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Román se siente sobrecogido por el espiral de emociones que está viviendo. La sorpresa, el vértigo, la agridulce mezcla de alegría y tristeza por no haber encontrado la cura y el miedo a qué habrá en esa habitación superpuesta. Gabriel tiene razón, la sensación de mareo, parecida a la de una montaña rusa, es la misma, pero ahora parece más intensa, más dilatada. Como si el camino fuera más largo. Sea lo que sea no le da buena espina así que se esmera por liberarse de la rigidez que le acartona el cuerpo y con sus brazos toma a Gabriel y Ángel, abrazándolos tan fuerte como puede y protegiéndolos con su cuerpo.
La caiga se torna más empinada y siente que van a estrellarse contra un duro suelo. Los tres gritan y cierran los ojos y entonces todo se detiene de golpe. El suelo les golpea las suelas de los zapatos y un mareo enorme viene tan pronto como se va.
Abren los ojos y sienten que el cuerpo se les va del alma.
Ese lugar de ocaso perpetuo, altos edificios grises y tristes y explanadas más allá del horizonte no es una habitación superpuesta, es toda una ciudad superpuesta. Pero no es solo una Barcelona echa de puestas de sol, oscuridad y cenizas lo que llama la atención de Gabriel, Román y Ángel.
Es el ejército de vampiros, enormes lobos alfa y cazadores armados que los rodean lo que los deja paralizados en su lugar.
Y ahí entienden todo: la emboscada siempre estuvo en el cementerio, pero nunca en ese cementerio, sino en este. La bruja no ocultaba la cura, solo la llave hacia la cura.
Román estrecha fuerte a los dos chicos, pero entonces baja la vista cuando nota lo mucho que tiemblan, notando el cañón de una escopeta en la sien de cada uno.
Dos hombres apuntan con el dedo rígido sobre el gatillo, dispuesto a pulsarlo tan rápido que Román no podrá salvarlos.
—¡Esperad! —grita el vampiro, notando la tensión que hace temblar los índices de los hombres. —Esperad, no les matéis. —dice con desespero y su corazón vuelve a latir cuando la presión sobre el gatillo se afloja un poco.
—Entonces entrega el vial de sangre. —pronuncia una voz femenina de fondo.
Una mujer alta y delgada se acerca al vampiro y los dos muchachos que trata de proteger con su cuerpo. Retira la capucha de su cabeza, dejando ver un mullido nido de rizos color cobre y un rostro afilado y sonriente, de ojos rojos y grandes colmillos.
Román siente que ha visto esa mujer antes, sabe que la ha visto, pero su cerebro no logra poner recuerdos en ese rostro de cejas delgadas y puntiagudas, de labios finos y de mirada felina. Siente que la conoce desde hace demasiado tiempo, que debería saber quien es, pero hace tanto tiempo que se perdió en el olvido que se ahoga tratando de recuperar los recuerdos que arrojó.
—¿No sabes quien soy? —pregunta ella, su voz es de cantante, melódica, con tonos tensos que hacen que cada palabra suene como una tecla de piano siendo pulsada, sostenida. Se abre paso entre el ejército de más de cincuenta hombres que rodea a los tres pobres intrusos—Es un placer verte de nuevo, deja que me presente. Soy Margaret, la fundadora de Urobthos. Aunque nos conocemos de antes, yo fui-
—Mi primera víctima. —le corta Román con los ojos totalmente abiertos y los recuerdos invadiéndole la retina.
Su primer recuerdo está borroso, es una casa de madera antigua, una mujer pelirroja, una bruja, diciendo que va a cuidarle, que debe hacerlo por... No recuerda el nombre, no la dejó hablar quizá. El hambre le ensordeció y lo próximo que sabe es que mató a todos en esa casa. O eso creía. Comió sin control, quizá dejando su veneno en el primer bocado que jamás tomó.
—¿Por qué haces esto? —pregunta entonces Román. —Es una especie de venganza, una...
—Sí y no. —responde ella con cierta musicalidad y una sonrisilla traviesa. —Te mantengo vivo por razones personales y puede que una de ellas sea verte sufrir en tu eternidad. Quizá te lo mereces, este es tu infierno, por todos los pecados que cometiste... y yo soy el primero. —Margaret juega con uno de sus rizos, anda en círculos haciendo moverse su larga túnica negra que la hace parecer hecha de aire y mantiene una distancia prudencial. Ella conoce lo aterrador que puede ser Román. —Además, ya me arrebataste la vida una vez, no voy a dejar que lo hagas otra. —ríe cruelmente.
Gabriel traga saliva y se aferra a Román, pero Ángel parece querer salir de entre sus brazos, listo para atacarla incluso si aún tienen las armas quemándoles la piel.
—Ahora, entrega el vial. —ordena ella, señalando el pequeño tubo rojo que Román sostiene en su mano.
Es la única forma de volver a su mundo, la única garantía que tiene de poder huir, pero Gabriel y Ángel... Si trata de usarlo se desvanecerán lentamente, lo suficiente para que disparen a quemarropa, pero Román sabe que si lo entrega estará en problemas peores.
—Román n-
Gabriel intenta hablar, pero Román grita de golpe.
—¡Cállate! No me digas que no lo haga, sabes que no quiero perderte, ni a ti ni a él —susurra eso último de una forma tan íntima y dolida que el chico se estremece, sin más remedio que hacer silencio.
—El vial. —insiste la mujer apoyándose en una cadera y golpeando el suelo con la punta de su zapato.
—Haz que retrocedan... —exige Román con un gruñido.
La mujer rueda los ojos y hace un gesto con la mano, alejando a los dos hombres con escopetas hasta que están a su altura.
—Ahora dámelo.
Román aprieta los dientes, traga su orgullo y lo entrega. Ella se lo arrebata tan rápido de los dedos que apenas puede sentirlo y cuando tiene las manos vacías tiene un mal presentimiento. Se mueve un poco, abrazando más a los chicos hasta que están fuera del alcanza de los dos hombres armados que antes les apuntaban, pero hay decenas más de ellos. Incluso los vampiros van armados.
—Bien —dice marcialmente— alejándose de golpe hasta situarse en medio de sus tropas. —, disparad hasta que los dos compañeros mueran, después capturad al vampiro. —da la orden inexpresivamente, mirando la sangre dentro del frasco.
—¡No! —Román grita desesperado.
Pero el estallido de las armas lo interrumpe y puede ver las balas dirigiéndose hacia ellos, dispuestas a aniquilar lo poco que tiene. Toma a Gabriel y Ángel, dispuesto a cubrirlos, pero el segundo se agacha evitando su agarre y corre hacia el frente, hacia su muerte. Román lo mira aterrado, protegiendo a Gabriel, pero sin tiempo de salvar a uno sin sacrificar al otro y Ángel solo le sonríe antes de gritar:
—¡Cuida de él!
Román quiere arrancarse la piel, salir de sí mismo, dejar de ver como las balas acribillan al chico mientras rasga su ropa y se convierte en lobo. Pero no puede, tiene la vista fija en el pequeño cuerpo que se transforma en uno gigante lleno de heridas y pelaje mojado de sangre. Quizá, ahora que es un lobo, pueda sobrevivir a las heridas, quizá pueda salvarlo.
—¡No, no, Ángel! —grita Gabriel, golpeando a Román con los puños en el pecho y la cara, tratando de salir de sus brazos e ir en busca de su amigo.
Está desquiciado, llorando.
—¡Por favor, no hagas esto por mí, no es lo que quiero! Por favor, no... —solloza, resistiéndose mientras el vampiro lo agarra de nuevo y lo atrae hacia él.
Se zafa un segundo, un segundo que queda al descubierto, y una bala atraviesa su costado. Gabriel cae de rodillas chillando, apretándose el costillar lleno de sangre y aun así tiene una mano alzada hacia el lobo, como si pudiese alcanzarlo. Román lo rodea de nuevo, lo aprieta con todas su fuerzas, asfixiándolo, llorando porque no puede permitirse perder a nadie más.
—Por favor, por favor no vuelvas a hacer eso... —le susurra lastimosamente.
El chico alza el rostro, ve al vampiro flaquear, lleno de sangre y heridas, pero lo más doloroso son sus ojos inundados en lágrimas, la forma en que los labios le tiemblan. Y Gabriel simplemente se rinde, apresado entre sus brazos, y llora por Ángel.
El muchacho sortea algunos ataques y con sus mandíbulas rompe filas enteras en formación, lanzando a vampiros y cazadores por los aires. Margaret lo mira horrorizada, se paraliza un segundo cuando el lobo se pone de lado, mirándola con el ojo que todavía puede ver, y después corre hacia su fino cuerpo dispuesto a hacerlo trizas.
La mujer trata de huir, llamando a los lobos. Desde lejos se oyen gruñidos y las patas veloces tratan de alcanzarlo, pero Ángel es rápido y es más grande que ellos. La vampira se voltea, toma aire antes de correr hasta desaparecer, pero Ángel la alcanza unos segundos antes, mordiendo fuerte su brazo, sacudiendo la cabeza hasta que se lo arranca como si se tratase de una muñeca. El vial todavía sigue preso en la rigidez de sus dedos muertos, así que el lobo corre hacia Román y Gabriel, en línea recta.
Román le mira con los ojos abiertos y la boca desencajada en una mueca de pavor. Entonces recuerda lo que el vampiro le dijo y frena de golpe, esquivando. No debe confiarse, no debe ser predecible. Al frenar cientos de balas que le habrían dado en la cabeza estallan como petardos frente a sus ojos y entonces rodea a quienes disparan, dirigiéndose hacia ellos.
Si no llega a tiempo, los lobos acaban alcanzándole, así que acelera, saltando sobre sus patas traseras. Y todo está bien, porque cuando caiga estará con ellos y podrá llevarlos de vuelta a casa.
Solo que antes de que toque el suelo, estará muerto.
Una bala llega por uno de los laterales, por su punto ciego. Gabriel la ve, Román la ve, Ángel no. Y aunque tratan de advertirle, eso no le hace recuperar la vista. Es demasiado tarde: su ojo se convierte en una explosión de sangre, solo que esta vez no es un bolígrafo, es una bala y posiblemente le arrebatará más que la vista.
El lobo cae al suelo torpemente, sobre los cuerpos de sus amigos, protegiéndolos con el suyo. Emite un gemido agudo y abre la boca, soltando el brazo con el vial. Román lo alcanza antes de que nadie pueda robarlo y lo agarra fuerte mientras se abraza al lomo del lobo y a Gabriel.
Respira, mientras el mundo a su alrededor se cae a pedazos y gira, Ángel respira.
Solo necesita que aguante un poco más, hasta llegar a su mundo, y entonces le dará toda su sangre si es necesario para curarlo.
Caen de nuevo sobre el suelo en un mundo nocturno, silencioso y solitario. Un mundo sin un ejército en su contra.
Román mira entre sus brazos, el pobre cuerpo de Ángel es diminuto y parece, con su frágil desnudez, una flor arrancada. Está lleno de heridas, sangrando, temblando, gimoteando débilmente.
Y Román lo sabe, sabe que se va a morir.
—¡Cúralo, cúralo! —chilla Gabriel con desespero, golpeando a Román para hacerlo reaccionar. Después chilla y cae de lado, llevándose las manos a la herida de bala.
El vampiro se abre la muñeca de un mordisco y la derrama en la boca de Ángel. Apenas puede tragar y aún cuando lo hace, sus heridas se cierran muy, muy despacio.
—L-lo siento, lo he hecho mal... —dice el pequeño lobo, tosiendo sangre e intentando incorporarse.
Román lo empuja cuidadosamente hasta tumbarlo y lo coge de la mano.
—Ha sido genial, ha estado genial, te lo prometo, lo has hecho muy bien. —susurra, sonriéndole.
Gabriel balbucea, lo señala y mira las abyectas heridas, parece que vuelven a abrirse. Se arrastra hacia él, pone una mano en su frente y acaricia su cabello hasta despejarla, después la besa, llorando y sangrando.
—Nos has salvado, Ángel, no has salvado.
—¿Lo he hecho? —pregunta desconcertado, lamiéndose los labios secos y mirándolo con ojos brillosos y olvidadizos.
Gabriel asiente, sollozando y Ángel le sonríe tan feliz, que nadie se lo cree cuando un segundo más tarde su rostro pierde toda expresión, sus ojos pierden el brillo y muere.
Román enjuga las lágrimas de su rostro con el dorso de la mano y aunque quiere tomar el pequeño cuerpo y darle sepultura, sabe que tiene que huir antes de que vengan a por ellos.
—Gabriel, ten-
El chico colapsa en el suelo, junto al lobo y Román, por un momento, cree que está en una pesadilla. Un segundo después los latidos pausado de Gabriel lo tranquilizan, así que lo toma en brazos y huye hacia la casa del chico.
Se dice a sí mismo que no debe mirar atrás, no puede. No puede ver como abandona el cuerpo de Ángel como abandonó el de Leoren en una fosa común, no puede ver como le falla a sus seres queridos otra maldita vez.
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