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Los dulces iris chocolate se clavan en el suelo, hesitantes cuando hacen el amago de alzarse, volviendo a caer tan pronto ven al vampiro lamer sus colmillos. Gabriel está sentado en su sofá con la espalda tiesa, la cabeza ladeada y los pies apuntando firmemente hacia la salida, como si fuese a levantarse y salir disparado hacia ella en cualquier momento, pero sabe que no es una opción. El vampiro a su lado está levemente reclinado hacia él, con un pie en el suelo y la otra pierna cómodamente doblada en el sofá, su espalda inclinada, la cabeza cada vez más hundida en su cuello y sus manos en los hombros, nuca, cuello, clavículas del chico, en su piel, cerca de su torrente sanguíneo.
Decir que Gabriel está nervioso sería quedarse cortos, pero él no va a estar pidiendo piedad al vampiro ni relajando su cuerpo para ofrecer una carne más tierna y que al hombre le parezca más sabrosa la mordida, no, él no está dándole nada el vampiro. Prácticamente está siendo obligado y quiere que eso quede claro, no tiene más opción; bueno, tiene la opción de dejar que el vampiro mate a un inocente, pero elegir eso es impensable para Gabriel.
Se pregunta ahora mismo que pasaría si el vampiro que convirtió a su padre por diversión y lo dejó asesinando a su madre delante de sus ojos no lo hubiese hecho, del mismo modo en que ahora el inmortal no está yendo a matar a nadie. A Gabriel se le encharcan los ojos al pensar que su vida habría sido radicalmente diferente, habría seguido asistiendo a la escuela con sus amigos, su mamá le acompañaría a comprar a veces, seguiría jugando a básquet con su papá. Tendría una familia feliz, no una vida de venganza, la muerte no cruzaría su mente más que cuando cruzase demasiado rápido un paso de peatones y un coche le pasase frente a las narices a todo gas, pero ahora la muerte es lo que tiñe su vida, lo que lo mueve y le hace avanzar, huir, correr hacia una misión suicida.
Sus pensamientos se evaporan por el caliente tacto de las manos del vampiro sobre su piel, sorpresivamente, aunque su dermis esté helada, deja a su paso una enorme quemazón. El vampiro pasa los dedos por su cuello una y otra vez, sorteando los orificios de la mordida anterior que todavía duelen solo con que tense bajo sus yemas la piel cercana. Busca en su dermis el lugar donde el pulso se sacude con más vitalidad, el lugar idóneo para empezar a succionarle la vida. Le repugna la idea.
—Odio esto. —masculla el chico, notando como el otro lo atrae un poco hacia sí discretamente y después lo toma de la nuca para subir la mano en una leve caricia y apartar así los cabellos negros de su cuello.
—¿Estás asustado? —pregunta el otro, más curioso que preocupado y Gabriel chasquea la lengua con una sonrisa socarrona en el rostro.
—Los vampiros no me dan miedo, me dan asco.
—Los vampiros podemos escuchar el ritmo cardíaco y saber cuando tenéis miedo. Estás asustado. —explica el otro con tono burlón y sus ojos fijos en el cuello, en la leve sombra azulada de la vena que late con un ritmo tentador. No está compadeciéndose de Gabriel y el chico no lo entiende ¿Qué quiere de él? ¿Por qué dice esas cosas?
El vampiro le intriga un poco, dice ser solitario, pero le habla incluso si la respuesta es absurda, viene a verlo producto de un antojo contradictorio y se toma demasiado tiempo acariciándolo cuando técnicamente le urge morderle ya.
—¿Entonces para qué preguntas? —espeta el chico, casi gruñendo de la rabia. Él está convencido de que no tiene miedo, al fin y al cabo ¿Qué le queda para perder? Nada. —Vamos, haz ya esto, quiero terminar rápi¡Ah, ah!
Grita al sentir su piel siendo rasgada sin miramientos, los dos filos se hunden en su carne como si fuese mantequilla tibia y pronto la sangre corre hacia la herida candorosamente. Puede sentir su carne pulsando, apretándose alrededor de los afilados colmillos, y debe morderse el labio y clavarse las uñas en las rodillas para no volverse loco y arañar la cara del tipo. Internamente se maldice a sí mismo por no estar preparado para el mordisco que ha pedido y a la vez maldice al vampiro por haberle tomado tan rápido la palabra. El dolor le toma por sorpresa y no tiene tiempo de ordenar a su cuerpo que se contenga, así que cuando el vampiro deja su cuello con los labios manchados de rojo y la lengua recorriéndolos en busca de su sabor, Gabriel tiene los ojos rojos y las mejillas salpicadas por lágrimas.
Se enjuga con el dorso de la mano tan pronto le es posible, pero sabe que el otro le ha visto, así que solo mantiene su expresión enfadada hacia el frente y evita el contacto visual. Su cuello, todavía sangrando, duele horrores, pero irá después a curarse, por suerte a él las heridas le sanan deprisa e incluso un mordisco como ese coagulará solo en unos cinco minutos.
—¿Acaso no querías que lo hiciese? —pregunta el otro, pasando el dorso de su mano por sus labios ya limpios, deja un pequeño rastro en ella debido a la sangre de sus comisuras y sin pudor alguno lame su mano como un animal.
—Sí, por fin se ha terminado, menudo asco. —espeta el chico, apoyando su barbilla en la palma de la mano y girando el rostro hacia otro lado.
—Pero estás llorando. —le rebate el vampiro.
—Yo no lloro, además ¿Acaso te importa? —gruñe, girándose para encararlo.
El otro se queda pensativo unos segundos, después se encoge de hombros y le responde:
—No mucho.
Gabriel aprieta las mandíbulas ¿Cómo puede ser tan pasota? Podría al menos disculparse, preguntar si le ha dolido mucho, recomendarle que se cure o decirle que no llore, que ya ha pasado. Gabriel lo mandaría a callar inmediatamente si le dijese alguna de esas cosas ¡Pero quiere que las diga! Es lo mínimo, después de todo, acaba de beber su sangre y tan siquiera se ha dignado a agradecerle, pero claro, es un vampiro y bien sabe Gabriel que a ellos lo que es correcto les parece ajeno. Gracias y por favor no está en su vocabulario, así como en sus ojos no hay preocupación alguna por el chico sangrando en frente de él.
—Ya tienes lo que querías, ahora ¿Podemos hablar de una vez de cómo vamos a matarte? Y si vamos a trabajar juntos en ello deja de desaparecer por semanas para ir a drogarte, no eres un adolescente.
El vampiro se reclina, tumbándose cómodamente el sofá y dejando al otro boquiabierto por lo descentrado y confianzudo que puede llegar a ser.
—No vamos a averiguar nada sin la ayuda de la persona que nos envió la carta. —le dice con tono pesado.
—No podemos quedarnos de brazos cruzados ¡Hay que hacer algo!
—Bueno, yo llevo dos mil años buscando y no he conseguido mucho, creo que no vas a lograr más que yo por mucha prisa que tengas.
—¡Me da igual! Dije que mataría a toda tu raza y lo haré ¡Ahora, mueve el culo y...
Ambos se voltean cuando algo llama a la puerta de Gabriel con tres toques atronadores. El vampiro la mira con hesitación y Gabriel se queda parado preguntándose quién diablos puede ser; no tiene amigos ni familia y la organización le da por muerto, además, esos golpes que han hecho temblar las bisagras de su entrada no parecen para nada amistosos.
Cuando el muchacho se decide a levantarse, un papelito blando y rectangular se desliza por debajo de la puerta y va con pasos lentos a abrir. No hay nadie, se agacha y ve el papelito a sus pies como un felpudo de bienvenida misterioso. Lo toma entre sus manos con estas temblorosas y lo alza, dispuesto a leerlo.
—¿Qué pone? —pregunta el vampiro, justo en su nuca, Gabriel da un repullo por lo silencioso y rápido que ha sido al acercársele, pero lo ignora rápido y vuelve su vista a la caligrafía torcida.
<<Gabriel y Román, venid mañana los dos a media noche al banco frente a la fuente del parque central. Nada de traer armas, nada de llegar ni un minuto tarde.>>
Gabriel traga saliva al leer la carta y se fija más de lo que querría en el pequeño detalle de que ahora sabe el nombre del vampiro. Román. No le había preguntado antes ni tampoco había sentido la necesidad o el interés de ponerle nombre a ese asesino, pero ahora que lo ha leído su cuerpo le traiciona susurrándolo. La lengua ronronea antes de suspenderse bajo el paladar, sus labios se besan entre ellos y después la tónica ponte punto y final al nombre. La punta de su lengua pica, como queriendo pronunciar ese nombre en voz alta, pero el resiste el estúpido impulso y piensa en la carta.
—¿Cómo ha sabido dónde vivo y que estoy contigo ahora? ¿Y nuestros nombres? ¿Ha estado espiándome? ¿Espiándonos?
—¿Qué más da? Hagámosle caso, quizá nos ayuda si vamos.
—Y quizá es una trampa. —exhala el muchacho haciendo su tono irritantemente agudo y alzando las cejas, pensando que realmente el vampiro es estúpido por no pensar en esas cosas.
—¿Y qué van a hacernos si es una trampa? ¿Matarnos? Porque si es así voy de cabeza.
Gabriel abre la boca para argumentar algo en contra, pero la cierra al instante. Esa lógica es aplastante, eso debe concedérselo al vampiro ¡Pero está siendo tan egoísta! No quiere que Román le tenga estima en lo más mínimo, pero está dispuesto a desperdiciar su pobre vida como si fuese un cupón de descuento y le da rabia esa forma de comportarse. Él no despreciaría ni la vida de ese bobo manco por el que ahora está condenado a una misión suicida.
—Nada de eso, yo aún aprecio mi vida, no vamos. O al menos no sin precauciones.
El vampiro le mira con la misma calma de antes, como si el chico le hubiese dicho que iban a ir juntos y sin armas y que la parece perfecto lanzarse ciegamente a los brazos de un posible psicópata que solo esté tomándoles el pelo. Posiblemente a Román le importe una mierda la opinión de Gabriel, pero Gabriel tiene muy claro que no cederá por él.
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