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León finalmente no puede evitarlo y se queda dormido, los temblores del carro cuando los corceles trotan rápido lo relajan de una extraña forma contra la que no puede luchar. Mientras duerme no sueña nada nuevo, solo historias ya vividas. Usualmente su cerebro se empeña en torturarle haciéndole revivir el día en que todo su mundo se desmoronó, pero esta noche su corazón parece haber tomado las riendas y en su sueño no hay más que recuerdos amables.

Su hermano enseñándole a usar el arco, ambos juntos cocinando la liebre que él cazó y comiendo como si ese pequeño animal fuese digno de un banquete. Su madre cantando para todos los cachorros de la aldea con León cogiéndole de la falda y bailando en círculos, enroscando la tela en un remolino de colores. Él tomando en brazos a un recién nacido, acariciando sus manos blandas y rosadas, su cabecita tierna, cubierta por finísimos cabellos blancos como telarañas. Él bañándose en el río, enrojeciéndose por su desnudez cuando coincidía con algún alfa que apartaba la mirada pero le decía que ojalá tener el permiso para clavar sus ojos y dedos en esa piel.

Sueña también con los pocos momentos agradables que ha tenido en los últimos tres años pese a vivir enmascarado en la capital del enemigo. Por ejemplo, le viene a la mente una noche particular en la que se alojó en prostíbulo con el dinero que previamente había ganado jugando a las cartas con un alfa; hizo trampa, como siempre, y obtuvo suficiente para pasar tres noches ahí, pero al entrar vio a un pobre omega tan joven y roto, tan cansado, que gastó todo el dinero en pedir una noche con él. Las siguientes dos noches León durmió en la calle pasando frío y enfermando, pero cuando le dijo al omega que había pagado por él no para tener sexo, sino para darle un respiro, él le sonrío de una forma que no tiene precio. Esa noche fue posiblemente la primera y última que pudo descansar adecuadamente y aunque León sabe que no lo salvó igual que no pudo ni puede salvar a su raza, siente que ha logrado redimirse un poquito.

—Niño... —una voz le llama, familiar, pero a la vez extraña. —niño, despierta.

Una presión leve abarca todo su hombro, lo mece y León escucha la voz más fuerte, más cerca. Súbitamente el aroma a alfa le inunda los pulmones y despierta dando un brinco. La superficie de madera de tambalea bajo sus pies y pierde el equilibrio mientras intenta ubicar dónde y con quién está. Kajat lo toma por lo brazos antes de que se precipite hacia un lado, cayendo del carruaje en plena marcha, y lo aferra hacia él con tal de protegerlo. El omega cae sobre el regazo del gran alfa, apenas cubriendo sus piernas con su pequeño cuerpito envuelto en la ropa del lobo negro. De repente la luz lo deslumbra a través de la tela color crema de la cabina, los relinchos de los caballos lo ensordecen y, al segundo siguiente, recuerda que ahora ya no despertará más en las calles de Kez, sino que se halla cautivo entre los brazos de un lobo de las tierras de Seth.

Asustado, el chico grita. Recuerda de repente la última vez que estuvo sobre las piernas de un alfa, en el carruaje de aquellos guardias reales, y el horror lo invade. Las feromonas dulces llenan el aire empalagando a Kajat y su expresión se suaviza mientras saborea el miedo del omega. Él, por su parte, desprende un fuerte aroma a excitación que solo empeora al chico. El omega quiere luchar, pero estos tres años ha sido fuerte porque los demás lo veían como a un beta, ahora, sostenido en los brazos de un alfa gigante se siente tan indefenso como los omegas de su aldea, violados sobre las ruinas de sus hogares y los cadáveres de sus familias.

León chilla con la alta voz de su omega, un aullido lleno de dolor, similar al lloro de un pobre animal desesperado. Quiere arañar y luchar, pero el alfa le toma las muñecas con fuerza cuando ve su intención y el cuerpo del pequeño chico cae sumiso y roto.

El alfa se inclina hacia su cuello y lo roza con la barba, después desliza su lengua por la nuca dulce del omega. León gime instintivamente y todo su cuerpo se arquea ante la sensación de un alfa marcándolo con su olor en la fuente de sus feromonas. Un gesto tranquilizador que no ha presenciado nunca, hasta ahora.

—¿Mejor? —pregunta el grandulón. —Odio marcar con mi aroma a omegas que no son míos —le explica —, pero pasará en unos minutos, he liberado pocas feromonas. Parecías necesitarlo. —su voz es tranquila y sus manos grandes sueltan las de León cuando este se calma.

—Pensé que me harías daño. —confiesa el chico, boquiabierto cuando el otro lo mira como si acabase de decir algo totalmente fuera de lugar. —¿Puedo, mi señor? —pregunta con respeto, señalando el banquito donde él había estado durmiendo hasta hacía unos minutos.

El alfa asiente y él se levanta pudoroso para marchar al extremo opuesto de ese pequeño espacio. De repente, el alfa cierra los ojos, respira hondo y su olor desaparece casi del todo. León toma una bocanada de aire fresco, agradeciendo internamente al alfa que oculte su aroma a excitación. Entonces, cae en la cuenta de algo al ver la luz que viene de fuera.

—Ya... —traga saliva —¿Ya hemos llegado?

—Faltan unas horas, pero no comiste tu cena anoche porque te dormiste pronto. Será un día ajetreado para ti, así que es mejor que comas ahora.

León asiente y Kajat le tiende la comida. Sabiendo que su temido destino está a solo unas inevitables horas de distancia su estómago se cierra y se le estruja el corazón.

El resto del viaje lo pasa perplejo, intentando asimilar lo que sea que está por suceder. No quiere sufrir, así que intenta pensar en los peores escenarios, aceptarlos y hacerse a la idea, pero cada vez que vuelven a su cabeza imágenes de lo que ha visto a los omegas, sobre todo a los omegas de su raza, pasar, tiene ganas de gritar.

Cualquier omega estaría aterrado de ser regalado como esclavo al príncipe de un imperio de lobos bárbaros, pero él no es cualquier omega, para él es peor. Es un omega blanco, de cabello de nieve y piel suave, de cuerpo más liviano de lo normal y más atractivo, así como más frágil, de espíritu puro, pero cobarde. Él es más deseable, pero más proclive a hacerse pedazos bajo el peso de ese deseo.

En un punto del viaje se detienen, oye a hombres hablar y entiende que han pasado las murallas de la capital. Cierra los ojos, no queriendo ver la silueta de los enormes alfas que habitan esos lugares y esperando que ese viaje se prolongue hasta el infinito y nunca lleguen a palacio. Muchos olores lo rodean y aunque sus ojos son ciegos, su corazón siente de todos modos, siente a través de los delicioso y exóticos aromas de las comidas, de los inciensos, las flores y hasta los aceites corporales. Siente a través de la fragancia sutil de los omegas, de la asepsia tranquilizadora de los betas y de un olor que lo puebla todo como si fuese el soberano de ese mundo: el olor a alfa. Alfas contentos, alfas excitados, enfadados, frustrados, tristes, alfas de emociones exacerbadas cuyos cuerpos desbordan ese aroma virulento, violento, que ataca al sistema de León, que lo avasalla, lo hace suyo. El omegas siente que lo tocan cientos de manos invisibles, pero fuertes, como esas que no puede recordar, pero que le han dejado moratones en la piel.

Las voces de los alfas son también parte de ese aterrador hechizo que lo tiene sumido en sus peores pesadillas. Suenan fuertes, demandantes e impetuosas, como el estruendo de un rayo. Suenan como la clase de voces que no aceptan desobediencia alguna, como la clase de voces que se reían cruelmente de un pueblo masacrado, la clase de voces que se permiten hablar alto, seguro y orgulloso sobre a qué precio se compra la dignidad de un omega.

León siente arcadas. Su cuerpo tiembla y nota que está llorando cuando le caen las lágrimas en las manos.

—Estate orgulloso —ordena Kajal con un tono solemne—estas tierras son un lugar hermoso, pequeño omega, mucho más que las tierras donde llevas tres años escondiéndote. Estate orgulloso, porque pasarás de vivir en las calles a vivir en un palacio más grande que las plazas de Kez.

León intenta sonreírle en respuesta a sus palabras de ánimo, pero lo único que se forma en su cara es una expresión descompuesta, llena de cansancio y temor.

—Ya llegamos al palacio —advierte el coronel en voz baja, como una advertencia que busca prepararlo de algo. León teme preguntar de qué.

El carruaje se para tras unos minutos que se le antojan eternos y cuando Kajat baja él se queda congelado mirándolo. El alfa sostiene la tela del carruaje a un lado para dejarle bajar y afuera puede ver un camino de losas de piedra redondeadas y al lado una verdísima hierba poblada de florecillas. Y aun así quiere negar, abrazarse a sí mismo y vomitar de los nervios.

—¡Herken! Dile a su majestad que me reciba, es importante. —grita a uno de los siervos que le ayudan a descargar el dinero. El hombrecillo asiente con fervor, pasa el saco de oro a otro y corre hacia un lugar que León ya no puede ver más que a través de las sombras de la tela.

—Niño, por favor —dice el coronel. León lo mira impactado cuando nota que su tono es más una súplica que una orden como la que acaba de dar. —, tienes que bajar tú. Si me haces obligarte vas a asustarte. Vamos. —lo anima con un gesto comprensivo.

León sabe que tiene suerte de no estar en problemas aún, así que prefiere conservar su integridad lo máximo que pueda. Asiente, se levanta rezando porque las piernas no le fallen, y se dirige al escalón. Cuando lo pisa la madera cruje y su corazón da un vuelco, haciéndole aullar del susto. Kajat lo toma de la cintura, ayudándolo a bajar y calmando momentáneamente su lloriqueo. El chico le agradece mudamente y el alfa coloca una mano en su hombro, manteniéndolo quieto.

León mira como sus piececitos descalzos se pisan el uno al otro sobre las losas llanas y quiere alzar la vista, pero está tan asustado de encontrarse a un alfa que le cuesta tres intentos lograrlo. Y cuando lo hace, se le escapa el alma del cuerpo en un aliento.

Los jardines del palacio son salvajes y gigantescos, frondosos como el bosque donde nació y creció, llenos de árboles que se tuercen, plantas que trepan y flores que desafían a la fría piedra creciendo entre grietas, alzándose orgullosas hacia el sol. Y eso es solo la antesala del enorme castillo que tiene frente a los ojos: una construcción gigantesca, de colores claros que hacen que si subes se fundan los picudos finales de las torres con el mismo sol. Un pórtico titánico resta abierto, invitando a pasar a los empleados que corretean dentro y fuera, luciendo como hormigas en ese coloso de piedra blanca.

León tiene que tomar aire mientras trata de ver todos los detalles de esa cara de la construcción. El enorme torreón central, vigilante, irguiéndose desde la puerta lleno de formas picudas, de ventanas alargadas y oscuras como sombras en la calle nocturna, las aristas de los lados, afiladas, apuntando hacia el cielo tantísimo que lucen como si torciesen, formando un arco que enmarca el bloque central y gigantesco del edificio. Los picos que se ven en la distancia, como una sierra montañosa, indicando que todavía, a lo lejos, queda más por ver de ese lugar.

Kajat aparta la mano de su hombro de repente y eso le llama la atención. Cuando se voltea a mirarlo la cara del alfa está ahora a su altura: se ha arrodillado. León no entiende por qué hasta que mira hasta el frente y ve venir a un hombre que bien podría ser un dios. El pecho desnudo, luciendo cientos de cicatrices de guerra sobre la piel morena, los brazos y tobillos rodeados por brazaletes de oro salpicados de brillosas piedras. Los pantalones de cuero negro, cosidos en los borde con un hilo grueso que se anuda al final, con herretes de plata. Y el rostro enmarcado en una barba densa y canosa, como el cabello, rizado cual querubín, donde una aureola dorada flota. La corona luce como una salpicadura, con formas que salen de ella irregularmente, ramas de un árbol áureo que parecen querer acariciarle el pelo al rey.

<<¡Es el rey!>>

León no tiene tiempo de reaccionar, solo lo mira con ansiedad mientras Kajat se levanta y teme que algo le sucederá a él por no haber arrodillado. El soberano lo mira con los ojos abiertísimos y frena en seco, quedándose a unos metros de su figura.

—Por los dioses del día y la noche. Kajat ¿Es un lobo blanco lo que tengo ante mis ojos? —parpadea incrédulo, incluso se frota los ojos infantilmente, tratando de comprobar si tiene un espejismo delante —¿Un pequeño omega de lobo blanco? —pregunta nuevamente, subiendo la vista al coronel.

Este asiente, el rey da un paso más, pero recula, como si la presencia de León fuese a desvanecerse.

—Así es —insiste el guerrero —, la casa Kez dice que halló una aldea con los últimos ejemplares de su raza hace tres años. Su irresponsabilidad los mató, pero este chico se hizo pasar por un beta de otra raza para sobrevivir y ahora que lo han descubierto se lo envían a su hijo, mi majestad, como regalo. Para que tenga en cuenta, una vez más, la petición del compromiso con Lady María.

—Eso necios... sabía que iban a acabar con una especie tan angelical si la encontraban —masculla apretando los puños. La mandíbula cuadrada del rey parece volverse más angulosa y marcada con el gesto, lo que turba al pequeño omega. León se acerca una poco a Kajat, buscando consuelo y el rey se destensa de repente mirándolo como si fuese un cachorro —, lo que no pensé es que realmente alguien pudiera encontrar ni a uno solo de esos lobos fantasma. Dime, hijo —habla en un tono más alto ahora, dirigiéndose al omega y haciéndolo dar un repullo. —¿Cuál es tu nombre?

—L-león, su majestad. —responde sin apenas respirar. Su cuerpo riega a los presentes con nerviosas feromonas que danzan en el aire, haciendo al rey cerrar sus ojos y esmerarse en conservar la calma.

—Bien. Kajat lleva este maravilloso regalo a la habitación de mi hijo y ven a hablar conmigo de inmediato sobre los detalles de tu encuentro con los mensajeros del rey Dem.

El comandante asiente con una pequeña reverencia y el rey, antes de retirarse, se agacha un poco y dice con una pequeña sonrisa.

—Encantado, León. Ojalá te sientas cómodo en mis tierras.

El omega se encoge y un escalofrío lo recorre entero. El rey se aleja con pasos que resuenan poderosamente. Kajat pone una mano en la espalda del chico guiándolo levemente mientras se adentran en el palacio.

León vuelve a quedarse perplejo, el interior es todavía más impresionante que el exterior, parece mucho más espacioso y el techo está tan alto que tiene que hacerse daño en el cuello como para mirar arriba y quedarse embobado con el lejano y complejo mural que hay pintado sobre su cabeza. Las paredes también están llenas de figuras, acciones, leyendas de todo tipo narradas a salpicones de pintura. Hay muchísimos cuadros y lo que más le llama la atención de ellos es su violencia. Supuso que en las casas reales abundarían largos pasillos llenos de retratos de la realiza, de esos estáticos e inquietantes, pero mire a donde mire ve imágenes que parecen en movimiento: cachorros persiguiéndose en un lago, guerras libradas entre las mandíbulas de un fiero lobo negro y el cuello de uno color oro, hombres rasgándose las ropas en medio de la transformación, lanzas atravesando a amigos y enemigos, campos de batalla llenos de un aire de derrota y tristeza que no parecen tener sentido si ilustran la victoria del colosal lobo negro que sigue en pie.

Traga saliva, conmovido por el realismo y fiereza de las pinturas. Las palabras de todo lobo pardo de Kez empiezan a tener sentido ahora <<Son salvajes, asesinos, más perros que hombres>>, y eso le preocupa. León se intenta fijar en más detalles también, convencido de que no tendrá tiempo de contemplarlos en el futuro. Hay muchas cosas que captan su atención en la sala principal, de echo son tantas que termina de cruzarla con la sensación de apenas haber visto una fracción de lo que tiene que ofrecerle. Se ha fijado en los muebles de madera y piel animal, en las decoraciones de oro y los muchos betas y omegas que recorren los pasillos vistiendo túnicas blancas de seda con un cinturón dorado en la cintura. Son sirvientes y no es algo nuevo ver una casa real con ellos, pero sí ver la forma en que se comportan los de esta: se apresuran para hacer su trabajo, pero a veces van en grupos charlando o se toman descansos en los bancos de mármol para enjugarse el sudor de la frente. No parecen holgazanes, pero sí ociosos y él jamás ha visto eso.

Muchos olores le golpean mientras recorre el salón principal y hasta poco después de abandonarlo. La mixión de feromonas se hace un amasijo que le roba el aliento y le hace toser un poco, pero cuando supera ese primer rechazo nota las fragancias suaves del jabón en las pieles de todos ellos y sobre todo el olor de frutas frescas.

Kajat camina sin mayor turbación, no desvía la mirada ni para echar una rápida ojeada a las cosas que hacen a León sobresaltarse, y lo dirige a la derecha, a un pasillo tan ancho que podría perfectamente ser una gran habitación. Hay muchas puertas con pomos dorados y guardias a un lado. Miran al frente, tienen los músculos rígidos y están todos a la misma distancia entre ellos. León los confunde con estatuas hasta que el primero se inclina un poco para dar un saludo respetuoso a Kajat y los demás le siguen. León pasa desapercibido al principio hasta que oye una inhalación poco discreta y al segundo empiezan los murmullos.

<<Lobo fantasma>> es lo que oye. En Kez a los de su tipo simplemente los llamaban lobos blancos. Cuando hablaban de alfas era con desdén y si se trataba de omegas o betas era un tono deseoso; en ambos casos sonaba como una burda descripción de un objeto, pero los lobos negros de Seth pronuncian este otro nombre con un extraño aire solemne. De no ser porque León es omega y todos esos guardias que hablan de él, alfas, diría que hasta lo pronuncian con reverencia.

Se ríe bajito por sus propios pensamientos y se dice que debe estar ya delirando por toda la tensión que tiene acumulada. Kajat lo hace girar a un lado y otro, subir unas escaleras bruñidas por las que cree que se resbalará y cruzar más pasillos en el segundo piso hasta que por fin llegan al final de uno, donde una gran puerta demuestra que al otro lado le espera algo importante. Kajat reduce y la marcha y lo mira, notando que el chico tiembla por los nervios.

—Es la habitación del príncipe —le explica mientras sigue conduciéndolo a ella. La presión de su mano en la espalda de repente arde y pica, igual que el aire lleno de hormonas. León se rasca la nariz, pero nota que igualmente se le aguan los ojos. —, esperarás dentro mientras yo voy a avisarle, ahora mismo debe estar entrenando.



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