Capítulo 11: ¿Final?

 La noche antes del gran encuentro, de la gran revelación del aquelarre homicida, el Centro de investigación hizo acopio de todas las armas y protecciones posibles con tal de armar hasta los dientes a los tres recién llegados. Ludolf se negó a portar arma alguna, entendió esa necesidad como una muestra de debilidad y por ello se ofendió cuando los humanos creyeron conveniente que llevara algún as en la manga.

Jay usó su copiosa experiencia en el campo de batalla contra lo sobrehumano como excusa para dirigir parte de su armamento hacia Leo, quien era el más desfavorecido de los tres. Evacuaron con antelación la gran mayoría del edificio puesto que líder así lo ordenó a petición de Jay, y aunque obligó hasta a los empleados más experimentados y destacados a marcharse para no sufrir peligro alguno, él, con sus muchos años a la espalda y su viejuna cara seria, decidió exponerse a la muerte: Se quedó allí.

En el centro había nacido y allí moriría si era necesario dijo. Adería hasta los cimientos con aquel lugar si se daba el caso y no se arrepentía de ello, había dedicado su vida a proteger el lugar y ahora que el tiempo le había ganado la carrera y que la edad superaba sus posibilidades, creyó que morir con honor sería lo mínimo.

Jay y Ludolf aseguraron que protegerían el lugar e intentarían mantenerlo a él a salvo bajo cualquier circunstancia. Ya tenían planeado un ataque violento y voraz, nada más ver a uno de esos individuos aparecer por la puerta principal se avalanzarían sobre él sin apiadarse ni un poco, cosa que Ludolf sabía hacer muy bien: ya tenía práctica en eso de no sentir compasión.

Leo y Jay llevaban ambos chalecos antibalas que seguramente resistirían el impacto de fuertes ataques de hechicería. No es que no tuvieran métodos de defensa contra seres sobrenaturales sino que estos se basaban usualmente en las debilidades de dichos seres y, al parecer, los brujos y hechiceros no tenían ninguna aversión tal como la de los licántropos a la plata o el acónito; por tanto era preferible una defensa enfocada a evitar los daños por ataques físicos que  destinada a repeler al enemigo.

Ambos tenían en los nudillos anillos pequeños con piedras moradas incrustadas en ellos. No eran piezas de joyería hermosas ni mucho menos, más bien eran aros de plata escasa mal formados que cumplían más la función de retener las joyas y aferrarse al dedo, que la de ser estéticos o agradables a la vista. Por suerte aquellas piedras estaban encantadas por brujos de otros clanes y tenían un efecto muy curioso: servían para destruir cualquier especie de campo de defensa generado por la magia así como si fueran de cristal, así que eso les aseguraba que ellos estarían en igualdad de condiciones con sus oponentes, es decir, en una casi total indefensión recíproca.

Jay y Leo llevaban botas militares que aunque podían crear ampollas en sus pies por la dureza del material les asegurarían unas patadas rompedoras capazes de aturdir al enemigo durante el tiempo suficiente como para recomponerse o escapar de una situación desventajosa; y por si fuera poco, dentro del calzado Jay llevaba uno y Leo dos: cuchillos de diente de licántropo recién afilados, tan duros y fino como una hoja de diamante.

Además de ese armamento de emergencias ambos tenían una pistola especial cargada con balas de veneno también hechizadas; estaban pues preparadas para atravesar campos de fuerza generados por los mejores magos y una vez penetraran en el cuerpo del enemigo o simplemente lograran herirlo, lo impregnarían con un veneno de acción lenta que tardaba días en matar al objetivo pero lo hacía caer en un profundo coma al instante. El tema del veneno era útil por si Leo tenía mala puntería y no lograba dar en los puntos vitales de los villanos, pero la idea inicial era matarlos de un solo balazo.

Jay tenía solo diez balas, Leo veinte. No eran números que les aportaran una gran seguridad, pero era realmente difícil conseguir ese tipo de proyectil.

Como toque final, a Leo se le había proveído de un tarro de veneno líquido colgado del cuello ( y su pertinente antídoto, en caso de que fuera usado en su contra) y una navaja minúscula aferrada a su cinturón (era de muy corto alcance y no tenía nada de especial, así que solo debía usarla en situaciones de emergencia).

Marcos dijo que aunque aquella fuera a ser una noche de destrucción siempre habría tiempo para el arte, el acto de creación más puro, más propio del alma humana. Por eso había decidido tomar una pluma y un tintero y encerrarse en la gran biblioteca, la sala central de todo el gran edificio.

Los demás quedaron distribuidos en las zonas que residían entre la puerta principal y el portón de la biblioteca donde ahora se hallaba el líder del lugar, escribiendo sus memorias seguramente.

- Yo me quedaré delante de la puerta, soy el único que podría resistir un ataque de frente, humanos débiles- sentenció el vampiro con un toque de superioridad- Tú-dijo señalando a Leo, irás al fondo de todo, si yo no puedo protegerte lo hará Jay, pero quédate siempre en la posición más alejada, eres el más débil, chiquillo- aún la burla del vampiro, asintió sin rechistar. Sabía que tenía razón.

Jay también estaba de acuerdo con esa organización, era honesta y además no quería que Leo sufriera riesgos.

- Dentro de unas horas oscurecerá, tenemos algo de tiempo hasta entonces.- dijo tímidamente el chico.

- Id a hacer lo que queráis de mientras, yo me quedaré vigilando por precaución. E id por turnos, cuantos más nos quedemos aquí por si acaso, mejor- Ambos asintieron comprendiendo la paranoia del vampiro.

Las brujas tomaban fuerza de la noche pero nada les impedía atacar poco antes del ocaso para aprovechar la ventaja que los proporcionaría el factor sorpresa. Era muy improbable que lo hicieran, pero aún era mejor prevenir que curar.

- Leo, oigo tu maldito corazón como una jodida horda de tamborileros, ves a hacer lo que sea y cálmate, si sigues así de asustado me dará hambre- el chico dio un respingo en el lugar y asintió vigorosamente.

Era cierto, tenía los nervios a flor de piel y mojarse la cara con agua fría para despejarse no le vendría nada mal en ese momento, aunque quizás necesitaba meterse en una maldita bañera llena de hielo para alejarse todos esos fatídicos finales de su imaginación.

Corre hacia el baño con ganas de vomitar, dejando a sus dos hombres solos.

Ludolf le da la espalda a Jay, mirando por el gran ventanal. El cielo está naranja y ocre y el sol parece un extraño medallón de oro. Solo se oye el rumor lejano y cansado del gentío de la ciudad y durante unos instantes hay silencio. Pájaros negros salen huyendo desde un árbol piando asustados, quizás por culpa de una ardilla o algo así, pero el caso es que su repentino despegue rompe la calma como un augurio de que algo malo esta por irrumpir en la escena.

La tensión simplemente inunda el aire y se enreda con los alvéolos cuando penetra en los pulmones de quien la respira, como un hilo fino y eterno que hace sentir sofoco y ahogo en los presentes.

Jay, sin embargo, avanzó provocando que el sonido de sus zapatos contra el suelo impoluto revelara sus acciones, haciendo que el vampiro volteara de nuevo casi preparado para un enfrentamiento poco oportuno.

- Te odio. Y tu a mi.

- Dime algo que no sepa, jodido enclenque humano- rugió Ludolf apoyándose contra el marco de la ventana en una posición ahora más relajada.

- Ser educado. Pero ese no es el caso.

-Entonces desembucha, no tengo todo el tiempo del mundo y menos para una escoria mortal como tu- El aludido frunció el ceño pero la opción de discutir en ese mismo instante era, aunque tentadora, inviable.

- Lo que quiero decir es que si hay algo que yo y tu, maldita sanguijuela sin corazón, tenemos en común, es que queremos a Leo vivo.

- Mira, por fin dices algo con sentido, jodido saco de mierda humana.

Ambos habían avanzado un paso y, por instinto, estaban reclinados hacia adelante, provocando que sus frentes chocaran como si se tratara de una pelea de animales con cornamenta.

- Quiero que prometamos algo, los dos. - murmuró Jay tragándose el orgullo y evitando las ofensivas del vampiro.- Esta noche, cuando todo suceda, quizás alguien morirá. Yo prometo dar la vida para salvar la de Leo.

- Yo ya me prometí eso hace mucho tiempo.

- Bien entonces.

Afortunadamente Leo no había vomitado, pero seguía sintiendo el estómago revuelto y era todo un manojo de nervios. Solo se aclaró la cara con agua helada y así evitó sudar durante un largo rato, odiaba sentirse pegajoso y sucio. Además bebió un poco de agua y su estómago vacío lo agradeció. No quería comer nada pues el ajetreo que se avecinaba haría que hasta una bocanada de aire le sentara mal.

Volvió a su puesto y se percató de que tanto su jefe como su novio se hallaban extrañamente cerca por lo que solo atinó a pensar que estaban hablando puesto que comenzaban a llevarse bien, cosa que le hizo sentirse gratamente tranquillo durante unos instantes.

Ve a Jay marcharse al baño también y suspiró preguntándose si él también estará tan nervioso, pero todos sus pensamiento se desvanecen cuando siente los brazos de Ludolf, fríos y enormes como durísimos bloques de hielo tallados con maestría, rodearle desde detrás.

Recibe un tierno beso en la mejilla y cierra los ojos respirando el aroma mentolado del vampiro y sintiéndose más sosegado.

- Todo estará bien, mi pequeño.- musita con dulzura en su oído. No esta siendo ácido, ni cruel o amenazante y aunque esos atributos propios de él no hacen que Leo sienta aversión, este agradece que su amante prescinda de ellos en un momento delicado como ese.

- Confío en ti Ludolf, se que me protegerás pero… tengo mucho miedo.

- No lo tengas, te prometo que todo va a salir bien. Moriría por ti.

- Si mueres nada habrá salido bien, ni aunque ganemos- Las tiernas palabras del menor junto a su puchero pueril lo hacen lucir adorable y Ludolf lo besa lentamente.

Lo apoya contra la ventana y toma sus caderas con cuidado, comenzando a besar sus labios poco a poco como si el tiempo no importara y solo sus labios ansiosos fueran lo único real.

Si algo pasa allí afuera la luz entrará por la ventana y Ludolf lo notará y salvará al chico a tiempo, incluso besándolo y con los ojos cerrados es capaz de percibir los cambios de luz más mínimos, así que nada podía salir mal.

Lo besó aún más dulce cuando el chico comenzó a llorar, el sabor salado inundó sus bocas y entonces el beso se rompió lentamente y Leo apoyó la cabecita en el cuello grande de su vampiro, dejando que todos los sentimientos fluyeran sin vergüenza.

- Esta bien. Es normal tener miedo, pero no tienes porqué. Soy un vampiro, tu vampiro, siempre te protegeré de todo- le acarició el pelo, notándolo suspirar y destensarse en sus brazos.

Esa cosa menuda y frágil agrietándose en manos de un vampiro.

Ludolf quiso llorar también, pero no lo hizo. Debía ser fuerte cuando su pequeño humano se desmoronara, ser su pilar para que jamás se hundiera..

- Ludolf, yo… te am- El vampiro solo lo miró sonriendo mientras su dedo índice cortaba la palabra bruscamente.

Deleitoso acarició los labios que había interrumpido y sonrió con colmillos y cariño.

- No, ahora no. Ya te lo dije: No me digas eso con prisas. Cuando todo acabe podremos decírnoslo. Sin miedo.

Las lágrimas dejaron de brotar y en sus ojos avellana su sustituto fue un brillo azucarado lleno de una esperanza que añoraba, pero se apagó cuando el telón de sus párpados bajó, dejando una imagen de negrura para dar paso a un beso que pintaría tal abismo con todos los colores.

Jay regresó a la escena con la cara brillante y algunos cabellos húmedos y apartó la vista cuando pudo ver aquel tierno y lento beso que se rompió con rapidez una vez los ojos del vampiro notaron la caída del sol.

Comenzaba a oscurecer y aquel proceso estaba sucediendo tan rápido que en pocos minutos necesitarían abastecerse de las luces artificiales de las calles para ver algo más allá de sus narices.

- No tengas miedo- murmuró el vampiro en la oreja de su chico antes de darle un beso de pico en los labios.

Este asiente mordiéndose los recién besados belfos y regresa a su puesto, al fondo del pasillo.

Una alfombra roja marca el camino desde la puerta principal hasta la biblioteca. Leo y Ludolf esperan postrados al lado derecho y Jay al izquierdo, en caso de que los enemigos entren, los intrusos no tendrán oportunidad de atacar de frente sino que recibirán ofensivas laterales para las que no deberían estar preparados.

La oscuridad se cierne sobre toda la ciudad como un manto ominoso de ceguera y, con ella, viene también una quietud perturbadora. El silencio es poco tranquilizador, hay algo inusual en su vacío. No se oyen siquiera los pasos lejanos de un transeúnte nocturno, la música distante de los locales o el sonido de grillo, cigarras en su defecto.

Ludolf percibe algo extraño, una especie de presencia que no sabe identificar. La sensación dura un segundo, pero aunque siente la amenaza no logra comprender. Es como una gran masa de algo sin vida, pero no oye ni ve nada, piensa en un fantasma.

Y entonces todo pasa en solo milésimas de segundo.

Ludolf se lanza audaz a por sus compañeros y tomando a Leo y Jay en sus brazos los avienta a la pared más lejana de la entrada, lanzándose a cubierto con ellos y mientras esto sucede una enorme bola de fuego, parecida a una réplica en miniatura del sol, revienta la puerta con un estruendo y parece volar por el pasillo con la velocidad de la luz hasta estallar en un sonoro golpe una vez alcanza la biblioteca.

Las llamas lamen el interior de la sala y comienzan a propagarse por el lugar convirtiéndolo todo en cenizas desde el corazón del establecimiento.

Leo y Jay vuelven sus ojos hasta el lugar contemplando los libros y mobiliario carbonizado y se temen lo peor. Sin embargo Ludolf avanza hacia la salida, encarando al enemigo, sin voltearse: él ya ha olido la carne quemada.

Los tres acaban saliendo a la calle a toda prisa y contemplan la llegada del aquelarre que parte desde el horizonte.

Una línea de cinco brujas y cinco brujos colocados de forma simultánea se aproxima, con sus vestimentas místicas y oscuras, sus capuchas, sus pieles llenas de cicatrices en forma de runas y sus bolsillos llenos de objetos mortíferos. Y, al fondo, está la que parece ser aquella que lo dirige todo, alejada del resto y en una posición totalmente segura, lista para espectar la batalla.

Una vez ambos bandos están suficientemente cerca quien lidera el grupo encapuchado da un par de pasos atrás, se cruza de brazos y sisea algo que los demás parecen entender. Los diez magos se lanzan de lleno contra el vampiro y este ruge logrando impactar a algunos.

Muchos de los atacantes despliegan cadenas hechas de ese material tan temible para los vampiros y azotan a Ludolf con él logrando causarle heridas mientras otros, con armas de mayor alcance, se sitúan más al margen de la situación y desde sus posiciones lanzan fuego y agua congelada de tal forma que esta se presente cortante.

Las heridas de Ludolf hechas con las cadenas sanan lentamente y ocasionan que la piel de alrededor de ellas se queme, carbonice y reblandezca hasta que se cae como una pústula mojada, pero aún así resiste. Los pequeños cortes hechos con las púas de hielo no hacen gran efecto a primera vista, simplemente millares de cortecitos diminutos que sanan al instante, pero Ludolf se percata de su función; Hacerle perder sangre hasta debilitarlo.

El fuego sí que es un problema y lo evita a toda costa, aunque no puede esquivar ciertas llamaradas y parte de su piel enrojece, calcinada y sensible.

Todos estos ataques tienen el fin de retener al vampiro y causarle la muerte a la larga, pero aún así los hechiceros no cuentan con que Ludolf no está solo y con que los humanos también pueden ser una amenaza.

Leo carga el arma y apunta a la cabeza de lo que parece ser una chica, pero el sonido del arma al recibir la munición la alerta por lo que esta se gira rápidamente y Leo se ve obligado a dispararle al estómago pues su dedo tiembla sobre el gatillo y no tiene tiempo de apuntar a la cabeza.

Aún así algo falla, la chica abre una cantimplora de piel y de ella sale un chorro de agua que controla a voluntad, tanto que lo hace fino como una lámina y duro como el diamante al punto de lograr que la bala quede partida por la mitad antes de llegar a su destino.

El muchacho se sorprende pero pretende disparar de nuevo numerosas veces, convirtiendo el aire en una lluvia de plata que sea incapaz de seccionar.

La chica deja caer el agua al suelo con las runas de las palmas de sus manos sangran y por ello Leo advierte que su poder sobre ese elemento es limitado y lo ha usado sin contenerse.

Cuando apunta de nuevo y el cañón del arma se enfoca en el cráneo encapuchado ve un chorro de sangre salir de sus manos  y se extraña, aunque todo cobra sentido cuando se percata de que la bruja ha vuelto a usar sus poderes sobre el agua una última vez.

Su pistola cae al suelo manchada de sangre y sus dedos se despliegan como un abanico en sus manos, ya no puede cerrar el puño. El corte es profundo y abarca la mitad de su mano, ha cortado los tendones que le permiten articular sus dedos, así que no le queda otra que luchar con la zurda.

Se sorprende a si mismo al no esbozar siquiera una mueca de dolor, quizás la adrenalina es el parche de sus heridas, pero sabe que más tarde las consecuencias de estas le golpearan.

El arma ha caído entre los dos oponentes y ambos saben que si él la consigue la maga no dispone de ningún tipo de posibilidad de defenderse o atacar a distancia.

Leo entonces salta hacia el suelo como si fuera azambullirse en una piscina de cemento y pretende alcanzar la pistola cuando la chica se adelanta sus movimientos, avanzando a zancadas y formando una barrera protectora en su pie derecho, la qual es tan resistente que hace que cuando ella pisa el arma esta reviente en cientos de pedazos, un par de los cuales logran cortar superficialmente el rostro de Leo.

Se enjuga la sangre con el dorso de la mano buena y ahora se encuentra cara a cara con su oponente, quien sin más dilación crea otro campo de fuerza entorno a su mano para golpear a Leo de lleno en el rostro.

Actúa rápido defendiéndose del ataque contrario, alza su puño izquierdo contra el de la chica y el anillo, al mínimo contacto con el campo protector, lo desmenuza de tal forma que un impacto divergente los hace caer al suelo a ambos.

Leo aprovecha la oportunidad para sacar uno de sus cuchillos de la bota izquierda y aunque no es muy hábil con esa mano lo lanza a la faz de su enemiga y da de lleno.

El filo brilla en el aire y se precipita hacia la negrura que oculta la capucha. Un golpe suena húmedo y conciso a la vez y el puñal se adentra en la oscuridad oculta bajo la tela, logrando hacer que la capucha revele un rostro dulce y muy femenino, ahora deformado por el hecho de que la punta del cuchillo ha reventado su globo ocular.

Alguien grita con agonía, un chillido viril pero a su vez joven y enérgico. Un hombre alto y delgado arranca el cuchillo del ojo de la mujercita y se lanza contra el exhausto Leo, pero antes de que lo alcance se oye un tiro en el aire y su rostro marcado por la furia revienta en mil pedazos de carne y sangre que salpican la cara del muchachito y tras la lluvia de venas, huesos pulverizados y pólvora el arma de Jay hecha humo y este le guiña un ojo.

Leo está en malas condiciones, su mano sangra copiosamente y por eso Jay le cubre mientras este se tumba en el suelo, ahora sí, llorando de puro dolor mientras sus ojos buscan a Ludolf con preocupación.

Jay está ya sin balas y su puñal se halla hecho trocitos muy lejos del lugar producto de una intensa pelea con un hombre barbudo que ahora se les acerca a toda prisa.

Leo le cede su munición a Jay y este dispara con una total precisión, pero a pesar de ello las balas acaban cayendo al suelo como polvo negro, arden y se consumen sorpresivamente antes de tocar a ese sujeto.

El hombre corre aún más deprisa y Jay se niega a tomar el puñal sobrante de Leo, quiere que lo conserve por si necesita defenderse más adelante.

Chillando como un puerco furioso el hombre se prende en llamas a si mismo y sonrié extendiendo los brazos, como queriendo abrazar a Jay.

Este acua aceptando ese abrazo y cuando ya siente el calor abrasador arranca del cuello de Leo el colgante lleno de veneno y cuando el sujeto grita proclamando victoria al sentir el hedor de la carne quemada de Jay, este alza al brazo calcinado y revienta el cristal que retiene la mortífera sustancia contra los dientes del hombre, causando que se desplome y que el fuego que los envuelve a ambos se extinga.

Jay cae al suelo echando humo y aunque ha estado apenas segundos entre las llamas toda su piel está roja y sus brazos y parte de su torso presentan quemaduras graves que requieren de asistencia urgente.

Ludolf por su parte está atareado con un número más elevado de contrincantes.

Afortunadamente uno de sus enemigos se acerca demasiado a él y le consigue interceptar rápido. Solo dos tienen cadenas, que son lo que más lo deja indispuesto en ese momento, y uno de ellos es su nuevo rehén, al que tiene entre sus brazos y comienza a apretar con fuerza.

Una vez ha atrapado a la encapuchada que resulta ser una mujercita joven, menuda y pelinegra, los demás detienen sus ataques por el miedo a herir a su compañera.

Ella se revuelve en sus brazo y aún las ansias de matarla Ludolf se resiste, puede usarla como escudo y aprovechar dicha ventaja para acabar con los demás tranquilamente, pero algo falla.

Tan pronto como el olor de la sangre de Leo inunda sus fosas nasales se inunda en rabia y arranca de un mordisco el cuello de la joven, haciendo que sus ojos se pongan en blanco y la cabeza cuelgue de lo que queda de cuello por tendones sangrientos y venas elásticas que ha reventado.

Los otros magos despistados se disponen a atacar también, pero Ludolf ha aprovechado al momento de despiste y cuando el otro poseedor de la cadena la alza para golpearle, Ludolf, con la boca chorreante de sangre, agarra un extremo de esta, hiriéndose y lo rodea velozmente.

Con esto consigue que el muchacho quede rodeado por la cadena a altura de la cintura y cuando el chico suelta el otro extremo del arma para liberarse, Ludolf se hace con él sin reparar en el dolor que está sintiendo a causa de dicho contacto.

Con los brazos inmovilizados, atados contra los costados, el joven hechicero es incapaz de atacar y Ludolf lo mata rápido. No necesita darle una muerte digna, solo efectiva, así que toma los extremos de las cadenas con fuerza y tira a ambos lados apretando tanto el agarre que el hombre se parte por la mitad con un grito desgarrador y un sonido húmedo de carne rebosante. Sus tripas caen al suelo y las vísceras húmedas se amontonan, los dos trozos del chico se vacían de sangre y órganos una vez afloja las cadenas y pretende atacar a los demás.

Quedan pues, a parte de la líder, tres brujas y dos brujos.

Uno de los brujos es el que más le preocupa, es capaz de dominar el don del fuego y por lo tanto es el único con mínimas posibilidades de realmente acabar con su vida. Los demás son solo molestias que, en conjunto, suponen un peligro para su integridad física pero no para su vida. Además es como si se hubiera deshecho de parte del grupo pues el otro chico y una chica de las tres están juntos formando un enorme campo de fuerza con tal de proteger sus penosos y aterrorizados pescuezos. Supone que ya huelen la derrota y pretenden rendirse, pero eso no les hará merecedores de la vida, así que planea matarlos al final, pero antes que ellos van las dos chicas que siguen luchando, ahora lanzan pequeñas dagas o levantan grandes nubes de polvo que se mueven a su antojo, a una velocidad tan grande que convierten los pequeños granos de arena y piedrecitas en cuchillas a mil por hora.

El objetivo del vampiro se remangó, mostrando la piel de sus brazos totalmente cicatrizada, llena de centenares de runas grabadas en la piel a cuchillo o a fuego.

Supo entonces que debía ser él el que había logrado reventar las puertas del edificio con su tamaño podero, pero no temió, ni cien magos eran un rival digno para él.

Ludolf usa su velocidad sobrehumana apareciendo tras el hombre de las mil cicatrices y, cuando este eleva sus brazos con tal de iniciar un fuego protector a su alrededor, Ludolf lo toma de las muñecas con fuerza, partiendo la articulación con numerosos crujidos secos e hincando las uñas en las muñecas para que la pérdida de sangre le hiciera perder poder.

Sin más dilación suelta sus brazos empujándolo al suelo y cuando su frente golpea contra el asfalto generando una brecha sobre la ceja el vampiro no se lo piensa dos veces y su bota aplasta el cráneo rapado.

Sesos, carne, hueso y mucha sangre reventados contra el suelo, formando una enorme mancha irregular con forma de estrella. El cerebro triturado brilla con la sangre roja y los huesos no se diferencian bien del cartílago, aunque un ojo intacto y salido de la cuenca sí es reconocible, inyectado en sangre, seco y hundido levemente.

Las otras dos brujas detuvieron su ataque en seco una vez Ludolf voletó a verlas con el rostro salpicado de sangre y los labios rojos como cerezas. Se relamió y con su mano húmeda de ese néctar vital peinó sus rebeldes cabellos hacia atrás en un gesto tan mortal como atrayente.

Podía oler su miedo y supo que no se atreverían a atacar de cerca, así que sería fácil acabar con ellas.

Ludolf se agacha frente al cadáver descabezado que acaba de aniquilar y sus oponentes le miran intrigados desde lejos. Rebusca en sus bolsillos y bingo, ha encontrado un par de cuchillos pequeños seguramente recubiertos de veneno en sus hojas.

Su velocidad es insuperable y sus agudizados sentidos le permiten una genial precisión que nadie podrá igualar jamás, así que acaba con ellas en menos de dos segundos. Simplemente se voltea y arroja las filosas armas dando de lleno en el corazón de ambas muchachas. Los cuchillos arrojadizos deben, supuestamente, clavarse allí donde atinan, pero Ludolf es además tan poderosamente fuerte que les atraviesa el pecho en una sangrienta explosión.

Caen al suelo muertas antes siquiera de comprender qué sucede.

- No tengo tiempo para vosotros dos, imbéciles…- farfulla mirando a los dos sujetos que tratan, a toda costa, de protegerse mediante la barrera engendrada grácias a sus poderes.

Leo y Jay están gravemente heridos así que Ludolf se aproxima a ellos comprobando que nada serio puede sucederles y al percibir que sus frecuencias cardíacas no descienden, indicando una muerte inminente, sino que se mantienen, actua.

Besa a Leo en los labios, ‘’Ya casi está, te protegeré’’ murmura antes de tomar su arma y marcharse.

Sencillamente acaba con los dos restantes de dos disparos consecutivos que rompen sus protecciones y, por lo tanto, solo queda el líder de todo eso.

No se voltea a ver a su chico, debe protegerlo y cumplir su promesa antes que nada.

Extrañamente ve algo en los brazos de esa criatura, sangre cayendo a chorros y figuras trazadas en su carne y advierte, por la juventud de sus pupilos, que quien está al mando ha usado runas para potenciar la fortaleza de sus discípulos en vano, sin poder evitar sus muertes y debilitándose a si misma.

Ahora, ante sus ojos rojos como el mismísimo infierno se hallaba aquella escuálida figura que, cubierta por un manto negro como el mismo abismo, apenas se podía mantener en pie y sus lánguidas piernas se tambaleaban con inestabilidad haciéndole flaquear febrilmente como un venado recién nacido.

Sería tan fácil, un paso al frente y un mordisco y todo acabaría, la líder y ahora única integrante con vida del aquelarre perecería bajo sus colmillos y vengaría a los inocentes muertos del centro de investigación y, lo más importante, se aseguraría de que sus camaradas estuvieran a salvo. No se giró, para evitar inoportunas y arriesgadas distracciones, a mirar a su pequeño amor y a su ferviente enemigo y a su vez aliado a sus espaldas, sabía que estaban heridos y podía olerlo en el ambiente, la sangre chorreaba desde sus cuerpos e inundaba sus fosas nasales alarmándolo, despertando la bestia homicida en él.

Dio un paso al frente y sonrió con grandes colmillos relamiéndose por el inminente y conocido sabor dulce de la victoria y la muerte del enemigo y, en ese preciso instante, en vez de atacar o suplicar por su vida, el líder de todo aquel matadero alzó sus manos hacia su atuendo y sujetando entre sus huesudos dedos la tela de su capucha la retiró de su rostro con pasmosa rapidez.

Helada, la sangre de las venas de Ludolf se heló y pareció romperse dentro de estas cortando el vaso sanguíneo con afilada precisión. Tanto dolor en su cuerpo por contemplar semejante imagen delante de él no podía ser real.

Lo que sus omnipotentes e inequívocos ojos veían no podía ser real.

El rostro del enemigo parecía ser ahora el mismo rostro de la dulzura que le confortó en sus años humanos, el mismo rostro que vio descomponerse entre las llamas y amó tanto que su muerte le marcó y le convirtió en un ser roto y herido.

En su versión más deformada, corrupta, ominosa y pútrida por el odio y el rencor que había estado consumiéndola todos esos años, allí estaba.

Su madre.

De nuevo ante sus ojos, como un sombra oscurecida y demoníaca de lo que una vez fue para él Como una antítesis de si misma.

Y aunque era obvio que había sobrevivido a aquella noche fatídica siglos atrás y, poco a poco, había ido curándose y conservándose, Ludolf podía jurar que todo lo que su madre había sido una vez, a diferencia de su cuerpo y su poder, había muerto entre las llamas de aquel evento tras el que él dejó morir su cuerpo a manos de un desconocido, pero avivó su alma de guerrero.

El impacto de tal imagen le hizo vacilar y retrocedió un paso, asustado de ser él quien matara a su madre, él, que revivió su muerte mil veces culpándose por no haberla podido salvar ¿Y si ahora podía rectificar y limpiar también su alma, salvarla del todo y devolver a la vida a la angelical mujer que fue?

De nuevo, al aroma de la sangre de Leo le hizo dar un paso adelante con extrema convicción sabiendo que no había tiempo para dudar pues al menor descuido eso podía costarle la vida a ese pequeño.

Desgraciadamente el instante de distracción de  Ludolf sirvió para que su madre metiera la mano bajo la oscura sotana y alzara el brazo violentamente, soltando a través de él una hilera de espinas largas y delgadas pero afiladísimas como pequeños puñales que cortaban al aire a gran velocidad.

Por suerte al vampiro no le costó un gran trabajo esquivar el ataque, aunque las puntas rozaron un poco su brazo derecho haciendo pequeños cortes que no le preocuparon.

- Has fallado- siseó triunfal acercándose hasta aprisionar el cuello de su madre entre sus manos de largas uñas, clavándoselas en la piel, reventándole venas y arterias y haciendo salir a chorreones una sangre espesa y maloliente.

Los huesos de su cuello crujieron aproximándose más a la muerte. Ahora sus pies y piernas yacían sobre el suelo como los de una muñeca de trapo sin fuerza y la piel lucía entumecida y putrefacta.

Ojos inyectados en sangre y enloquecidos, resaltados por negras ojeras y un cutis lleno de suciedad y pústulas, lo miraron no con pena o arrepentimiento, sino con demencia y jactancia.

- Y has fallado como madre y como hechicera bondadosa. Eres un fracaso- susurro con furia apretando un poco más, escuchando como el corazón comenzaba a aminorar su marcha y a palpitar con la fuerza de una pelota deshinchada que lentamente deja de botar sobre el suelo.

Sorpresivamente ella le sonrió con dientes torcidos amarillentos y recubiertos por una saliva espesa, negruzca, burbujeando y viscosa recubierta con labios cortados y sangrantes.

- En mi ataque no he fallado- un intento de risa hizo vibrar su garganta, pero Ludolf enfureció con un chasquido partió el cuello dejándolo en una posición inverosímil.

Con un ruido blando el cadáver de su madre golpeó el suelo y por primera vez desde que era humano Ludolf sintió arcadas.

A su espalda el llanto lastimero de Jay lo alarmó, no era de dolor, balbuceaba bendiciones.

Giró su cabeza rápidamente y entonces si que contempló una imagen tan horrenda que borró todas la anteriores, arrasando su mente hasta dejarla en blanco unos segundos.

Se inclinó y la sangre salió de su boca como una cascada ¿Desde cuando un vampiro podía vomitar?

Corrió hasta la escena ahogándose con sus sollozos y deseando morir y cuando llegó se postró a los pies de él mientras se llevaba las manos a la cabeza negando y tirándose del pelo.

- ¡NO! ¡NO! ¡Lo siento! ¡Oh por dios lo siento, lo siento, lo siento! ¡Dios, por favor!- clamó alzando las manos al cielo y sintiéndose tan miserable que quiso no haber nacido jamás.

Si no hubiera evitado aquel ataque de su madre y hubiera recibido esas puñaladas precisas y filosas en vez de esquivarlas dejando que siguieran su trayecto a sus espaldas, si solo hubiera tomado la muerte frente a él en vez de eludirla ahora Leo no se hallaría en el suelo agonizando y sangrando por cada agujero de piel y atravesado por las mortíferas espinas.

El cuello, el pecho, el estómago, la pierna derecha y el costado. Las heridas estaban situadas en lugares demasiado peligrosos como para salvarlo, era demasiado tarde, ni su sangre funcionaría y ambos lo sabían.

Leo se estaba muriendo y había llegado al punto de no retorno donde su situación era insalvable.

- Lo siento, por Dios, lo siento… Te necesito tanto, por favor, lo siento, debería haber sido yo… No puedo, no puedo…- Se sintió tan indefenso en manos del destino y tan inútil.

Él era el fracasado, por segunda vez en su vida lo perdía todo sin poder hacer nada al respeto más que ver morir a sus seres queridos. Débil e inútil.

- Está bi...en- la voz de Leo sonaba tan dulce y destruída. Y su tacto era tan frío como el de Ludolf. Le acarició a mejilla temblando por su inminente destino- Prefiero morir a vivir tu muerte- susurró con calidez y le regaló a Ludolf una sonrisa- te…

Sus labios articularon la conocida palabra de tres letras pero jamás llegó a pronunciarla, la muerte cayó sobre él antes de lo que esperaba, no le dejó tiempo para una despedida mejor.

Ludolf no gritó, ya no le quedaban fuerzas para ello. Ya no le quedaba nada más que una existencia vacía, errante y dolorosa.


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