—¡A la mierda todos! ¡A la mierda la estúpida distribución de dormitorios! ¡¿Y tú que miras?! ¡Si tú, a la mierda contigo también!
Decir que Esteban está furioso es quedarse corto. No hay palabras para describir su ira, aunque sí sonidos; un sonido, en concreto, que es rugido. Su lobo, aunque débil, ruge con rabia desde su pecho y el sonido se transforma en gritos e insultos cuando llega a la boca de Esteban. El beta está cargando una maleta por los pasillos del edificio A de la villa universitaria, aunque más que cargarla, la está sosteniendo mientras la golpea contra las puertas y paredes, lleno de ira; no le importa que sea un viernes y sean las ocho de la mañana, si hay alguien durmiendo mejor que se despierte y cierre su boca, sino Esteban tiene algo horrible planeado para ellos que incluye sus nudillos y dientes rotos. Además a él le han despertado a las malditas seis de la mañana para decirle algo que sonaba como una pesadilla: le han echado de su habitación para poner ahí a un tal Jake y le han mandado a otro lugar donde ''estará mejor''. La mujer ha usado textualmente esas palabras y Esteban se pregunta qué clase de estar mejor es ir a un infierno donde satanás es un beta con carácter de sicario.
Dios, cuando la mujer le dijo que compartiría habitación con Marcel lo primero que le dio fue un ataque de risa; después le dio uno de nervios al comprender que no era una broma. Ahora Esteban da grandes zancadas para buscar la habitación de Marcel, pero desea con todo su corazón que por alguna razón cuya explicación le importa un comino, esa habitación haya sido eliminada de la existencia. Quiere que el pasillo se haya tragado su puerta por arte de magia, desgraciadamente si eso ha llegado a suceder, el maldito pasillo la ha escupido de vuelta porque ahora la tiene justo frente a sus ojos.
Levanta su mano y da un par de toques en la puerta con sus nudillos, mucho más flojos que los golpes que lleva dando en paredes y otras puertas a lo largo del pasillo. Maldice porque no le hayan dado aún las estúpidas llaves, si las tuviese entraría por su cuenta, sin tener que verle la cara por obligación a ese estúpido beta. Solo de pensar en él se le oscurece la mirada. Ese chico es tan... tan normal. Solo es un tipo grande con la piel bonita, el cabello café y delgadas gafas delante de unos ojos tan mediocres como su pelo ¿Por qué entonces puede causar huracanes dentro de él?
La puerta se abre, Esteban contiene la respiración, Marcel solo deja que la suya siga fluyendo, pausada; están tan cerca que el aliento mentolado le da de lleno en la cara y tiene que desafiar a sus pulmones para no respirarlo. Marcel lo mira desde detrás de los cristales de las gafas con la seriedad de un científico examinando una placa de Petri. Esteban se siente exactamente así, atrapado en el reflejo de esas gafas, diminuto como un microbio. No le gusta lo omega que ese beta con pintas de alfa le hace sentir. Toma aire profundamente, después da un paso adelante, obligando al beta a retroceder.
—Voy a dejar las cosas claras, beta. —Esteban avanza un paso y escupe la última palabra con rechazo. Sin apartar su mirada azota la puerta detrás de él. —Tú no me caes bien. Yo no te caigo bien. No nos caemos bien, así que vamos a llevar nuestra vida cada uno por su lado. Voy a vivir aquí como si tú no existieses y te sugiero que hagas lo mismo conmigo si no quieres problemas.
Esteban respira hondo, no ve en la cara del otro indicios de desafío, tampoco escucha respuesta alguna, así que da la conversación por zanjada. Aparta su mirada de la de Marcel y camina un paso a la derecha, dispuesto a ir a su habitación. Un brazo se pone en su camino de golpe y él frena. Marcel está apoyando su mano contra la pared, a la altura de la cara del otro y barrándole el paso.
—Aquí él único que estará en problemas vas a ser tú, así que te recomiendo que dejes de hacerte el alfa, beta. —por un instante la voz de Marcel suena diferente, la frialdad se extiende por todas sus palabras sin llegar a la última; el beta escupe esa palabra imitando el tono que antes había usado Esteban.
—Soy. Un. Alfa. —responde el otro, sus puños apretados y la quijada tensa. Antes de que su interlocutor pueda decir nada, empuja el brazo haciéndose paso. —Te lo voy a demostrar...
Marcel se gira, frente a sus ojos solo está la puerta cerrada de un dormitorio, detrás de ella se escucha el sonido metálico del pestillo.
Esteban se siente en la cama, los codos hincados sobre las rodillas y el rostro escondido entre las manos. Suspira largamente, el corazón le bombea demasiado deprisa y sudores fríos bajan por su rostro. No se ve capaz de enfrentar a Marcel de nuevo, no se ve capaz de ser llamado beta de nuevo y no desmoronarse en el intento. Lágrimas acuden a sus ojos, pero se muerde el labio realmente fuerte. Los alfas no lloran y él es un alfa, tiene que serlo; lo contrario sería tan... humillante. De solo pensarlo le hierve la sangre, golpe la almohada una vez; después otra. Sigue golpeando hasta que no puede pensar en nada más. No quiere pensar en nada más.
Termina con los nudillos irritados y el cuerpo cubierto en sudor, no sabe cuanto tiempo lleva lanzando golpes mientras imagina el rostro de Esteban en el lugar de la almohada, pero al menos eso ha logrado calmarle. Rápidamente mete las manos en los bolsillos de sus pantalones y después de su sudadera, palpando hasta dar con su teléfono. Cuando el aparato está en sus manos respira más tranquilo. Lo desbloquea y tratando de no pensar mucho en ello teclea.
<<Damián, ya te explicaré todo, pero ¿Podrías pasarme el número de esa omega tan pesada a la que rechace en tu fiesta de cumpleaños? La rubita, que era más baja que yo ¿Sabes quién digo?>>
Esteban deja su móvil a un lado mientras se tumba en la cama; masajea sus sienes con los dedos y trata de recordar cómo se llamaba esa chica o si realmente era rubia o solo no recuerda bien nada. Al final llega a la conclusión de que tampoco es nada que importe. El móvil vibra sobre las sabanas y lo coge rápido, antes de que el zumbido se detenga.
<<Ahá, sabía que tenía que interesarte alguien algún día. Creo que se llama Laia, no sé, ni siquiera era mi amiga jaja, da igual, te paso el teléfono ahora, creo que sí lo tengo>>
Esteban responde con un agradecimiento seco y pretende lanzar el móvil; no llega a hacerlo, zumba en su mano y ve en pantalla una secuencia de números a los que trata de ponerles cara. Dios, ahora sabe el teléfono de ella, pero es incapaz de recordar sus ojos o sus labios o su nariz. Realmente no se fijó en la chica, no suele fijarse en ningún mega, ni en los que le gustan. Presiona el número que aparece en la pantallita y la llamada se inicia. Suena una vez.
—¿Hola, Esteban? —la voz suena esperanzada al otro lado de la línea. El aludido ríe, ni siquiera sabe cómo esa chica tiene su teléfono.
Tampoco le importa. No le importa esa omega. Nunca le ha importado un omega.
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