Sus ojos acuosos se cerraban por el efecto deslumbrante del fuego y por la irritación de las cenizas mientras recorría la casa de madera a pasos agigantados pateando las brasas ardientes y los escombros buscando a alguien, al menos a uno a quien salvar.
Los gritos agónicos suplicando por sus vidas se entremezclaban en su cabeza y le hacían dejar de sentir el dolor de su brazo roto o de su pierna quemada, sustituyéndolo con el ardor de ver a su familia entera morir abrasada entre las llamas del propio hogar.
Sus pies de botas de piel ya churrascadas resbalaron con un charco en el suelo, pensando que era vino Ludolf lo ignoró hasta que al posar su pie de nuevo algo blando se hundió bajo la suela y vio entre las llamas una manita pequeña y fina, retorcida y negra, carcomida por las llamas y llena de sangre que resbalaba por el suelo desde debajo de la biga que ocultaba pesadamente el resto del cuerpo.
- ¡Till!- chilló con su poderosa voz masculina y viril, que a causa del fuego y el pesar se tornó aguda y desigual mientras sus musculosos brazos levantaba la madera ardiente que le quemó las manos dejando un rojo latente en lugar de su piel nívea.- ¡Till! ¡Till!- chilló un par de veces más entre toses mientras veía borroso el cadáver al descubierto de su hermanito de apenas cinco años bajo la viga de madera que había levantado con la esperanza de salvarlo.
Sin pensarlo dos veces y sin avergonzarse por llorar a mares, tomó del suelo los restos malolientes, aplastados y quemados de su pequeño hermano con la esperanza de que quizás, y solo quizás, aún no fuese demasiado tarde, pero el pequeño cuerpo apenas se sostenía en una sola pieza y, en sus brazos, se fue desmenuzando como una cerilla.
Sus sollozos hacían que su pecho vibrase con angustia, pero los gases de la combustión llenaba sus pulmones de veneno haciéndole el respirar una tarea dificultosa.
De entre las agudas voces que clamaban por ayuda la más grave se apagó y distinguió un mórbido último suspiro de entre los labios de Roun.
- ¡Padre, padre por favor!- clamó tras escuchar cómo su voz se apagaba mientras las otras dos interferían con lamentos más angustiosos e intensos.
En el suelo, ante la entrada, vio la figura alta y de pie de su amada madre y su corazón dio un vuelco al contemplar que entre sus finos y gráciles brazos llevaba a la pequeña Vicky sana y salva.
Su camisón blanco se había quedado reducido a prácticamente nada, mostrando una desnudez llena de heridas y quemaduras dolorosas que se clavaron en el corazón de Ludolf al ver a su pobre madre tan demacrada, sabiendo que ella también había podido conocer el fatal destino de su hijo y su marido.
Fuera de la casa los gritos del pueblo seguían clamando el nombre de su madre, Rosa, mientras la llamaban bruja, demonio, sucia, escoria y pagana.
Las antorchas y tridentes de la furiosa masa de pueblerinos se veían a través de las paredes quemadas que se caían a cachos a medida que eran devoradas por las llamas.
Rosa jamás había hecho daño a nadie y jamás lo haría. Bruja, sí, lo era, pero solo practicaba la magia blanca y con tal de hacer crecer los cultivos más rápido y erradicar las enfermedades de todo el pueblo o de prolongar la vida de los más ancianos del pueblo, los sabios que bebían sus brebajes mágicos creyendo que solo eran sopas.
Ella cuidaba , con su poder, a todo el pueblo, pero lo hacía desde las sombras, donde nadie debía indagar pues, buena o mala, si una persona practicaba cualquier tipo de brujería, el pueblo la condenaba a muerte junto a su família.
Sintió la piel hirviente de su madre contra sus enormes brazos y junto esta las lágrimas de ella y su hermana pequeña y, acogiéndolas a ambas en un abrazo protector, las sacó de la casa derribando la temida y llameante puerta de una sola patada que poco le importó si hacía saltar chispas furiosas sobre él, quemándole.
Y una vez salió de aquel infierno al que una vez había llamado hogar y al que ahora llamaría la tumba de su padre y hermano, vio al pueblo enfurecido acercarse hacia ellos como un amasijo intolerante y lleno de una desmedida e indefendible ira hacia ellos que, con sus pocas fuerzas, caían sobre la tierra húmeda.
Y liderando a la furibunda y estúpida multitud que jamás sabría que aquella mujer a la que condenaban velaba por ellos como un ángel, estaba aquella persona que también los había traicionado revelando el secreto que en confianza la família le había contado, considerándola una más.
- ¡Zorra!- clamó Ludolf al ver a su prometida, vestida con el mismo traje de boda con el que al día siguiente debía jurarle amor y lealtad, señalar a la madre, culpándola de brujería y exponiéndola ante todo el pueblo.- ¡¿Como has podido?!
Y sin poder siquiera alzarse desde el barro que penetraba en sus heridas vio el machete de uno de los pueblerinos caer en el cuello de su amada madre, y el pueblo cantó victoria cuando el cuerpo inerte cayó a los pies de Ludolf y la sangre formó un río hasta la casa donde los demás habían muerto abrasados.
- ¡No!- Con todas sus fuerzas y el corazón partiéndosele dentro del pecho ante la muerte de su família y la traición de su amada y su pueblo, se levantó corriendo con los puños alzados dispuesto a matar por salvar a la pequeña niñita que escapaba de los brazos flácidos de su madre muerta corriendo hasta su hermano que la había salvado de la casa en llamas.
Pero sin que pudiesen alcanzarse, los hermanos fueron separados por las manos de los sucios pueblerinos que tomaron a la niña con tanta fuerza todos a la vez que tirando de ella como un muñeco lograron quebrarla mientras sus brazos se partían y la piel y el hueso se desprendían del resto del cuerpo con violencia como la carne de un cerdo degollado.
Ludolf, hundido en la rabia y el odio tomó una piedra del suelo y lanzándose contra el primer hombre que vio se dispuso a golpearlo hasta hundirle el cráneo y se tiró hacia él dejando que de sus labios saliera un grito de guerra animal, pero algo pasó.
El ruido del tumulto se hizo distante y pronto apareció en un lugar oscuro desde el que se podía ver al gentío ante la casa que parecía una enorme antorcha.
No comprendió cómo se había alejado así del lugar de los hechos y ante la fría y distante visión de la realidad, ante el panorama de su ahora miserable vida, se echó a llorar de rodillas en la tierra fresca mientras se apretaba la cabeza con las manos deseando que estallase para que todo el dolor abandonase su cuerpo como un espíritu libre.
- ¿Quieres vengarlos?- Una voz masculina dura y fría como la suya lo acarició como el viento de la noche, frío e implacable- ¿Quieres ser poderoso y vivir para siempre? ¿Quieres tener sed de sangre y saciarla con los traidores?
- Sí... ¡Sí!- gritó con ansias levantándose de pronto y mirando a todos los lados a la espera de encontrar alguien, pero una risa se burló de su gesto y, gélida, lo calmó.
El gran hombre lleno de hollín y ceniza respiró hondo esperando una respuesta. A sus veinticinco años jamás se había sentido tan impaciente como un crío como ahora mismo lo estaba y, con sus gigantescos músculos y su sorprendente altura de más de un metro con ochenta y cinco, jamás se había sentido tan pequeño y débil.
- ¿Estarías dispuesto a aceptar el no morir jamás, de ninguna de las maneras? ¿La verdadera inmortalidad?
- Sí, me da igual lo que me pidas ¡Quiero el poder para vengarlos!
- Pero debo advertirte, tu sed de sangre te consumirá, quedarás atrapado en este cuerpo sin envejecer y una cosa podrá darte muerte. Solo una.- dijo la voz, mostrando ante las sombras una sonrisa con enormes colmillos y ojos rojos como el fuego.
- ¿Cuál?- preguntó mientras su pelo negro atado en una coleta era deshecho por el ser, dejando que la fiera melena negra de Ludolf cayese por sus hombros y se derramase.
- El fuego, Ludolf, el fuego.- tragó saliva y contuvo sus ganas de llorar, ahora tocaba luchar. Entonces apretó los puños y sus ojos verdes brillaron con convicción.
- Quiero vengarlos, a toda costa- Sentenció.
Los colmillos ahondaron con intencionada profundidad en su cuello, mas no le dolió ni una pizca. Sintió su sangre siendo drenada rápidamente, pero su cuerpo en vez de estar desfalleciendo de debilidad, seguía rígido e imperturbable, manteniéndose en pie por el poder del odio.
Bebió entonces de la sangre de aquel hombre misterioso y, aunque en batalla él había aprendido cómo sabía la sangre de un bandido y la suya propia, aquella le resultó extraña, casi sin sabor alguno, vacía.
- No me verás más, jamás...- murmuró el otro mientras el más humano caía de rodillas al suelo sintiendo que ahora el dolor no era comparado con la muerte.
Porque se moría, estaba muriéndose.
Aunque duró poco por muy angustiante que resultase y después los sentidos le hicieron erigirse de nuevo ante el poderío que había ganado.
- Vampiro- musitó en su oreja- eso es lo que eres.
Desapareció, y esa noche también desapareció un pueblo entero y cuando otros encontraron tal devastadora masacre solo pudieron huir despavoridos imaginando algún temible monstruos escondido en los bosques de la cercanía.
Pero Ludolf ya se había ido lejos, muy lejos.
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