo lo que estaba pensando, porque en este momento solo existe mi piel bajo la suya, nuestras manos juntas y esa promesa hermosa de que habrá más besos en casa.

Un poco más confianzudo, apuro el paso y me pongo a su lado, apretándole fuerte la mano.

Mis ojos se expanden mientras nos acercamos a la abarrotada entrada. Personas entrando y saliendo sin descanso, como si se tratase de un hormiguero, charlando fuerte, riendo, discutiendo... El bullicio lo llena todo, como estática, y me siento perdido en un mar de gente. Algunas personas me miran, a veces son vistazos que me dan de pasada y otras ojos fijos, especialmente en mi mano agarrando la de Ángel. Y entonces, cuando hay ojos sobre mí y me veo reflejado en sus pupilas, cuando tengo la consciencia de que la luz no pasa a través de mí, sino que soy un ser real, opaco, con el que la vista de los demás se tropiezan, me siento excesivamente corpóreo.

Mi carne pesa demasiado. La sensación de tener ojos en la nuca extendiéndose por cada trozo de mi dermis y mi corazón latiendo furioso, como si todas las miradas fuesen acechantes.

Me pego más a Ángel con un gemidito de incomodidad, rodeando su brazo con mi mano libre y poniendo mi mejilla contra su hombro mientras entramos al supermercado. Las puertas automáticas se abren con un sonido que ya ni recordaba que hacían y la frialdad del aire acondicionado me golpea refrescantemente en el rostro. Al entrar en el establecimiento me siento como en un sueño.

Es tan surrealista para mí ver esos infinitos estantes, los productos, los pasillos extensos hasta donde alcanza la vista, las personas moviéndose libremente... Una extraña energía me llena, haciendo que el miedo se desvanezca un poco y suelto el brazo de Ángel, aunque continúo agarrándole la mano. Quiero saltar y corretear por los pasillos, mirar cada pequeño producto y perderme en el lugar. Quiero quedarme aquí mucho rato, no sé por qué hace poco estaba tan asustado.

—¿Quieres llevar tú el carrito? —me dice Ángel casualmente.

Me sobresalto por su voz y veo cómo me ofrece una moneada para que vaya a buscar un carro metálico.

—Eh, sí, de acuerdo —digo, todavía un poco mareado —, ugh, esto se siente como si fuese una alucinación —comento, llevándome una mano a la cabeza y riendo nerviosamente.

—Saldremos más a menudo si hoy todo va bien.

La forma en que Ángel habla y me revuelve el pelo, la forma en que sonríe... me quedo unos segundos atónito, incapaz de reconocer en ninguno de esos gesto al hombre que me secuestró pese a que lo tengo delante.

Por un momento pienso en que si hubiese salido con él cuando vino a la tienda por primera vez, si hubiésemos tenido unas noches pasionales y, más adelante, pequeñas citas, quizá estaríamos en este mismo lugar en este mismo momento. Río un poco por la ridiculez de mi idea e introduzco la moneda en la ranura, sacando un carrito y tirando de él en dirección a Ángel.

Él va andando por los pasillos en busca de lo que necesitamos y yo le sigo observando todo como un niño.

—Oh... —dijo dejando el carrito unos momentos, yendo a un estante lleno de snacks. —podríamos comparar palomitas dulces, amo las palomitas dulces.

La bolsa de palomitas desaparece pronto de mis manos y la oigo aterrizar en el carrito. Ángel me abraza por detrás y me besa la coronilla.

—Compraremos palomitas dulces entonces —murmura, estrechándome cerca con un brazo meciendo nuestros dos cuerpos juntos. Con la mano libre toma dos paquetes más del estante y los arroja junto al primero. —, todas las que mi amor quiera. Te haré un trono de palomitas azucaradas.

—Oye, tanto no, nos saldrán caries. —me quejo entre risas al ver a que va a por más. Abofeteo su mano bromeando y él juguetonamente me esquiva para agarrar otra bolsa. —¡Oye! —reclamo, intentando arrancarle la bolsa de las manos, pero cuando lo logro él aprovecha que las tengo ocupadas para coger aún más.

—No me reclames —dice inocentemente, lanzando esta nueva tanda junto a las otras —, yo solo cumplo órdenes.

Yo río, dejando la bolsa que le habría arrebatado, y trato de ir al carrito a quitar el exceso de chuches, pero él me retiene a su lado con su fuerte brazo y toma varios paquetes más, sacudiéndolos frente a mis ojos para burlarle un poco.

—Caries y diabetes, genial, has convertido las palomitas en nuestra perdición —exclamo con dramatismo, aún luchando por liberarme de su abrazo de oso.

Una señora mayor que pasa por nuestro lado toma una bolsa de patatas fritar y se va rápido, intentando aguantarse una risa boba.

—Bueno, ya sabes lo que dicen —Ángel proclama, siguiendo su juego de acumular paquetes de palomitas dulces como si fuesen un tesoro. Esta vez, cuando coge uno antes de mandarlo al carrito lo mueve delante de mí para que lo intente atrapar, siempre en vano, y luego me da un golpecito en la cabeza con él como para rematar la burla —: el infierno está hecho de palomitas dulces.

—¿Qué? —digo enarcando las cejas, una carcajada burbujeando en el fondo de mi garganta hace que mi tono serio se descomponga —¡Nadie dice eso!

—Yo lo digo. —afirma Ángel con simpleza, encogiéndose de hombros y soltándome para tirar él del carrito.

Yo lo voy persiguiendo, robándole paquetes de palomitas para devolverlos a su estante hasta que solo nos quedamos con tres y, luego, cuando ambos paseamos tranquilamente en busca de otros alimentos, me doy cuenta de lo cómodo que me siento incluso sin necesidad de que Ángel me agarre de la mano.

Estoy tan contento.

Todo se siente tan bien. Tan normal.

Abrazo a Ángel por detrás mientras está metiendo botellas de agua en el carrito. Él se voltea lleno de sorpresa, pero entonces su rostro se suaviza y me da una sonrisa llena de ternura. Se gira un poco más para abrazarme de vuelta y me da un casto beso en los labios. Un beso que sabe a sol y azúcar, a libertad. A una vida feliz.

—Podríamos ver una película después mientras comemos las palomitas —comento refregando mi cara contra su ropa y apretujándolo antes de dejar ir mi abrazo.

—¿Una de miedo? —pregunta Ángel.

—¡No! —replico y doy un pequeño golpe en su brazo como protesta —Tú ya eres suficiente aterrador, quiero ver algo bonito.

Ángel sonríe inocente y se pone un poco rojo mientras dice:

—Tú eres bonito.


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