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Tomás es un pequeño manojo de nervios.

Está recorriendo el sendero que va desde el jardín trasero de la casa de Desmond hasta el turón donde se alza la de Vlad. El vampiro pasea con las manos embuchadas en los bolsillos y mirando a su alrededor. Él, por su lado, lucha por que sus pies no se entrecrucen y se caiga de morros. Desmond le ha dado un par de zapatitos blancos que parecen de muñeca para que no se ensucie al ir descalzo y aunque lo agradece muchísimo, está aterrado de manchar sus blancas prendas por un error y ser golpeado.

—Mascota —lo llama con la cabeza alzada. Tomás lo mira tragando saliva, pensando en lo peligroso que se ve con su traje negro y los colmillos resaltando sobre toda esa oscuridad. —, para un vampiro su posición social delante de otros líderes es importante. —explica y él comprende que necesita ser discreto y no causar problemas. Sin embargo, Desmond lo deja más claro: —si me dejas en ridículo delante de los demás nos iremos de la reunión y al llegar a casa voy a matarte ¿Entiendes? —el chico asiente sin voz, perturbado por la tranquilidad en la de Desmond. Sabe que su amenaza no es en vano.

El resto del camino es silencioso, un silencio agradable para el vampiro, pero tortuoso para Tomás. Cada paso que escucha suena como un segundero entonando una cuenta regresiva que termina con su muerte. Le cuesta respirar y la casa de Vlad está más y más cerca. Apabullado por todos los pensamientos que está empezando a tener, por todas las posibilidades de que no vea salir al sol más, de que Todd sufra por la enorme mentira en la promesa de que iría verlo, de que el diario de anónimo quede de nuevo a oscuras en un cajón, decide arrimarse al vampiro. Busca algo de cándido en él, le toma de la mano con delicadeza, entrelazando los dedos. Desmond se zafa bruscamente.

—No hagas tonterías. Eres mi bolsa de sangre, no mi noviecito.

El chico solo asiente y baja la cabeza, dolido. Entrelaza sus propios dedos y aprieta fuerte las manos al hallarse ante la entrada de la casa. Otra enorme puerta, más alargada que la de su amo y de color blanco con revestimientos dorados. A pesar del grosor de esta, Tom escucha el chachareo animado de la fiesta en el interior: risas, exclamaciones, saludos emocionados. No suena como un lugar malo, pero está nervioso de todos modos.

Desmond truena sus nudillos contra la puerta y Tom da un pequeño repullo. El vampiro lo ve de reojo, coloca la mano en su espalda y lo empuja. Antes de apartarse Tom puede notar como este acaricia un poco con el pulgar. Baja la cabeza, sonríe como un idiota y murmura un agradecimiento que no sabe ni si se escucha. La puerta se abre lentamente y el chico mira con los ojos abiertos, tan solo moverla un centímetro parece una tarea hercúlea, pero el hombre que lo hace la está empujando con un dedo. Un escalofrío le recorre al posar sus ojos en él, como si su frialdad le puede tocar sin siquiera acercarse.

Es un hombre alto, más que Desmond, con los hombros anchos, la cintura estrecha y una sonrisa de labios pigmentados que destaca en su cara como un profundo corte. No es tan corpulento como su amo, pero aun así es grande y le intimida su rectitud, su forma de elevarse y elevarse como si tratase de poner lo que sea que oculta en su mirada a buen recaudo. Tiene dedos largos y manos poderosas que usa para estrechar las de Desmond y el rostro finísimo, como un modelo. Es tan perfecto que le da mala espina, con su nariz puntiaguda, la boca mezquina, y finas cejas color negro que enmarcan una mirada pequeña y ominosa. El cabello negro como su traje le llega por los hombros y está peinado hacia atrás. Tom se ve obligado a apartar la mirada, algo en él lo hace querer volverse y vomitar. Algo podrido y horrible escondido detrás de esos encantos que parecen sacados de un poema de amor.

—Un nuevo juguetito por lo que veo —dice el hombre con una voz pérfida que hace que Tom piense en serpientes.

—Y uno muy hermoso —le responde Desmond empujando más al chico contra ese hombre extraño —y obediente.

—Es de esperar, fui yo quien te enseñé a domesticar a humanos y te enseñé más que bien.

—Ya sabes que el alumno supera al maestro. —ambos ríen amistosamente antes de que el pelinegro se aparte del umbral.

—Pasa, la fiesta acaba de empezar. —lo invita, Desmond toma su palabra y entra con Tom siguiéndolo encogido en sí mismo.

Siente la mirada de Vlad en la nuca mientras este los escolta hasta el salón principal.

—¿Tú sigues teniendo los humanos de siempre? —pregunta Desmond a medio camino.

—Oh, bueno, se me murieron algunos, tengo que comprarme nuevos. Pero el de siempre sigue ahí.

Tomás traga saliva y su mano se alza involuntariamente, buscando la del vampiro, sin embargo, se contiene, pero ve por el rabillo del ojo que Vlad achica los ojos, fijándose en el amago.

—Oh, un chico resistente. El mío es más delicado. —explica señalando el cuerpo de Tomás, donde las heridas son evidentes.

—Se les endurece a golpe de vara, no seas permisivo. —Vlad replica apuntándolo con el dedo

Desmond ríe y lo aparta juguetonamente.

—Lo sé, aprendí del mejor ¿Recuerdas?

—¿Hablas de mí o de Morien? —le responde el otro con una sonrisa aviesa.

Desmond pierde rápido el buen humor y acelera el paso para adentrarse en la fiesta. Un salón enorme y blanco deslumbra a Tom, quien se pone a correr tanto como puede para alcanzar a su amo. Lo toma de la manga, a lo que este se libera de su pellizco y lo mira por encima del hombro con el ceño fruncido; el pequeño receptor asiente por el mensaje de advertencia y vuelve a cogerse a sí mismo de la mano. Acaricia sus nudillos, queriendo tranquilizarse. El muchacho se choca con la espalda de su amo cuando este se detiene abruptamente y cae al suelo de rodillas. Los vampiros con los que su propietario se ha parado a hablar se ríen, tapándose las bocas rojas y le preguntan maliciosamente:

—¿Es que acaso has cogido uno tontito?

O

—¿Se te ha olvidado como entrenarlos?

Desmond responde haciendo broma con ellos, pero por detrás pisotea una de las manos de Tom y lo mira de reojo con ira. Por ahora no ha dejado a su amo en ridículo, solo a él mismo, pero sabe que está cerca de ponerse en peligro.

—De pie, mascota. —farfulla.

Tom se yergue tan rápido como puede tratando de lucir disciplinado para solucionar su error. Respira entrecortadamente, desearía que alguno de esos vampiros fuese Víctor o Martha, ellos le inspiran confianza, pero los diferentes grupos de personas con los que su comprador habla lucen todos ominosos. Le miran relamiéndose.

El chico intenta alejarse de la conversación de Desmond y los otros vampiros fijándose en el gran salón donde está. Las paredes son blancas y a los lados hay enormes ventanales, un alto trono sobre una tarima en medio, presupone que es para Vlad, y bajo él algo que le pone los pelos de punta. Hay diversos camareros de ojos rojos y encantadores trajes de mayordomo fluyendo entre la gente con bandejas donde llevan copas llenas de lo que parece vino. Cuando el contenido se termina van a rellenar las copas justo a los pies del trono. Se agachan, recogen ese líquido color cereza y siguen patrullando. Su rostro no cambia en ningún momento de su recorrido. El de Tom se contorsiona de horror al ver a los pies del trono a un muchacho encadenado, casi desnudo y con los brazos abiertos para proporcionar bebida a los invitados. Aparta los ojos creyendo que gritará de horror. Después lo mira de nuevo y su idea inicial de que el chico es un sacrificio desaparece: tiene el cuerpo lleno de cortes, cicatrices y zurcidos. No es la primera vez que hace eso.

<<Posiblemente tampoco la última>>

Traga saliva, ahora que lo ha visto no puede dejar de mirarlo. Quiere apartar los ojos, no ver ni un segundo más ese cabello blanco como la nieve y ese cuerpo delgado, como huesos recubiertos por una sábana rajada por todos lados, pero no se siente capaz. Siente que, si deja de mirarlo, morirá. Se le anegan los ojos, pero llorar ahora sería como pedir a gritos un castigo, así que solo aparta la mirada, sintiéndose asqueroso. Un traidor que da la espalda a quienes sufren, pero ¿acaso tiene otra opción? Desvía la vista. A la derecha una mujer levanta a una niña desvanecida por el pelo señalando ante un atento público que la vitorea horribles laceraciones de sus genitales. A la izquierda cinco hombres sostienen a un chico que le recuerda a él y lo muerden varias veces cada uno mientras lo toquetean indiscretamente. Dirige la vista al suelo con el corazón en un puño y manda al diablo las advertencias de su amo: se aproxima a él y lo coge por el brazo, acurrucándose en busca de protección.

—¿Qué mierda te pasa? —pregunta bruscamente, interrumpiendo su animada conversación.

El chico quiere responder, pero su corazón enloquece. La niña mutilada, el chico obligado a cortarse las venas, el banquete de sangre. Su estómago se revuelve, lleva una mano a la boca para no vomitar y siente rostro frío y sudoroso, la vista borrosa, los vellos de punta. No puede respirar. Se lleva las manos al cuello, las imágenes lo ahorcan. El corazón late con tal fuerza que siente que romperá sus costillas. Otra arcada, ahora es el corazón lo que le sube por el cuello.

—Me parece que le va a dar algo. —comenta una mujer con coleta y cejas delgadas. Da un trago a su copa y ríe.

Desmond solo suspira y chasquea los dedos, llamando a uno de los camareros que parece teletransportarse justo delante suyo. Este hace una reverencia y entonces el semi puro habla:

—Trae algo de alcohol, lo más fuerte que tengas, el estúpido humano está nervioso.

—¿Es su primera reunión? —pregunta señalando al chico que respira con la tráquea silbándole. Desmond asiente. —Vodka entonces, un par de tragos deberían dejarlo relajado para que usted pueda usarlo mejor, señor.

—Trae ocho entonces.

El camarero alza las cejas y con una risilla asiente y se va.


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