9

 Ya me da igual lo que suceda en mi vida, creo incluso la muerte se me hace deseable y no solo eso, sino que también se me sugiere cercana. Doy lástima, tirado en el suelo de la iglesia, hecho un ovillo entre polvorientos escombros con la sotana roída y empapada en lágrimas; la voz hecha añicos, delirando por si el llanto no es capaz de expresar por completo mi dolor.

Pero ¿En qué estoy pensando? Las palabras jamás lo harían tampoco; del mismo modo en que las palabras no pueden consolarme.

Y Jesucristo sigue en su cruz de mármol, casi parece cómodo, mirándome con hastío y abulia. Ojos de mármol, malditos ojos de mármol. Ya no puedo ver en ellos una sola mirada, es verlos y la náusea por el material me invade cual espíritu maligno poseyendo mi cuerpo.

¿Qué más da? En menos de medio año habrán hecho la estatua añicos y, quién sabe, quizá pongan un centro comercial y el sitio de Jesús lo ocupe un maniquí. Tampoco habría demasiada diferencia.

Ignoro sus pasos, ahora ya siento que ni su presencia puede hacerme ver una luz en la tremenda oscuridad en la que estoy metido.

—¿Qué haces, uh? —pregunta él parándose frente a mí. Sus pies embutidos en botas relucientes burlándose frente a mi rostro y su torso levemente inclinado hacia abajo para observar mejor mi miserable posición fetal.

—Llorar por que ya no me queda nada más que hacer. Adelante, ríete si quieres. —le invito mientras dejo caer mi cabeza de nuevo contra el suelo obviando el golpe y mirando de forma distraída como mis lágrimas se meten entre las baldosas.

—Oh, no necesito permiso para ello. —afirma exhalando una leve risilla antes de sentarse de piernas cruzadas justo frente a mí.

Verlo, ahora después de casi medio año, me tortura. Los recuerdos, junto a los anhelos, queman mi piel y mi alma; además se ve tan bien, aseado, arreglado y profundamente atractivo de una forma en que solo son atractivas las cosas que uno no puede tener, como lo letal y lo efímero. Mierda, está tan hermoso que con solo pensar en compararlo con mi penoso estado rompo a llorar de nuevo.

—Y dime ¿Qué es lo que te hace llorar hoy? —pregunta mientras estira su mano para acariciar mi cabeza como si fuese un cachorro.

No lo hace para consolarme, lo noto en la falta de lástima de sus ojos, sin embargo, tampoco está siendo irónico; solo parece actuar por instinto.

—Lo mismo de siempre, solo que elevado al cubo. —digo mientras cierro los ojos y trato de disfrutar de sus yemas sobre mi cuero cabelludo. Sé que tengo el pelo sucio y repugnante, pero mientras a él no le importé yo intentaré no pensar en ello.

—Entonces... ¿Hermana, iglesia y hambre? —dice con una sonrisa amplia pintada en sus labios. Maldición ¿Por qué no me molesta?

Tan... tan contradictorio.

—Y dinero, no te olvides del dinero. —añado con amargura, pero tan pronto me escucha se echa a reír.

—El dinero es la madre de esas tres —dice entre risas—, no hace falta que me lo digas, padre. —lo miro intrigado, hacía mucho que no me llamaba así y aunque antes deseaba con toda mi alma recibir ese nombre honorífico, ahora me siento incómodo con él ¿Lo sabrá acaso Lucian?

Debo dejar de pensar de forma tan paranoica. Quizá todo es coincidencia, azar; incluso yo, incluso nosotros.

—Venga, desahógate. —me insta dando un par de palmadas amistosas en mi hombro. Modera muchísimo la fuerza e intuyo que debe haberse percatado de mi delgadez, más preocupante que la de la última vez que nos vimos.

Ahora mis ojos parecen flotar sobre mis cuencas y las mejillas están tan hundidas que proyectan sombras fantasmales. El resto de mi cuerpo hace tiempo que no lo veo, evito hacerlo y por ello lo escondo bajo muchas capas de ropa, sin embargo, la visión eventual de mi cara es inevitable.

—Es gracioso, incluso parece que vaya a confesarme o algo así, y eso que llevo meses pidiéndote que te confieses.

—Pues sí que es gracioso. Al parecer sí estás ganando algo, el sentido del humor. —declara con sarcasmo, dedicándome una falsa sonrisa dulce. Por algún motivo hasta tengo ganas de acompañarlo en su ulterior carcajada.

—Entonces, ¿quieres que te cuente? —él asiente de forma serena y sincera.

Jamás sabré por qué se interesa así por mí; no obstante, lo agradezco cada día.

—Vuelvo a estar endeudado como el que más con lo de mi hermana, ella se pone progresivamente peor y el precio del tratamiento aumenta más y más; y para colmo me van a quitar la iglesia y con ello mi sustento económico. Vendrán dentro de un par de meses a sacarme a rastras de aquí y dejarme tirado en la calle como un perro viejo. Un par de meses más y a mi hermana le harán lo mismo.

—No suena como una reunión familiar demasiado agradable. —dice él mientras sigue con sus dedos enredados en mi cabello; dándole sosiego a mi cuerpo y enturbiando mi alma con sus palabras y, sobretodo, con las que arranca de mí.

—No sé qué voy a hacer... —insisto en mis penas, mirándolo desde abajo como si de un ángel salvador se tratase; y en cierto modo realmente deseo que me ayude a salir de este pozo.

—Entonces averígualo. Tú eres el único que va a hacer algo por ti.

—¿Y tú qué? Me vienes a ver y me escuchas, haces algo por mí. La gente no es tan mala, tú no lo eres al menos.

—¿Yo? —pregunta señalándose con el dedo. La respuesta es obvia y por ello estalla en carcajadas. Segundos antes parece perplejo y eso me impacta a mí también, más reflexiono un poco y por la exageración de su visaje sé que simplemente finge sorpresa —¿Y quién te dice que esto no lo hago por mí?

—Pero... ¿Qué sacas tú de esto?

—A ti. Te saco a ti. —dice risueño. Voy a objetar algo, sin comprender del todo sus palabras y exigiendo una explicación, pero se me adelanta —Es algo muy obvio, no es culpa mía que seas un pobre ciego de las voluntades primordiales. —de nuevo, palabras confusas me golpean hondo y temo que al pensarlas pesen por su certeza —Padre, nadie hace nada por el otro. Ni siquiera tu amiguito imaginario. —sentencia con una sonrisa malevolente mientras apunta al cielo con el índice.

Sus dientes bruñidos me escaman por su perfección, no parece venido de este mundo y sin embargo deseo que en él permanezca. Malditamente contradictorio.

—Entonces, dime —prosigue, la voz ahora menos honda y atemorizante —, ¿qué vas a hacer?

—No lo sé... mi vida se cae a pedazos... la iglesia, mi hermana...

—Abandona tu vida pues, de todos modos no suena realmente como si fuese tuya.

—No puedo abandonarla, la fe-

—La fe no te da de comer, solo hace que creas que si tienes hambre es por algo más que tu ingenuidad. Padre, usted me dijo que no solo de pan vive el hombre, pero ¿Vive acaso solo de fe?

Su mano se desvanece entre las hebras castañas y aunque su pregunta me ha suscitado un millón más de ellas no le detengo mientras escucho sus pasos alejarse.

Esta vez se ha ido a mitad de trabajo, aunque siento que no pretende dejarlo inacabado, ahora soy yo quien tiene que concluir. Y, al parecer, él tiene fe en que yo escogeré el camino que desea.

Y ¿Sabes qué? Que incluso él tiene más solidez en su banal acierto que yo en lo que creí que eran las bases de mi vida.

¿Qué sucede si sus palabras eran más que eso? ¿Si por cada puñalada que recibía mi ideología, el crimen era que esta siguiera viva? ¿Si aún con la idea de un Dios omnipotente es lícito voltear el rostro porque él jamás posará sus ojos en ti, sin importar cuán fuerte grites por su mirada?

No puedo creerlo, no puedo creer más. Toda mi vida esperando por un paraíso de abundancia y ahora lo único que me queda como compañía y consuelo es a mí mismo, abrazando mis costillas marcadas frente a un pedazo de piedra que juzgué como algo que jamás fue.

Toda mi vida, luchando por nadie; esperando por nada.

—¡Señor, oh señor! —grito horrorizado al levantarme del suelo y mirar la estatua de Jesús. Vislumbro por primera vez el verdadero rostro del señor: fría piedra y el resto son solo interpretaciones mías; mi fe no es más que necesidad de ella.

—¡Cómo has podido! ¡Cómo! ¡Si tan solo no fueras sordo para nosotros! ¡Y aun así nos haces chillar, creas plegarias que no oirás! ¡Eres... eres... eres el que eres, un pedazo de piedra y lo que nosotros queramos tallar en él! ¡Señor, oh señor!

Vocifero exasperado mientras caigo el suelo, las rodillas me tiemblan por la descarga de pensamientos que atraviesan mi carne desde el cerebro y débiles golpean contra la aspereza del mundo bajo mis pies, el mundo en el que vivo, quizá no el único real, pero sí el único que conoceré.

Entierro las uñas en mi cabeza y tiro de mis cabellos, pero es tarde y las ideas recorren mis hemisferios a placer. Sombras oscuras de una verdad sin lengua evocan imágenes de la verdad por doquier y siento el cerebro, ya no anestesiado por un opio ascético, sino tan consciente del mundo, que palpita y duele.

Mi garganta deja escapar el sufrimiento con fuertes golpes de voz. No hay palabras, no son suficiente y nunca lo serán. Este engaño no tiene nombre.

Después respiro hondo y trato de calmarme, acostumbrándome a mi nueva lucidez mental. Me yergo desde el suelo y hecho una última mirada a Jesús en la cruz; entre él y yo hay ahora solo aire, polvo y mi iris irritado, he llorado todas mis ensoñaciones.

—Si no estás conmigo en mis momentos difíciles, lidiaré solo con ellos. Señor, mi fe es inmensa, pero tengo más ganas de vivir que se creer ahora mismo.

Por primera vez los pasos que resuenan por la iglesia, indicando una marcha larga y quizá eterna, son los míos. Y suenan demasiado bien.

Comentarios