Hace algo de viento, las hojas marchitas caen de los árboles y la fragancia otoñal del aire mece mi tristeza. Hoy no estoy en la iglesia; pocas veces visito el jardín trasero, más que nada porque no tengo dinero para mantenerlo y me duele ver la tierra estéril, pero hoy parece el lugar perfecto para mi reposo.
Un lugar de donde puede nacer la vida para alguien que no desea la suya. La tierra húmeda del camino hacia mi paradero cruje a mi espalda. Estoy sorprendido, nadie ronda los alrededores jamás y eso solo puede significar una cosa.
—¿Lucian? —pregunto con incredulidad. Cada vez que nos vemos al parecer la espera para nuestra próxima reunión es más y más larga.
Todo mi mundo tiembla cuando él se acerca, pero cuando me deja lo echo de menos. A veces, pienso, es bueno que alguien cubra el silencio de Dios con palabras reconfortantes o extrañas.
Él no responde a mi llamado, pero se sienta a mi lado en el suelo, inspirando el aire de ese lugar tan puro y libre de la contaminación urbana. Me pregunto si a él no le importará ensuciar su ropa, especialmente porque luce cara a diferencia de mis andrajos que ya poco me duele manchar. Preguntándome esto me doy cuenta de algo: no sé nada de este chico más que los que puedo intuir por su aspecto.
¿Qué edad tendrá? Parece mucho más joven que yo, pero no sé si es siquiera mayor de edad ¿Estudia o trabaja? ¿Tiene familia, pareja, amigos? No sé nada. No sé quién es y sin embargo se ha convertido en alguien importante en mi vida.
—¿Por qué lloras hoy? —pregunta casi con burla.
Abochornado, seco mis lágrimas con el dorso de la mano y suspiro. A estas alturas no debería estar escondiendo mis sentimientos de ese modo con alguien que me ha visto confesar que dejé morir a mi propia madre.
—Mi hermana está peor, ahora el tratamiento me cuesta más porque necesitan más enfermeras. Ah, estoy desesperado...
—Aún te conservas bien, podrías ganar dinero en cualquier esquina. —trato de pensar que establecimiento hay en las esquinas de mi pueblo como para poder solicitar un trabajo ahí, entonces caigo en la cuenta del sentido de sus palabras y lo miro con reproche.
Él simplemente sonríe con diversión y sus ojos viajan por mi cuerpo, perdiéndose bajo la cintura. Por alguna razón siento que sus bromas no son solo eso.
—Yo pagaría.
—¡Lucian! No digas esas cosas. De veras, un día deberías confesarte, te ayudaré.
—No, gracias ¡Que solitario sería el camino de mi vida sin mis pecados!
—Pero entonces ¿Por qué vienes a mi iglesia? Odias la religión al parecer, pero siempre... vienes. —sigue mirándome, en silencio hasta que una carcajada lo rompe.
Después se recuesta contra la pared de ladrillo de detrás nuestro, llena de enredaderas, y me mira sin emitir sonido alguno. Le divierte verme desesperado, maldita sea; pero al menos es sincero.
Pregunta porque quiere saber, ríe con desfachatez, pero sin falsedad. Creo eso me gusta, una transparencia cruel pero arrulladora.
—No te gusta dar respuestas, ¿eh? No pasa nada, a Dios tampoco. Estoy acostumbrado.
—¿Ser misterioso no me hace más atractivo? —pregunta divertido mientras yo debato internamente si ser sincero o no.
¿Qué iba a decirle? ¿Que sí? Que el aura peligrosa y extraña que lo rodeaba repelía a mi espíritu, pero atraía mi carne cual imán. Maldita sea, señor ¿Por qué creas cosas bellas si están envenenadas?
Adán cedería mil manzanas al diablo si su tentación se llamase Lucian.
—Creo que estarías más guapo si te confesaras —bromeo también. Me siento alegre cuando él se carcajea, me gusta hacer felices a los demás.
—No cuela, padre. —él se despereza, despegándose también del muro y entonces arrastra su cuerpo uno metro hacia delante. Se reclina, dispuesto a tumbarse sobre el huerto muerto y después vuelve a erguir el torso —Ah, no quiero mancharme el pelo. —se queja mientras con una mano hundida en el suelo cierra el puño, apretando la tierra mojada.
Entonces se voltea parcialmente y deja su cuerpo caer de nuevo, ahora con su cabeza en mi regazo. Sé que puede notar los músculos de mis piernas tensarse por su acción porque en ese momento y aún con sus ojos cerrados me sonríe con malicia.
—Vaya ¿Y eso? Parecía un león ¿Tienes hambre? —pregunta risueño. Yo me pongo colorado de vergüenza, pensaba que esa demanda de mi estómago vacío no se había escuchado lo suficiente.
—S-Sí, ya sabes, no tengo mucho dinero para las cosas y tengo que pagar lo de mi hermana...- mis palabras salen débiles y mi estómago parece rugir más alto que ellas. Qué bochorno.
—Tienes... ¿O quieres? —pregunta de forma aviesa.
Me sorprendo por la insinuación y cuando miro abajo para reprocharle abre sus ojos de golpe, dejándome sin palabras.
Cuencas de cristal verde escrutando mi alma, con sus cabellos fuego desparramados por mis muslos como si fueran una oleada de llamas abrasadoras. Ese chico lograría hacerme arder en el infierno.
—Ambas, por supuesto. Aunque ojalá otra persona pudiera costear los gastos... Yo no tengo nada apenas, pero el señor me hace compartirlo con mi hermana. —Eso... ¿Ha sonado como un reproche? Maldición ¿Realmente he dicho esto?
—O puede no costearlos nadie. Tan sencillo y barato como desenchufarla.
Es como un balde de agua helada para mí. Su modo de decirlo es tan frío que parece increíble que palabras de hielo sean capaces de salir de los belfos de alguien tan caliente como el infierno. La idea no ha logrado escandalizarme, quizá con eufemismos, pero sí, ha cruzado mi mente más veces de las que me gustaría contar.
—Eso es imposible ¡Va contra la voluntad de Dios! Solo él puede tomar vidas y cometer un pecado tan gr... —me callo de golpe cuando él alza su mano y la plasma contra mi cara sin demasiada delicadeza.
No me ha golpeado, pero ha tapado mi boca como si entre mi dentadura asomaran palabras capaces de hacerlo enfurecer. Cuando ya no estoy luchando por hablar la retira, dejando que sus falanges tengan un último y extraño contacto con mis labios y mi mentón. Es como una suave caricia de las yemas y a la vez se siente eléctrico. Un cosquilleo viaja por mi piel y forma un nudo en mi estómago.
El tacto de sus dedos ha sido liviano como una pluma, pero sus efectos en mí son pesados y parecen arrastrar todas mis células al abismo.
—No es la voluntad de Dios, pero ¿Es tu voluntad?
—¡No! ¡Jamás haría algo así! —muerdo mi lengua con fuerza, lágrimas anegando mis ojos y una sonrisa diabólica distorsionada por ellas.
Él sabe que miento, lo sabe desde antes de que diera siquiera una respuesta.
Tapo mi rostro con ambas manos y lloro entre mis dedos, dejando que lágrimas escurran hacia la tierra muerta; da igual cuanto riegue mi lamento, de ahí jamás va a florecer nada, además la iglesia hace sombra y el sol no llega a esa pequeña parte del jardincito.
Olvidada, triste y seca; me pregunto porque siempre escojo este lugar para mi reposo.
Lucian no borra su visaje malicioso y bello, pero, aunque sus ojos parezcan ver el infierno tras cada forma y deleitarse con las llamas, sus manos me conducen al cielo.
Aparta con suavidad mis muñecas de mi propio rostro y sus dedos pronto sostienen mis mejillas. Empapo sus manos con mis penas y aunque sea un tipo grande, me siento empequeñecer; no soy siquiera capaz de mirarle a los ojos.
No sé si esto es por la vergüenza de deshacerme en lágrimas de nuevo frente a él, que es casi un extraño, o por el dolor de pensar que la vida mi hermana no ha sido jamás un regalo, sino una condena.
—Está bien, está bien... —me calma en un susurro. No sé cómo lo hace, pero su voz suena familiar y extraña al mismo tiempo; más plácida y grave de lo que jamás fue.
Se parece tanto a como yo siempre he imaginado la voz de un ángel que mientras pienso en ella no me doy cuenta que he dejado de llorar.
—Puedes decirlo, aquí solo te escucho yo.
—Dios está en todos lados... —murmuro y pienso, aunque me destroce el corazón, que ojalá él tuviera razón. Me gustaría escapar de su juicio a veces, conocerme sin castigarme por quien soy.
—Pero no aquí...- bisbisea, como si estuviéramos cuchicheando secretos y la voz baja fuera suficiente para escapar de nuestro creador. Baja un poco su mano derecha arrastrando la humedad de mi llanto hasta mi mentón, pero no parece asqueado.
Articula el pulgar, bailando lento sobre mi dermis en un tacto del que no quiero desprenderme jamás. Sus manos son un milagro, tienen que serlo; no tendría sentir que la tentación fuese tan benévola, tan maravillosa.
Pasa su yema por mi belfo y el aliento se me escapa como una cascada. Su piel es mi panacea. Señor ¿Puede ser malo algo que te quita el dolor del corazón? No comprendo.
No sé si le envía Dios o el Diablo, pero ahora se me olvida por completo que ambos existen.
—Puede decirlo, padre.
—Desearía que... que...- las palabras vibran en mis cuerdas vocales y tengo miedo. Con solo pronunciar tal sentencia no me extrañaría que un rayo me fulminara aquí mismo.
Y lo hace.
Levanto la vista y su pupila electriza la mía, un brillo desconocido me observa y recorre todo mi cuerpo como un calambrazo que me despierta y después me deja adormecido, débil y a su merced. Pasa el dedo una segunda vez por mi labio, para devolverlo a mi mejilla, y siento que me roba la vida cuando el roce termina.
No quiero que sus manos calientes dejen nunca de acunar mi rostro y limpiar mis lágrimas; he vivido en pie yo solo, pero siento que si él no me sostiene ahora caeré sin remedio.
—Dilo. Nunca escapes de tus deseos. —acerca su rostro al mío y el cabello rojizo, como lenguas de fuego, lame mi frente; pequeños latigazos de sensaciones ahondan en mi carne por tan banal contacto —Al fin y al cabo... —mi visión está borrosa, él está tan cerca que solo distingo el negro de sus ojos como una oscuridad que me engulle —son más fuertes que tú.
Su aliento está helado, derramándose por mis labios como una promesa de beso; contengo la respiración con el cuerpo inmóvil y la cabeza a punto de estallarme. Sus manos derriten mi piel y su boca la eriza.
Moriré entre brasas y hielo, maldita sea. Mi mente se templa por las sensaciones y mi boca toma las riendas sin dejarme cavilar sobre mis actos.
—Desearía que mi hermana estuviera muerta.
Siento el tiempo pararse; él no reacciona, yo me sorprendo como un espectador ante mi propia confesión.
Mareado por la gravedad de mi pecado caigo adelante y mi rostro de hunde entre su cuello y su hombro. Pequeñas manos me sostienen y un dedo traza círculos en mi espalda como una especie de mantra.
No puedo llorar, ni siquiera sé si quiero. Cierro los ojos, pero sigo escuchando mi voz. Y la suya, sobretodo la suya.
Cuando me restablezco del impacto sigo en el mismo lugar que antes, ahora con el viento rodeando mi cuerpo. Miro a ambos lados sin hallar nada.
En la lejanía unos pasos se escuchan desaparecer lentamente.
Comentarios
Publicar un comentario
Comenta: