5

 Apenas han pasado tres meses después de su última visita, pero sé que ha vuelto. Mi corazón se exalta tronando en mi pecho como un tambor enloquecido. No sé si es emoción o terror.

No le he oído abrir el gran pórtico o deslizarse con su andar gatuno entre los bancos, pero escucho ahora con total claridad pies de pesado calzado ascender por las escaleras. Yo estoy limpiando la mesa tras la ceremonia propia de los domingos, pero mi tarea se detiene con el primer sonido.

—Lucian —suspiro cuando siento la presencia tras de mí; impertérrita y, aunque no la vea, sé que sonriente.

—Yo también me alegro de verle, padre —responde jovial. Coloca una mano en mi hombro y se acerca un paso, dejando que mi sotana reciba la calidez que emana de su cuerpo. —¿Qué tal has estado después de nuestro último encuentro?

Noto el tono en sus palabras y siento que la tela de hace más delgada bajo su agarre.

—Eh... mejor, creo. Estoy más estable económicamente y mi hermana sigue igual.

—No he preguntado por tu dinero o por tu hermana. —dice en tono burlón, como riéndose de la torpeza de un niño que no comprende de que le hablan —He preguntado por ti.

—Pero como esté yo depende de eso... —digo extrañado, torciendo la cabeza; él niega con la suya y rompe el contacto de su mano con mi hombro, después anda lento hasta posicionarse frente a mí.

Sus pasos suaves son ligeros, pero no rápidos, jamás. No tiene prisa y eso no hace más que intrigarme; no sé de dónde viene ni a dónde va después de nuestros encuentros, pero durante ellos el tiempo parece detenerse, es como si no le importase nada más y ni siquiera a mí me toma en serio.

Se sienta sin cavilación sobre la mesa recién limpiada y aunque estoy tentado a reñirle o a explicarle porqué eso es una ofensa, me contengo; sé de antemano que le da igual.

—Tú no eres de los demás, ni siquiera de ese tipo barbudo de allá arriba. Ni siquiera eres tuyo, solo eres de tu carne. —dice sonriendo de forma hambrienta, con una especie de mordacidad extraña pero invisible, en cualquier lugar de entre sus dientes.

Apoya sus manos en la orilla de la mesa y reclina un poco su cuerpo hacia atrás, dejándome ver como su delgada figura se estira. Es como agua, viene silencioso a mi como un goteo discreto, pero puede ser como un tsunami a veces y dejar todo devastado a su paso; además, no me fío ni de cuando gotea sin intenciones aviesas, siento que me erosiona el cerebro con sus pequeñas palabras.

—Soy de mi pensamiento, de mi alma.

—Si tu alma está en tu pensamiento podría abrir tu cabeza y ponerla en una balanza. Es solo carne, ya lo he dicho.

—Ah... como quieras. Todos pensamos diferentes, no te juzgo.

—A mí eso no me preocupa. —pronuncia distraídamente, como si su dicción clara de la segunda palabra hubiera sido casual. Un escalofrío me recorre ¿Cómo dos letras dichas con un fútil énfasis son capaces de hacerme saber que alguien me conoce mejor que yo mismo?

Un silencio demasiado prolongado da rienda suelta a mis pensamientos, pero eso me aterra, así que hablo, aunque no tenga nada que decir.

—¿Has venido hoy para confesarte? —pregunto con cierta ilusión. Aunque sepa que la respuesta será negativa, en mi corazón siempre habría sitio para un poco de fe en un ''sí'' de este muchacho.

—El día que yo me confiese será el que vayas tú a un prostíbulo —una carcajada harmoniosa tras esas palabras chirriantes en la casa de Dios.

Me santiguo, espantado, y no quiero ni imaginar tamaña locura.

—Por favor, yo jamás iría a un lugar así. —digo casi entre risas yo también; ahora que estoy más sosegado esa imagen no me horroriza tanto, sino que resulta tan ridícula que la veo como algo cómico.

—¿No? Pensé que un tipo como tú estaría muriendo por dentro por el cuerpo de alguna mujer y probarlo ¿No te duele el voto de castidad? —pregunta, socarrón; pero por una vez su sonrisa no me intimida y devuelvo el gesto sin miedo alguno.

—Ni lo más mínimo. —sabe que no miento por la firmeza de mis palabras

Me siento poderoso, creo que le he sorprendido; incluso me tomo la libertad de pavonearme, avanzando un paso hacia él. No luce impactado, pero debe estarlo. Él inclina su cuerpo hacia delante de nuevo, haciéndonos quedar extrañamente cerca.

Estoy seguro de que a esta distancia suceden muchas cosas, pero no conversaciones.

Pero no me alejo, es la primera vez que no me ha sorprendido, obligándome a confesar verdades incómodas, así que preferiría disfrutarlo un poco más.

—¿No?

—No. —él estira sus labios, maquinando algo que no sé qué es pero que no me gusta.

—¿Y cómo es eso? ¿Acaso no tienes nada ahí abajo? —pregunta riéndose infantilmente y aunque me ofende un poco, simplemente lo ignoro.

Él es así, no puedo cambiarlo; tampoco querría hacerlo.

—No hay nada en las mujeres que pueda interesarme, solo es eso. A veces pienso que es hacer trampas o algo así, pero el voto de castidad no es nada para mí; de hecho, preferiría no haber visto ninguna mujer desnuda nunca, me desagradan —aclaro mi voz tras hablar, pensando que quizá he sido rudo con las chicas y me siento algo mal por ello en cierto modo.

Las mujeres son obras de Dios y piezas de su arte ¿Por qué a mí me repugnan tanto? Me duele no poder apreciar la obra de mi señor en todo su esplendor, pero mientras vea belleza en cualquier otro lado podré sobrellevarlo. ¿Y qué mejor lugar para lo sublime y hermoso que unos iris esmeralda?

—Alto ahí ¿Entonces has visto a mujeres desnudas? —Sonríe como si en eso hubiera motivo de orgullo y yo asiento penosamente. Ojalá borrar esos recuerdos de mi cabeza, arrancarlos de mi carne y que mi alma los olvide —¿Cómo es eso posible?

No me molesto por la insinuación, simplemente pienso que quizá es buena idea explicárselo. Puedo ser sincero con él; con Dios también, pero la diferencia es que el todopoderoso debo y... hay que admitir que las palabras, sin el peso del deber con ellas, sientan mejor, escapan mejor e incluso suenan mejor, más verdaderas.

—Vi a mi madre, mientras trabajaba. También a algunas compañeras suyas. Yo era un niño, pero entendí que sucedía y desde entonces los cuerpos femeninos me repelen. Una lástima que mi hermana no sintiera esta misma aversión por el sexo... —suspiro ante la idea de una vida en la iglesia llena de amor fraternal, en vez de soledad.

Si ella hubiera decidido venir conmigo las misas no serían tristes y ella no estaría anclada en una cama de hospital. Pero el destino no se puede cambiar, yo ahora solo puedo rezar por ella y, si me queda tiempo, por mí.

—Supongo que es raro que lo considere algo bueno, pero el sexo me asquea.

—Vaya, parece que tenemos algo en común entonces.

—¿Te refieres... —abro los ojos con desmesura, alegrándome por esa buena nueva que me sobreviene ¡Aleluya, aún hay salvación para él!

—Las mujeres me dan repelús. —comenta sacando la lengua en un visaje asqueado y a mí los ojos de me iluminan.

—Que bien, pensé que no había forma de salvarte del infierno, pero si el sexo no te atrae aún hay esperanza. —exclamo acercándome todavía más a él y estrechándolo entre mis brazos.

Su cuerpo se siente inofensivo, menudo y delgado ¿Por qué tiempo atrás me inspiraba tanto respeto?

La respuesta viene sola cuando desliza un dedo por la línea céntrica de mi espalda y ríe grave en mi oreja. No se aleja de mi abrazo y yo estoy estático en él, atrapado en mi posición y mi miedo.

—¿Quién ha hablado de sexo? No me gustan las mujeres, pero ¿Quién las necesita para el sexo habiendo en el mundo hombres como tú? —cómo no, Lucian está metido de lleno en las peores perversiones que mi mente es capaz de concebir.

Es, a los ojos de Dios, un monstruo ¿Por qué a los míos luce como arte?

Trato de apartarme de él con toda mi voluntad, pero el cuerpo no me responde y tampoco se me altera, sus dedos recorriendo mi espalda son la panacea de mis nervios y comienzo a dudar de si lo quiero lejos de mí.

—Que Dios me perdone por seguir queriendo salvarte... —digo con un hilo de voz. Mis tonos oscilan entre el chillido y la ronquera cuando su dedo se desliza hasta mi nuca y sigue acariciando ahí.

Me vuelvo inestable cuando posa sus manos sobre mí; trato de rezar un padre nuestro internamente, pero no solo ha roto mi voz, sino el hilo de mis pensamientos también. No recuerdo mis plegarias, pero jamás olvidaré lo mucho que arden sus caricias.

—No me dirá usted, padre, que no prefiere poner los ojos en el cuerpo de hombre antes que en el de una dama. —asiento con el cuello rígido por mi confesión, intentando convencerme de que no tiene nada de malo. No me gusta mirar mujeres, eso no implica que me gusten los varones.

Siento las articulaciones oxidadas y el cuerpo pesada, moverse es un suplicio y me pregunto cómo hace Lucian para ser grácil como una pluma y viajar por todo mi cuerpo. Acaricia mi pómulo y el efecto de sus dedos está en mis piernas, haciéndolas temblar. Mira mis ojos y se me estruja el corazón.

Respira sobre mis labios y el vientre me arde en una vorágine de deseo y temor.

—Y supongo que también prefiere poner los labios en un hombre ¿No es así?

¿Qué? Mis pupilas se dilatan por sus palabras y no comprendo si es el impacto de su significado o de su verdad lo que me hace permanecer estático. Pero, aunque lo veo ladeando el rostro y aproximando esa galaxia de pecas de su piel, no me aparto ni un milímetro.

Peco al cerrar los ojos porque sé, de algún modo instintivo, que no necesito ver para sentir; entonces noto algo mil veces más arrasador que la fe, más sólido que mi razón y más acogedor que el cielo: un beso. Un simple beso.

Algo pequeño, nimio como el roce de los labios, banal como la piel que choca contra la piel, pero en su insignificancia, más poderoso que la convicción de toda una vida y las creencias de siglos enteros.

Diría que mientras sus labios se mueven sobre los míos en un ritmo que casi puedo escuchar junto al tambor de mi pecho, me olvido de mí mismo, pero eso sería mentir: Mientras nos besamos, es cuando siento me he encontrado.

Las palmas de mis manos pican en el deseo de estrujar su carne y aferrarlo a mi hasta que nuestros cuerpos sean uno. Mi lengua arde de deseos de encontrarse con la suya en una húmeda y prohibida caricia. Mis labios hormiguean pidiendo por más y los suyos se mueven con voracidad y afán, saciándome.

Ahora mismo creo que si abriese los ojos, no vería más que lo mucho que lo quiero seguir besando por siempre; el deseo me ciega.

El deseo... ¡No puede ser! Es solo eso, deseo, carne, tentación ¡Debo huir de ello, salvar mi alma, aunque mi cuerpo llore!

Me alejo lentamente de él, tambaleándome por las escaleras, borracho de la boca de un hombre; mi cuerpo se siente lamentable, los labios hinchados parecen desgarrados por la brusca separación y pulsan contra el aire vacío pidiendo alguien que los arrulle con su aliento.

Limpio mi boca con el dorso de la mano, pero la sensación no desaparece. Necesito más y ahora que he caído en la tentación siento que Dios ya no podrá perdonarme y aún esta gran pena, el dolor no desaparece. Me arrancaran del cielo, arderé en el averno y la salvación por la que llevo luchando toda mi existencia no se me concederá y, aún todo el horror de mis pensamientos, el anhelo de sus labios no puede ser borrado por mi desgracia.

Con los ojos anegados por las lágrimas veo su figura como un borrón en el espacio moverse hacia mí y pasar a mi lado. Se va, se aleja de aquí sin querer tomar más que un muerdo de mi perdición y yo me siento desesperado y alegre por su marcha a partes iguales.

Mi señor ¿Por qué no me advertiste de que el calor de las llamas del infierno no duele, sino que nos hace adictos?

Viene del infierno esta llamarada y hacer arder el sur de mi cuerpo con una intensidad que necesita ser atendida. No comprendo que sucede, pero mi cuerpo actúa solo para sanarse.

Flaqueo y caigo de rodillas frente a la frialdad de una estatua muerta y tenebrosa.

Jesús me mira desde la cruz con sus ojos de mármol y aunque yo aparto la mirada sus pupilas pintadas siguen el camino de mis manos bajo la sotana; juzgan la forma en que mis dedos buscan el calor, la necesidad hecha carne y erguida en busca de atención y clemencia; de un placer que hasta ahora no sabía, pero llevaba años necesitando.

La corona de espinas aprieta su cabeza y gotas de sangre en perpetua caída adornan su rostro; el mío, lastimoso, está perlado de sudor y aprieto mi mano contra la pasión que alza en mi entrepierna.

Un jadeo escapa de mi boca y el eco me tortura, mi voz lujuriosa rebotando en los murales de los santos impresos en la pared y volviendo a mí en forma de reproche. No puedo aguantar más, la mente se me nubla, los ojos se me humedecen y la fe me tortura por lo que estoy haciendo.

Subo y bajo, apenas un movimiento culpable y erótico y siento los ojos de mármol sobre mi ¿No harías tú lo mismo si no tuvieras las manos atravesadas por clavos? ¿Quién podría evitarlo? ¿Quién? Maldita sea...

Muerdo mi labio acallando el grito que pugna por salir y como Jesús, siento la sangre bajar por mi piel; se desliza por la garganta y el pecho, sacudido por violentas y profundas respiraciones. Y más abajo siento escurrirse entre mis dedos algo de mí, más indigno, pero tan cálido y pecaminoso como el carmín que brota de mi labio.

Miro arriba, con sangre en el rostro y semen en mis muslos; Jesús me mira, me mira igual que lo hizo desde el primer día, sus ojos no son diferentes ahora que cuando rezaba; siempre me juzga, siempre me juzgó.

Veinticuatro. Aunque mi hermana esté enferma y hace un par de horas me hayan llamado para comunicarme su empeoramiento, ahora mi debería estar llorando por Dios, no por ella, ni por mí, ni por nadie más. Veinticinco. No debería dudar de Dios, de su omnipresencia u omnipotencia, de su bondad y del esmero con el que me dio esta vida por la que luchar. Veintiséis. Debo arrepentirme por caer en las garras del demonio y disfrutar del tacto de sus dedos, porque quien pensó esas cosas antes era mi cuerpo, no mi espíritu. Veintisiete. Y si mi cuerpo peca, él lo pagara bajo la mano justiciera de mi alma, porque mi señor ya ha hecho suficiente. Veintiocho. Lo siento Dios. Veintinueve. Lo siento. Treinta. Quiero sentirlo, de veras.

El flagelo cae al suelo junto a un goteo intermitente. Mármol inexpresivo me observa con la frialdad de lo que jamás estuvo vivo; mañana tendré que limpiar de nuevo, salpicaduras de sangre lo llenan todo y marcan mi camino como un rastro.

La piel cuelga hecha jirones desde mi espalda y aunque las heridas duelen y siento el corazón a punto de reventar, sé que un beso podría calmar toda esa furia divina. Y me pregunto ¿Señor, es acaso él más fuerte que tú?

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