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Gabriel está en su posición con los prismáticos, mira nerviosamente su reloj de muñeca: será media noche en diez minutos. En diez minutos empieza todo.

<<Acaba todo>>

Las manos le tiemblan mientras sostiene los binoculares de nuevo, no hay nada, nadie, pero da otro repaso al lugar. Un árbol que parece un lobo, una tumba que parece un joven arrodillado, una sombra que le recuerda a Nombre y le eriza la piel. Un cementerio y su mente jugándole malas pasadas, pero nada más. Deja caer el aparato colgado a su cuello. Respira hondo: su corazón late fuerte cuando inhala, rebota contra su pecho; exhala, el corazón se siente encerrado, golpea la caja torácica, siente que tiembla. Mira el reloj de nuevo. Menos ocho minutos. Lleva su mano al bolsillo, dos pistolas. Lleva las manos a la cadera, un cinturón forrado de munición. Mira el reloj: menos siete minutos. Lleva su mano al muslo derecho, una estaca ligada a la pierna. Lleva la mano al izquierdo, un táser. Respira, late, se ahoga en sí mismo, tose y respira de nuevo. Mira el reloj: menos seis minutos. Lleva la mano a la bota derecha, una daga. Lleva la mano a la bota izquierda, un cuchillo.

Respira. Mira el reloj: menos cinc...

—¿Listo? —pregunta Román apareciendo a su lado y sobresaltándolo.

Tiene un semblante serio y es que nadie sonríe esta noche. La mano del vampiro está en su hombro derecho, la del silencioso hombre lobo en el izquierdo. El tacto le hace sentir bien, pero le produce un vértigo que le obliga a mirar hacia detrás cuando empieza a andar hacia la tumba y las manos de ambos se deslizan fuera de su piel hasta perder el contacto.

Se siente angustiado, se ahoga, cada paso al frente es una patada a un taburete imaginario y la soga en su cuello aprieta más y más y más. Camina hacia un suicidio, solo que no es el suyo.

La tumba está a ¿Veinte pasos? No, diez, Gabriel juraría que son solo diez y le parece demasiado cerca, demasiado rápido, demasiado pronto.

Como cuando tenía seis años.

Niega con la cabeza. Nueve pasos. Mira a ambos lados, a su derecha está Ángel y a su izquierda Román, ambos miran como hipnotizados la lápida y él no puede sentirse con menos ganas de hacerlo. Quiere mirarle y ver, en la piedra, que han tenido un pequeño error de comprensión lectora y que el nombre tallado sobre el epitafio no es el que buscan.

Pero mira y lo es. Ocho pasos.

Recuerda cuando conoció a Román, cuando este estaba por comérselo y él ansiaba más que nata defenderse y matarlo. Recuerda cuando le pegó un tiro y pensó que había acabado con él, cómo se alegró por ello, como planeó hacer una maldita fiesta en honor a su muerte. Pero ahora piensa en matarlo, en realmente matarlo, y su cuerpo se siente al borde de un abismo.

Está a punto de caer y solo faltan... Siete pasos.

Román avanza un paso más, acelerando el ritmo y Gabriel siente el sudor cayéndole por la sien cuando quedan solos seis pasos. Es demasiado rápido, demasiado cerca.

No puede pensar en nada, está demasiado nervioso. Cinco pasos.

Cuatro.

Mira a Román, no sonríe, él tampoco.

Tres pasos.

Abre la boca y quiere decirle tantas cosas, pero su lengua tropieza con el paladar y ni siquiera tiene valor para balbucear.

Dos.

Cierra los ojos, no quiere verlo, no quiere hacerlo, no quiere.

<<Perderlo.>>

Uno.

No respira, no abre los ojos y no dice nada. Solo escucha como Ángel se desprende rápido de su ropa al transformarse, no queriendo romperla. Le da la impresión de que lo hace demasiado rápido y de que en menos de un parpadeo ya es un enorme lobo. Abre sus ojos deseando ver al chico como un cachorro incapaz de hacer nada, pero no es así. Es gigantesco y con sus gigantes patas escarba en la tierra, en busca del ataúd.

Román le coge más fuerte de la mano, diciéndole que está ahí y Gabriel quiere sollozar. Ese es el problema, está ahí, ahora, y no lo hará después. Román no puede consolarle por su ida antes de marcharse, la dulzura de su consuelo le hará más daño. No hay forma alguna en que pueda hacer nada al respecto. Su dolor, a diferencia del de Román, no tiene cura.

Gabriel mira al vampiro, este no le mira a él. Sabe que no lo hará.

El lobo deja de cavar y mete el morro en el boquete que ha hecho en la tierra, saca entre sus poderosas mandíbulas un ataúd viejo, de madera oscura, y lo deja frente a Gabriel y Román antes de encogerse y volver a ser él mismo. Se viste antes de que el pelo de lobo caiga del todo, mostrando nuevamente las cicatrices.

Vuelve al lado de Gabriel y le da la mano.

—Lo hemos encontrado. —susurra Román y deja ir una risa incrédula. Gabriel no está seguro de si es una feliz o no.

—Que bien... —suspira el cazador, no sin ironía.

—¿Acaso no es esto lo que has buscado toda tu vida? —pregunta Román, estrechando más fuerte su mano.

—Supongo que sí... —responde con desánimo. Nada de lo que diga cambiará el destino de Román, no quiere gastar saliva y lágrimas tratando de impedir lo inevitable, prefiere reservarse las fuerzas en fingir que no quiere llorar.

Román pone una mano en la tapa del ataúd.

<<Lo va a abrir>>, piensa Gabriel con una mezcla de sorpresa y horror. Y es que no sabe por qué una pequeña parte de él aún piensa que el vampiro va a renunciar e irse y que él hará lo mismo. Ambos buscan la misma cosa, pero ambos desean también lo opuesto.

—Cuando me haya ido —empieza Román, tomando una respiración profunda. —, quiero que tengáis vidas felices.

—Lo haremos —le asegura Ángel con semblante serio, poniendo una mano en el hombro de Gabriel.

—Te encargo a mi pequeño y gruñón compañero, amigo, ahora será el tuyo. —broma Román con los ojos brillosos y Ángel asiente mientras Gabriel no es capaz de decir una sola palabra. —Bien, voy a abrirlo.

Gabriel entonces se voltea hacia él con los puños apretados y da un rápido beso en sus labios, uno tímido, pero hermoso. Román lo mira con sorpresa, sonríe enternecido y piensa que es una muy dulce forma de morir.

—Es mi beso de despedida... —susurra el muchacho, mirando hacia otro lado.

Román no dice nada, pero le acaricia la mano con su derecha y después lo suelta para deslizar la tapa del ataúd. Hace un sonido horrible, como un chillido, mientras se mueve y truena al caer al suelo. Revelando el contenido. Gabriel asoma la vista, como los demás, con el estómago revuelto y lo primero que ve es el cadáver de una mujer de la que solo quedan ya huesos y un vestido roído por el tiempo.

Gabriel siente que el mundo se le cae a los pies cuando ve, entre los dedos esqueléticos un vial de sangre.

Rojo, brillante, un tesoro que querría no haber encontrado. Y es que Gabriel preferiría haber encontrado un ataúd vacío, una trampa o los refuerzos de Urobthos arrebatándole delante de sus ojos el antídoto porque prefiere una decepción a perder a Román.

—Existe... —Román susurra, no triste, tampoco feliz, solo incrédulo. —Existe y lo hemos encontrado. —repite tragando saliva.

Gabriel no dice nada, solo le coge de la mano y cierra los ojos. Ángel lo ve luchando por no llorar y pone su mano en el muslo del chico, acariciando. Los tres están conectados por esos breves contactos y Gabriel siente que morirá cuando ese líquido rojo corte su lazo con Román.

El vampiro, curioso y todavía ojiplático, lleva su mano a la tumba, buscando alanzar el vial.

Sus dedos lo tocan, Gabriel siente un escalofrío y ve a Román totalmente paralizado, después él se congela, con los músculos tensos y la certeza de que Ángel también es víctima de esa rigidez extraña. El mundo gira a su alrededor y siente el vértigo de estar cayendo sobre el mismo suelo que pisa, pero a sin llegar nunca a tocar la superficie sólida.

Y conoce esa sensación.

Agarrando fuerte la mano de Román y tomando también la de Ángel grita:

—¡No es la cura, es el portal a... una habitación superpuesta!





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