—Papá, por favor... él es mi pareja... solo intenta conocerle. —ruega Esteban, bajando la cabeza y sonando más chiquitito y asustado que nunca.
El padre suspira de nuevo, como si aquello fuese un calvario y no una cena familia y vuelve a abrir el menú, mirando los platos.
—Como sea. —accede con pocas ganas y no demasiada educación. Pese a ello, el beta da un pequeño saltito de alegría y su cara parece brillar mientras lleva a Marcel hacia sus sitios.
Impasible, el beta con gafas se sienta justo al lado de su suegro y su pareja se sienta al otro lado, próximo a su madre. Hay un largo e incómodo silencio hasta que el camarero pasa a tomar sus pedidos. Marcel se fija en que a pesar de que Esteban ha mirado la carta y se ha puesto muy feliz al ver la ensalada de cangrejo —que, se apunta mentalmente, debe cocinarle algún día para tenerlo así de feliz y lindo—, el padre pide por su hijo y su mujer. Marcel iba a pedir una sopa de entrante, pero pide en su lugar la ensalada que Esteban parecía querer, empezando a sentirse fastidiado por la actitud del padre.
El camarero se aleja después de anotar los pedidos y el aire se siente más pesado. El alfa en la mesa huele terriblemente irritado y la omega apenas desprende aroma, como si estuviese dormida.
—Así que, dime... chico —empieza el padre, sin molestarse a preguntar el nombre del novio de su hijo. —¿Por qué no te buscas a un omega?
Esteban puede sentir las palabras enterrándose profundo en su memoria como un puñal; la apatía con la que su padre habla jamás va a cicatrizar y quizá deba aprender a vivir con ese dolor o morir de él.
—Ya tengo a Esteban. —declara el beta con simpleza.
—Esteban no es un omega. —rebate el padre, fingiendo una impertinente sonrisa que hace a Marcel se sienta orgulloso de que sus labios sean siempre una sincera línea.
—Y yo no necesito a un omega, así que es perfecto.
—Quizá él sí necesita un omega. —cuando dice eso Esteban frunce el ceño, recordando al beta confuso en la cama con una omega que le incitaba más a apartar la vista de ella que a alcanzarla con las manos.
Recuerda al Esteban que su novio una vez fue, esa masa de muchas inseguridades y ni una pizca de personalidad, un coctel de medicamentos y problemas que no se curan con pastillas. Se muerde el labio, no quiere ponerse agresivo, pero las ganas de golpear la mesa con el puño y gritarle a ese hombre que no tiene derecho a llamarse a sí mismo padre son muy grandes y la cuesta contenerse.
—¿Eso lo dices tú o él? —pregunta con sorna el beta. El ambiente se vuelve más tenso y Esteban baja la cabeza, cerrando los ojos; odia ver las arrugas que se le forman a su padre cuando se enfada y grita, parece viejo, como el demonio.
—Lo digo yo, que para eso soy su padre. —sisea cruelmente, mirando con expresión decepcionada como su hijo trata de huir de la situación. Si cierro los ojos... si los cierro fuerte quizá todo sea una pesadilla y cuando me despierte haya acabado. Como cuando era pequeño y me dormía con gritos, despertando en el silencio y las lágrimas.
—Pensé que los padres buscaban lo mejor para sus hijos. —ataca Marcel, Esteban abre los ojos alarmado al escuchar algo tan fuerte viniendo de sus labios. Se voltea hacia él, luce seguro de sí mismo, como siempre, pero no calmado. Bajo la mesa aprieta el puño y sobre esta frunce el ceño y tensa la mandíbula. Jamás lo había visto así.
—Por eso quiero que mi hijo sea un alfa respetable, como su padre y no la puta de cualquiera. Mi hijo no es un omega y si va a comportarse como uno, prefiero no tener un hijo. —ni siquiera parece que al hombre le cueste soltar las palabras, las exhala como el humo de un cigarro: suaves como el aire, tóxicas como el veneno.
A Esteban, sin embargo, le cuesta tragar dichas palabras, se le atoran en la garganta junto al oxígeno cuando trata de respirar y, cuando intenta llamar a su padre, solo salen lágrimas. Todo se disuelve en su llanto, es incapaz de ver nada nítido y se siente avergonzado de estar llorando en medio de un restaurante, con la gente preguntándose el porqué de esa escena y su padre rodando los ojos, fastidiado por el dolor de su hijo.
—Amor... —susurra Marcel, volteándose hacia el beta que solo mira en dirección a su padre con un velo de lágrimas empañándole los ojos. El chico se muerde el labio, sin ser capaz de ver más allá de una figura borrosa, pero, sin lágrimas, sabe que tampoco vería a un padre.
Solo hay sentado delante de él un hombre extraño. Un hombre malvado que en navidades tiraba los juguetes que consideraba poco adecuados y le regalaba unos que hacían que jugar dejase de ser divertido. Un hombre al que la primera vez que acudió con lágrimas en los ojos porque los niños de la escuela le insultaban solo le importó que no hubiese llorado delante de ellos. El mismo hombre que sostenía en sus labios el futuro de Esteban con un ''Sí'' o un ''No'' y que tenía en la punta de la lengua el permiso que debía darle a la madre para dirigirse a su propio hijo. Le dijo que era respeto, Esteban solo sintió frialdad, una frialdad que Marcel parece tener en la mirada, pero que derrite cuando además de los ojos, abre el corazón.
El hombre lo mira con una ceja alzada, como recriminándole que esté llorando. Esteban quiere tirarle su botella de agua de cristal a la cabeza y gritarle que se muera de una vez por todas, pero no puede, lo ve y se paraliza, se siente de nuevo diminuto, como aquel niño que se escondía bajo la cama cuando escuchaba la puerta abrirse porque sabía que su papá iba a gritarle, porque sabía que su papá había encontrado la camiseta rosa que compró a escondidas la semana pasada. Cuando el café de los ojos del alfa lo examina, solo puede sentir su padre le mira y ve solo lo que no hay y no lo que sí. Ve que no es un alfa, que no es grande, que no es fuerte, que jamás fue bueno en los deportes o demasiado intimidante, que nunca sacó las mejores notas ni fue un líder aclamado. Ve todo lo que su hijo no es, ve todo lo que querría que fuese.
Esteban solo quiere ser visto, quiere que su padre vea todo el esfuerzo, toda su sensibilidad y su coraje, que vea su valentía y su ternura y le ame por lo que es en vez de hacerlo por las veces en que lo oculta con maestría. Simplemente está harto, su padre está ciego, jamás podrá ver en él todo lo que bueno que hay y Marcel le ha enseñado que no es precisamente porque no tenga cosas buenas.
Es hacerme feliz a mí o hacer feliz a papá. Y ya he elegido, pero... joder, no debería tener que tomar esta decisión. Lloroso, se levanta de la silla y sale corriendo del local. Quiere salir de la vida de ese hombre y olvidarlo, así como olvidó la voz de su madre hace muchos años.
Cuando Esteban desaparece, el otro beta se levanta de la mesa, no sin antes dirigir una amarga despedida hacia el padre de Marcel:
—Usted ha dicho que él no es el hijo que quería. Enhorabuena, ahora él ya no es su hijo ni nada suyo, él es mío.
Marcel está acostumbrado a actuar indiferente, por eso no le molesta que los demás le traten así, pero ahora mismo odia por completo lo muy poco que a ese hombre parecen importarle sus palabras. De hecho, luce aliviado y eso solo enfurece más al beta.
Sale dl lugar con pasos prestos y mira atentamente todos los rincones de las cercanías hasta que encuentra al beta en un callejón no muy lejano, sentado en el suelo y llorando mientras se abraza a sus piernas.
—Mi familia... me ha rechazado... —solloza, llorando más estrepitosamente.
De pronto unos brazos cálidos y fuertes lo envuelven, haciéndole sentir en casa después de mucho tiempo.
—No, tonto, ahora tienes una nueva familia. Una de verdad. —murmura Marcel, levantándolo del suelo con gentileza y apoyándolo contra su cuerpo tibio. El chico se recuesta contra su pecho y se pega a él, deseando escuchar el latido de su corazón. Necesita saber que alguien tan bueno como Marcel está vivo y no es solo un delirio suyo.
Sus latidos son firmes, constante y suenan como la nana que su madre jamás le contó para hacerle dormir. No tarde ni un minuto en desplomarse y el otro lo lleva gustoso hacia su hogar.
Cuando empieza a acomodarlo en la cama el chico se revuelve y despierta. Una pesadilla, ha sido una pesadilla. Se miente, sabiéndolo por la conocida sensación de las lágrimas secas tensando sus mejillas. El beta lo besa lento cuando ve sus ojos adormilados medio abrirse y después acaricia su rostro, sintiendo también las lágrimas.
—Esteban, da igual si eres un beta ¿Oyes? Lo importante es que seas feliz ¿Lo eres? —pregunta, mirándole profundamente a los ojos.
Dicen que los ojos son más bellos cuando el sol los ilumina haciendo lucir sus colores. Esteban no podría estar más en desacuerdo: los ojos más bonitos que ha visto jamás han sido los de Marcel, oscurecidos por la noche y la preocupación, por los demonios que afloran solo cuando uno debería dormir y no pensar. Lo más hermoso son los ojos desnudos, da igual si son fríos o cálidos, mientras sean tan sinceros. Su café es negro y amargo, apenas discernible de la pupila y el blando que lo envuelve no es sino un marco inapreciable; la negrura baña su mirada, la sombra de un lugar tan profundo en el que podría hundirse todo el día.
Entonces lo entiende todo: la mirada de Marcel no es llana e insensible, es tan profunda que no alcanzas a ver el fondo si no la miras bien de cerca.
—Soy tuyo. —responde, sonriendo. Jamás pensó que sería tan feliz con unas palabras como esas saliendo de su boca, pero ahora corretean por su lengua y oídos de forma agradable.
—No he preguntado eso. —reclama su pareja, visiblemente extrañado.
Esteban suelta una risa pueril, de esas que nunca profirió cuando era niño. Se siente exactamente así, feliz como cuando uno apenas acaba de nacer, feliz como quienes ignoran que el mundo es un lugar cruel, porque con Marcel siente que nada puede hacerle un daño que sus besos no puedan reparar.
—Soy tuyo, soy feliz. Es lo mismo.
Nunca dejes de mirarme, por favor, nunca dejes de ver quien soy. Al fin y al cabo, lo soy porque tú lo viste cuando yo estaba ciego...
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