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—Alcánzame la leche. —dice el tipo sin demasiada emoción, limpiando sus lentes con la orilla de su camiseta.

El cartón de leche es dejado en el mármol delante de él, cuando va agradecer solo se halla con una sombra huidiza y el sonido de pasos apresurados atravesando el comedor. Se asoma a la sala, comprobando que Esteban va a desayunar en su habitación, lugar donde se ha estado encerrando desde que dejó claras un par de cosas sobre qué era Esteban y qué le gustaba.

Marcel mira la leche y saca un bol, el cual llena de cereales. Tamborilea con los dedos sobre el tazón un momento, dejando que el sonido tintineante llene en el ambiente y acompañe su dilema. Puede verter la leche en el tazón, desayunar e ir a buscar a Lucas con normalidad para un nuevo día de clase o puede dejar la leche de vuelta en la nevera y comerse a Caperucita, como si fuese un lobo. Marcel es un beta, no siente los instintos de los alfas u omegas, pero no lo considera una traba, él ama la caza y disfrutar de una buena presa, así que no tener constantes impulsos nublándole el juicio hacen que pueda moderarse más en su persecución, ser más sutil. Lo correcto es decir que juega con sus presas. El beta agarra el cartón de leche y lo deja en el refrigerador sin hesitación alguna. Por el camino toma algo del cajón que usa para sus pertenencias y, sin mirarlo, lo guarda en el bolsillo trasero de su pantalón.

Del mismo modo no duda un solo segundo mientras toma el pomo de la puerta de Esteban y entra en su habitación. El chico frunce el ceño, mirándolo desde la cama con una ira palpable. Aun así, cuando el beta da un paso, él se encoge sobre sí mismo y se aplasta contra el cabecero, tensándose.

—¿Qué? —espeta el chico, acercando más a él su tazón de leche con cereales. No quiere sentir a Marcel cerca, diría que es porque le odia, pero quizá es porque le gusta demasiado; está tan confuso que no se decide entre ambas razones y a veces solo piensa que son ambas.

—¿Vas a seguir fingiendo que no existo? —pregunta el más alto, recolocándose las gafas en un gesto frío y cerrando la puerta tras él.

Esteban desvía la mirada y se encoge de hombros.

—Solo mientras sigas existiendo, después no tendré que fingir. —dice, rematando su tono socarrón con una risa nerviosa. Su sonrisa se esfuma cuando el tipo se acerca más, rozando el borde de la cama con las rodillas.

El beta traga saliva, nervioso, y deja el bol de cereales en la mesita de noche al lado de la cama para erguirse un poco más y toser incómodamente.

—¿Y entonces seguirás fingiendo odiar todo lo que te gusta y todo lo que eres? —pregunta Marcel, subiendo una de sus manos por su camisa. Al llegar al cuello lo ajusta, remarcando su impresionante envergadura. Después su mano baja sutilmente y los dedos juguetean con el primer botón mientras mira fijamente a Esteban.

Él más pequeño se ve obligado a apartar la mirada cuando el beta se lame los labios con descaro, pero sin ser obsceno. Puede advertir como la aguda punta delinea y humedece los belfos, trazando una sonrisa ladeada muy pequeña al llegar a la comisura. Sabe que Marcel no sonríe por cualquier razón y le asusta pensar en lo que planea.

—¿Qué? ¿No dirás nada? ¿Te ha comido la lengua el beta? —pregunta, su sonrisa presente en sus labios, su presencia inundando la habitación sin necesidad de feromonas. Solo su voz gruesa y la intensidad de esa mirada café con suficientes para que parezca que no hay ahí espacio para los dos.

Y quizá no lo hay, por eso ambos sienten que lo correcto es pegar sus cuerpos hasta que la piel solo conozca la piel y no la libertad. Aún esa sensación, ambos se quedan respectivamente en sus sitios.

—No sé de qué hablas, solo lárgate. —masculla el pequeño entre dientes, mirando a una esquina de la habitación como si fuese sumamente interesante. Todos menos mirar a los ojos de Esteban y ver en ellos más de lo que su cara podría expresar nunca.

—Cuando hablamos el otro día, después de lo de las duchas, pensé que sería suficiente para que te aceptases a ti mismo. Sigues negando quien eres y qué te gusta, así que creo que quizá te hace falta una dosis de realidad. —Esteban se estremece cuando el tono suena susurrante y extraño hacia el final de la frase.

No comprende a qué se refiere el beta —y créeme, no desea comprenderlo—, pero si algo sabe es que esos días ha tenido más realidad de la que puede soportar, tanta que no ha podido huir de ella ni encerrándose en su habitación. Si Esteban tuviese que resumir sus horas desde la charla con Marcel tras el incidente de los vestidores —más que incidente, intento de abuso sexual, pero no le gusta pensar en esos términos, lo hace todo más real— lo haría con solo dos verbos: llorar y masturbarse; no siempre en ese orden y no siempre por separado. Sí, las cosas han sido raras para él, su cuerpo ha empezado a recordar y reproducir la forma en que el beta lo dominó como si se tratase de una cinta rebobinarle y cada vez que todo empezaba sucedían dos cosas. La primera es que se sentía caliente como el infierno pensando en ser domado, tratado como un asqueroso omega o un beta sin fuerza o poder alguno. La segunda es que se sentía repugnante por no desear actuar como un alfa y, en el fondo, por no ser uno.

—No hay nada que hablar sobre eso. Yo no debería ser un beta, lo soy, pero no es correcto. Y desde luego, aunque mi cuerpo esté confuso a veces, no me gusta ser tratado como un sumiso. Quizá no sé quién soy, pero sé qué no soy. —sentencia el hombre, girándose para encarar a su interlocutor.

Le logra mantener la mirada durante largo tiempo, pero sabe que sus ojos no centellean como los del otro, que su voz ha temblado, que su corazón no le ha creído. El de ninguno de los dos en verdad. Esteban se fija, ahora la camisa de Marcel tiene un par botones desatados, dejando al a vista un pecho fuerte y el contorno somero de sus clavículas; traga saliva, tratando de no pensar en cuan deliciosa se ve la piel nívea ensombrecida por los músculos marcados o cubierta por ropa insinuante que deja a su imaginación hacer el trabajo más sucio. La camisa blanca resalta su fuerza, los pantalones negros algo ajustados resaltan otras cosas y la hebilla del cinturón, de un atractivo plateado, incita a dirigir la mirada a zonas prohibidas. Maldición... Esteban se muerde el labio, subiendo de nuevo a sus ojos.

—En una cosa estoy de acuerdo: no estoy aquí para hablar.


Siento haber tardado tanto en actualizar, estoy algo frustrada, últimamente estoy muy exigente y odio todo lo que escribo, incluso he desechado una historia de la que llevaba más de 100 pags  D: Como sea, ya lograré hacer algo mejor...


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