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León asiente sin escucharlo, su cabeza está en otro lado o mejor dicho en otro momento. En el momento en que el alfa venga y ponga sus manos sobre él.
Kajat abre la puerta suavemente y se queda en el marco, a un lado, instando al omega a pasar. El lobito de León gimotea y araña dentro suyo, resistiéndose a dar un paso más. León arrastra sus pies, que se sienten pesados, y entra en la habitación con los ojos cerrados. Kajat cierra la puerta tras él, sus pasos se oyen alejándose y el chico, de repente, siente un terrible pánico. León se pega contra la puerta y sus dedos temblorosos palpan el pomo; podría girarlo, abrir la puerta y correr tras el único alfa que le da algo de confianza, pero sus dedos agarrotados no son capaces de tal movimiento. ¿Quién es él para reclamar la presencia del coronel? ¿O para desobedecer la orden del rey mismo?
Se separa de la puerta, angustiado, abrazándose al holgado abrigo y hundiendo la nariz en la tela negra. Intuye que es lana porque la cara le pica al rozarla, pero eso no le impide enterrar la nariz y aspirar el débil aroma del alfa que queda ahí. Se lleva los dedos a la nuca, acariciando su fuente de olor, e imagina que es la lengua de Kajat tranquilizándolo de nuevo, cubriéndolo de un aroma protector que le hace sentirse adormilado. No logra el mismo efecto que el alfa, pero se calma un poco, lo suficiente para abrir los ojos y ver la habitación del heredero del reino y su nuevo y primer amo.
Lo primero que le llama la atención es la iluminación. Una lámpara de araña con por lo menos veinte velas cuelga del techo, es de un tono dorado pálido que hace que la luz se refleje tanto como si el mismísimo sol hubiese enviado un pedacito de sí a esa habitación. Después sus ojos se ven rápidamente raptado por la cama, tan extensa como muchas de las habitaciones donde León ha dormido los últimos tres años. Las sábanas son de fina seda roja y en ellas hasta las arrugas parecen elegantes; hay cojines bordados tirados por aquí y allá con descuido, blancos y sin una sola mancha, pero con una fragancia que a León le recuerda a su hogar. Huelen al bosque después del roció. A la furia de la tormenta, pero también a la delicadeza con la que las gotas de agua se vuelven perlas sobre la hierba, a tierra mojada y fértil y a aire limpio, tan limpio... pero ahí no nada de eso, más que un largo macetero en la terraza del final de la habitación. Huele el polen de las flores coloridas que se asoman por la baranda de mármol, pero ese no el mismo aroma agradable y fuerte que hay pegado a las sábanas.
Se acerca a la cama, huele varonil también, poderoso, pero sin perder ese toque tranquilizador que lo hace sentir en casa. Por un segundo León está a punto de olvidar su miedo y lanzarse al lecho de un extraño para frotarse contra las sábanas cual gatito. Se recrimina esos pensamientos y al negarse ese placentero impulso gime de tristeza y se encoge. Vuelve a hundirse en su picosa ropa, recogiendo con su nariz respingona lo poco que queda del aroma de Kajat e imaginando que está a su lado.
El cabecero de la cama es de madera y de un encantador color crema más oscuro que el de la pared, construida a partir de piedras beige con pequeñas trazas a veces rojizas y otras más bien terrosas. No ha visto nunca una piedra tan bonita en Kez y le sorprende verla aquí, en Seth, no por su belleza, sino por su claridad. Pensó que el palacio de los lobos negros sería tan sombrío, oscuro y terrorífico como esas grandes bestias, que al verlo de lejos pensaría que es un enorme lobo agazapado. Pero está sorprendido y es una sorpresa grata: el palacio es claro, los criados vistes togas angelicales y parece que no haya un solo rincón de ese lugar sin luz. Le cuesta creer que en ese lugar que bien podría ser un templo vayan a llevarse a cabo los ultrajes y pecados que él sabe que todo alfa comete contra cualquier omega.
Traga saliva angustiado y trata de centrarse en observar la habitación y disfrutar del agradable momento que la estancia le brinda. Quizá es su última oportunidad para ser curioso y descubrir detalles agradables. Y lo hace: sonríe al ver que la madera del cabecero tiene en ella grabadas cabezas de animales rugientes: zorros, canes, panteras, osos y en el centro un grandioso león. El león tiene la boca cerrada, pero luce tan solemne e intimidante como los otros animales y eso hace que el omega que quede mirándolo con turbación. Su expresión, tan apacible y fuerte a la vez, demuestra una entereza que rara vez ha visto en un humano; jamás pensó encontrarla en un animal tampoco.
Se aleja, pasmado por la cantidad de detalle del cabecero de la cama y mira a su alrededor. Un cuadro cuelga detrás suyo. Dos imponentes lobos negros mirándose entre ellos, uno un poco más pequeño que el otro y ambos quietos, con el morro a solo un centímetro de rozarse y las patas tensas. El cuadro es estático, pero el corazón de León late rápido con la sensación de que en cualquier momento esos lobos hechos de pintura cobrarán vida y saltarán el uno contra el otro. Nunca sucede, pero mirar el cuadro le transmite una angustiosa tensión.
Hay lado de la cama hay un gran cofre de madera oscura y un poco rojiza, a juego con el tono intenso de las sábanas. Tiene grabados en toda su forma, simétricos y esta vez representado árboles, flores y enredaderas. Le parecen dibujos hermosos y querría deslizar los dedos por los sus contornos, pero se abstiene, asustado de lo que podría pasar si el príncipe lo encontrase con las manos en sus cosas. Él ahí es un extraño.
Camina hacia el otro lado de la cama, queriendo ver qué hay de camino a esa terraza abierta que le permite ver los jardines. En la pared primeramente ve lo que parecen dos columnas oscuras. Ambas resultan ser madera, de un armario larguísimo la primera y de una puerta la segunda. León querría abrirla y su lobo mueve la cola, emocionado ante lo que aguarde detrás, pero prefiere quedarse con el misterio.
En uno de los trozos de pared blanca que bordean el saliente hacia afuera hay una mesa de mármol con papel, pluma y tintero sobre esta. Una silla de piel roja y reposabrazos dorados está también ahí, echada a un lado con descuido, como si alguien se hubiese levantado rápido. Al otro lado hay una espalda colgada de la pared. La empuñadura es de madera lisa y color rojizo como el cofre y la hoja luce ahora manejable. Se acerca un poco, viéndose reflejado en el filo. Tiene el tamaño intermedio entre una espada y un puñal y eso la hace parecer versátil y a la vez fácil de portar. De todos modos, le extraña, un lobo tan grande como el alfa de la familia Seth debería tener una espada más adaptada a su porte. León se encoge de hombros, no sabe suficiente de guerra como para opinar con propiedad, así que tampoco quiere ofuscarse con esas cosas.
Decide salir al balcón. El suelo es de piedra rosada, un poco irregular, pero no lo suficiente como para que le raspe y hiera los pies. La apertura es enorme y el saliente más largo de lo que esperaba. León ha visto habitaciones más pequeñas que ese balcón. Suspira sintiendo el sol sobre la cara y anda hasta poder apoyarse en la balaustrada de cerámica. A sus lados cuelgan algunas macetas grandes con flores desbordando. Las mira sonriendo con ternura, esas florecillas blancas le recuerdan a unas parecidas que tenía en su tierra: flores de tallo grueso y alto y, en la punta, nada de pétalos, sino una hermosa, suave esfera que al ser soplada se desbarataba en cientos de pelusillas que huían por el aire, pero el color era de un negro intensísimo que hacía que la pequeña esfera luciese como una gran gota de tinta. Su pueblo decía que esas flores eran la sombra de las otras y las llamaban rocío de la noche.
León niega, tratando de olvidar las viejas leyendas y cuentos de su pueblo, ya no importan a nadie. Nadie nunca más bailará los bailes de su pueblo, ni festejará sus días de alabanza. Toda su historia está muerta y si León es la única esperanza que le queda a toda su raza de dejar huella en el mundo el muchacho está seguro de que están perdidos. Inspira apoyándose en el barandal y observando el amplio jardín al que tiene vistas. El paisaje es selvático, tan poco controlado, pero tan bien cuidado que luce enteramente natural, como si realmente estuviese en medio del bosque, pero al otro lado de la muralla que delimita el castillo puede ver la ciudad.
Un aroma llamativo lo hace erguirse y olfatear el aire, asomándose más hacia el vacío. Huele de nuevo a lluvia, tierra y madera. Un aroma agradable, pero ahora algo picoso y fuerte, se siente embriagado, pero a la vez vulnerable, como si unas fuertes manos fueran a cogerlo ahora que está débil, como cuando se desmayó. El aroma se vuelve más intenso, masculino y violento, le ahoga y nota una enorme excitación en el aire lanzando sus poderosas manos hacia él. Reconoce de inmediato que es el olor de un alfa y retrocede, metiéndose en la habitación de nuevo. Escucha la puerta cerrarse.
Todo su cuerpo se tensa y él palidece. Sabe que el príncipe ha entrado a su habitación y sabe que esas feromonas agitadas y llenas de anticipación están así por él. León nota como se le hunde el estómago y como la sangre se le va de las manos y el rostro directa al corazón, que bombea fuertemente en su pecho, sus oídos y su cabeza. No se atreve a girarse para mirar a su propietario y aun así sabe que los sigilosos pasos del lobo lo alcanzarán. Su omega se retuerce dentro suyo, llora y se tiende, rendido, con la tripa hacia el cielo mostrando una total sumisión al portador de ese aroma tan poderoso. Él, sin embargo, se fuerza a quedarse de pie aunque las piernas le tiemblen y aprieta los puños, listo por si debe defenderse.
El lobo se detiene a unos centímetros de su espalda y lo sabe porque apenas puede respirar de lo cargado que está aire, de lo denso que es el deseo del alfa envolviéndolo, atrapando su respiración con feromonas que lo drogan. Siente incluso el calor del cercano cuerpo, pero continúa inmóvil, paralizando ante el cazador.
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