Es un buen día. Hace sol y afuera hay muchos jilgueros, su canto me hace sentir menos solo en la iglesia; hoy cuando hacía misa uno de ellos se posó sobre el respaldo de madera de una silla y me acompañó. Sé que no es una persona y que no puede entenderme o rezarle a Dios, pero todas sus creaciones son hermosas y la agradezco revoloteando cerca de mí. Creo que, después de seis meses, ya me ha perdonado, aunque los tiempos son difíciles y paso algo de hambre, sé que el señor ha vuelto a verme como antes solía hacerlo.
Ojalá mi hermana tuviera la misma suerte y se ganase su perdón. Recé por ella anoche, como siempre, pero creo que ya nada puede salvarla.
Nació para sufrir, producto del pecado, como yo, solo que escogió el mal camino y después besó al diablo y bebió de él antes de tratar de visitarle. Me duele pensarlo, pero su estado es su merecido.
Tuvo oportunidades y las desperdició. Vivió rápido, ahora solo le queda morir lentamente; aunque a veces siento que tenerla en esa camilla me chupa a mí también la vida, pero debo cargar con ella porque la amo. Debo amarla.
—¿Tú también tienes hambre, amiguito? —pregunto sonriendo con tristeza.
El pájaro golpea con su afilado pico el pan de mi comida de hoy y aunque estoy francamente hambriento me espero para dar el próximo bocado, no quiero interrumpir a ese pequeño ángel.
El animal hace un amago de picotear el siguiente pedazo, pero una sombra delgada nos cubre a ambos y él escapa grácilmente batiendo sus alas con desenfreno, como cuando huye de los depredadores.
Veo un manto de diminutas aves volar junto a mi compañero alado hacia el pueblo, lejos de mi tan cálida iglesia.
No necesito levantar la vista para saber a quién tengo delante, nadie más que conozca llevaría una gabardina negra y pantalones desgarrados. De todos modos, me sorprendo cuando alzó los ojos y choco con los suyos.
Por un segundo tengo la impresión de estar viendo un espejo; como si él fuera casi una persona real. Casi.
—Hola, padre.
—Oh, hola de nuevo. —sonrió al ver al muchacho. Algo en él sigue alertando mis sentidos, pero estoy seguro de que en el fondo tiene un corazón noble. Así tiene que ser si ha vuelto a la iglesia —Pensé que no te volvería a ver.
—¿Y eso te alegró? —pregunta, socarrón. Yo río, sintiéndome plácido a su lado durante esos instantes.
—No, no. En realidad, estaba preocupado, te fuiste en medio de una tormenta, vestido de ese modo. Caían rayos del cielo, pensaba que uno podría alcanzarte y recé por ti.
—Tranquilo, nada que venga del cielo puede hacerme daño. —habla en un tono sombrío y de nuevo su sonrisa se manifiesta. Yo trago saliva, tratando de no pensar en el sentido real de sus palabras.
Luce como si quisiera desafiar a los cielos. No, como si pudiera realmente.
—Me alegro de que estés bien. No nos hemos presentado, creo.
—Tú crees muchas cosas ¿No es así? Y muchas de ellas falsas.
—Oh, bueno, solo soy un simple mortal, no tengo la verdad.
—Solo tienes una.
—¿Cual?
—La verdad sobre ti mismo. —lo miro extrañado y él frunce el ceño. Siempre lo veo molesto cuando no le comprendo, como si tratase decirme algo realmente importante y yo no fuera capaz de escuchar más que balbuceos. —Da igual, déjalo. ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí. Mi nombre es Lucian.
—Es... es un nombre muy curioso. —respondo con sinceridad. Es un nombre bonito, a decir verdad, pero suena peligroso y algo me hace desconfiar de él; al parecer ese nombre le viene como anillo al dedo.
Él se sienta a mi lado en uno de los escalones de la entrada de la parroquia y el silencio abismal vuelve, sin pájaros cantando esta vez.
—¿Qué te trae aquí de nuevo, Lucian? —la dicción de su nombre entre mis labios se siente extraña, forastera. Me siento alarmado cuando lo llamo por su nombre y me sonríe, casi pienso que me ha mentido, pero ¿qué motivos tendría para hacerlo?
Él escucha mi pregunta y se toma unos segundos para procesarla y reír mientras tira sus cabellos hacia atrás. El sol da de lleno en su cara que, sin las hebras de pelo haciendo de cortina, puedo contemplar mucho mejor.
Tiene una piel nívea salpicada de pecas, unos ojos verdes pero afilados, de pestañas largas cuyo aleteo parece crear un huracán dentro de mí. Algo en él me pone nervioso y no atino a saber qué es.
—Lo mismo que me trajo la primera vez. —dice con simpleza, mirándome y sonriendo más amplio cuando suspiro exhausto.
—Bueno, la otra vez tampoco quisiste decírmelo. Supongo que no te gustan las preguntas.
—Me dan igual, solo que no respondo cuando uno ya sabe la respuesta.
—Pero... —el solo alza el índice para callarme, con la mano libre masajea su sien como si yo le estuviera dando dolor de cabeza.
—No entiendes, aún. Así que cállate ya. —frunzo el ceño ante ese lenguaje. Sé cuándo no le agrado a alguien o cuando uno está intentando ser esquivo conmigo, pero no hay necesidad de ser insolente y menos ofensivo, además este muchacho ha venido derechito a mi ¿Con que derecho me desprecia ahora?
—Cuidado con esa boca, jovencito.
—¿Qué? ¿Me la vas a coser acaso? ¿O tienes algo más pensado para ella? —intento aclarar mi mente, devolverle el candor, pero ese tono y esas palabras no dejan lugar a dudas. Muchas interpretaciones, pero él sabe cuál es la que más me molestará.
—Yo no, pero Dios hará que ardas en el infierno por hablarle así a alguien y espero que eso no pase, no pareces mal chico.
—Las apariencias engañan, tú no parece tan estúpido como para dedicar tu vida Dios y mírate. —se jacta, chasqueando los dientes y examinándome por encima del hombro.
Yo puedo perdonar a mis enemigos y desearles paz en sus días, pero no permitiré tal ofensa a mis creencias. Es prácticamente mi deber defender a mi Señor, no debe ser insultado y menos en la tranquilidad de su hogar.
—No deberías hablar así, creo que necesitas confesarte. Tus faltas de respeto están cruzando un límite.
—¿A sí? ¿Iré al infierno? —pregunta con tono pícaro, sé por la sonrisa traviesa en su rostro y la forma insinuante en que muerde su labio, que no está tomándose esto en serio; pero yo sí.
El destino de tu alma no es algo con lo que se deba jugar. Es más grande que una vida entera y solo pide eso: tu limitada vida al servicio de una eternidad divina.
—Si sigues así es lo más seguro, así que te sugiero que moderes tu carácter.
—Perfecto, espero que haya íncubos allí abajo, me muero por follar. —muerdo mi lengua al escuchar esas palabras.
Mi rostro completamente rojo y el corazón rebotándome en el pecho como una pelota de goma. No estoy acostumbrado a escuchar cosas así, de hecho, es la primera vez que oigo a alguien decir esa palabra (quizá porque la vida ascética es solitaria, quizá porque el pueblo es beato aún sin pretenderlo).
—¡No puedes decir eso! ¡No aquí!
—¿Por qué? Es cierto, me apetecería tanto echar un polvo en el infierno. Y mejor si es con un íncubo que la tenga gr-
—¡No puede ser! Eres... eres... Oh, madre mía... Tienes que confesarte, rápido. Y dejar de pensar en los hombres como algo más que hermanos. Por favor, eres demasiado joven para estar tan corrompido con esa enfermedad asquerosa. —me siento histérico, le tomo de la muñeca con más fuerza de la que debería usar en alguien tan jovencito y lo empujo dentro del edificio.
Tengo que exculpar sus pecados y que hacer que se arrepienta antes de que sea demasiado tarde para su pobre y negra alma. La idea del chico besándose con un hombre entre llamas pecaminosas hace que mis nervios incrementen.
No sé por qué mi imaginación ha decidido representar el pecado que quiero borrar de él, pero sin embargo esa visión ha traído un poco del infierno a mí: el cuerpo me arde. Presupongo que este curioso malestar es causado por su homosexual, pero lo aguantaré unos instantes más si puedo salvarlo.
—¡Eh, suéltame! ¿Qué te importa que sea marica, retrógrado de mierda? —todo esta tan mal en esa oración que la ignoro y beso el rosario que me cuelga de la muñeca mientras miro la escultura de Jesús en la cruz con su corona de espinas.
Me disculpo con la mirada y el corazón, pero los ojos de mármol parecen ver hacia nosotros con una decepción que siempre se quedará grabada en la piedra.
—Tienes que confesarte y dejar de hacer esas cosas. No quiero que la enfermedad te consuma.
—¿Enfermedad? Serás... ¡Cómeme la polla, capullo! —chilla zarandeándose mientras le hago pasar entre los bancos de brillante barniz. Realmente me asusta, parece poseído por la forma en la que se revuelve.
Su amargo ofrecimiento hace que mi rostro arda con solo pensar que mi mente puede crear semejante escena. Me avergüenzo de haber pensado en pensar en ello y sacudo mi cabeza tratando de exorcizar todo pensamiento indecente y ponzoñoso.
—¡Que me sueltes, hijo de puta! —con solo oír esas palabras me paralizo, parece que mi cerebro desconecta y solo funciona mi cuerpo, la parte más peligrosa de mí.
Hijo de... puta. ¿De dónde vienen esas otras voces de chiquillos gritando lo mismo? ¿De dónde salen las risas antiguas ya olvidadas? Hacía tanto tiempo que alguien no decía esas palabras y parece ser que su voz las ha resucitado en un rincón recóndito de mi memoria.
—¡Por Dios, cierra la boca! —grito, alzando una mano por puro instinto.
Dedos finos golpeando mi mejilla con uñas de cristal. Mi puño cerrado, inerte e inútil a un lado de mi cuerpo mientras mis nudillos me imploran por un golpe. La continencia siempre es injusta ¿Merece la pena? ¡Lo hace, lo hace! Tiene que hacerlo... Espera ¿Por qué esas imágenes están ahora en mi cabeza?
Parpadeo, siendo consciente de la situación, y ya no veo mi pasado, solo a un joven que se mantiene estoico incluso cuando mi mano está alzada, dispuesta a abofetearlo. La bajo de inmediato, yo jamás haría algo así. Después recuerdo mis palabras y la alzo de nuevo, esta vez tapando mi boca.
He blasfemado, el nombre de Dios saliendo de unos labios furibundos, incapaces de abrazar su gloria. Ahora soy igual que él.
Me sonríe ¿Acaso no ha estado a punto de ser golpeado por alguien considerablemente más fuerte? Quizá tiene razón, quizá nada celestial puede herirle. Quizá... no, son tonterías. Simplemente es atrevido.
—Cuidado con esa boca, jovencito. —me imita y saca la lengua como un pequeño niño y antes de que pueda replicar se voltea y se va.
Lo hace a paso ligero, pero no huye. Puedo perfectamente detenerlo y después de comprobar segundos atrás mi superioridad física frente a él no debería temer hacerlo; sin embargo, siento que si pongo mi mano sobre él una vez más seré atravesado por un rayo o, peor, por su mirada.
Simplemente lo dejo marchar, sin saber si lo veré de nuevo. Realmente no sé si quiero verlo de nuevo, pero ahora no tengo tiempo de pensar en eso, un asunto más urgente requiere de mi atención: tengo que solucionar mi falta.
Dios me perdonará, yo tal vez nunca lo haga.
Comentarios
Publicar un comentario
Comenta: