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El viaje dura algunas horas más y con cada minuto que pasa siento que el mundo que dejo atrás arde y se hace cenizas. No hay en mi cabeza ningún escenario donde logro regresar. Siento que esto es algo recurrente en mi vida, el dejar años de ella atrás, completamente destruidos, inaccesibles. Me pregunto si es casualidad.

Tras un largo rato la carretera recta se convierte en un camino serpenteante. Las curvas pronunciadas me marean y al no tener el cinturón, ni mis manos para agarrarme, me tambaleo de un sitio a otro del asiento. Al final el dolor, el cansancio y las náuseas me pueden y cierro los ojos, tratando de relajarme y hacer que todo pase más rápido. Cuando vuelvo a abrirlos el camino es recto, pero irregular, y el coche parece avanzar a trompicones. Estamos siguiendo un camino de tierra, un desvío que deja la carretera y recorre una zona boscosa y llena de vegetación. Es un paradero bonito, sin duda, pero solo pienso en lo solitario que es.

A lo lejos noto el primer y único signo de vida humana en horas: una casa. Es enorme y blanca, con amplios cristales y un interior luminoso. Me fijo mejor, deseando ver a alguien dentro, pero sé perfectamente que no lo habrá: el propietario está llegando ahora.

Ángel se acerca a ella, aminorando la marcha y yo me hundo en su asiento. Es la típica casa moderna que alguien acomodado compraría para poder trabajar en medio de la montaña, sin que nadie pudiese molestarle. Tiene formas cuadradas, picudas y el color pulcro destaca como nieve en la arboleda, pero yo solo veo una enorme caja carcelaria para mí. El blanco se mancha de rojo cuando parpadeo e imagino. Imágenes horribles se me vienen a la mente: yo, tirado en el suelo, apenas luchando por rodar y no ahogarme en un charco de mi propia sangre, mármol salpicado de rojo y él, abriendo cajones de bruñido metal en busca de un cuchillo de carnicero. Sus ojos verdes, atentos e inexpresivos, el gorgoteo de mi garganta mientras trato de respirar. Me imagino recapitulando en mis últimos instantes de vida, la persecución, y arrepintiéndome por no haberlo hecho mejor.

Me imagino en esa casa gigantesca huyendo, buscando rincones entre escaleras de espiral y pasillos diseñados para ser atajos para él y laberintos para mí. Me veo cayendo por ese diseño trambólico que me atrapa, cual trampolín, hacia las manos del dueño de la casa. Mi dueño. Me aterra ese lugar y me aterra la forma apacible en la que está situado en medio de la nada: la densa arboleda, las flores que brotan tranquilamente, la hierba verde... todos indicios de que por aquí no pasa nadie. Es una casa aislada, con el único indicio de vida humana siendo el camino de tierra despejado por el que pasa este coche. Si achico la vista y miro hacia el horizonte no veo ni un solo vecino, ni una sola ciudad. Estoy en medio de la nada, atrapado con un lunático.

Nos acercamos más a la ominosa casa y la enorme puerta en el porche se levanta, dejando pasar el coche hacia el interior. El garaje es amplio, pero cuando la puerta se cierra automáticamente, cortando la luz del sol que entra, se me hace diminuto. La luz amarillenta del interior ilumina todo, menos las esquinas, y siento que cualquier cosa me espera ahí. Ángel quita el seguro de las puertas y sale mientras yo miro por la ventanilla. Hay una pared con cosas colgadas: llaves inglesas, destornilladores, alicates... todos colocados con una simetría tranquilizadora, muy calculada, son las herramientas típicas que alguien tendría en un garaje, pero...

Un golpe me interrumpe, Ángel ha tirado al suelo algo tremendamente pesado. Miro por el retrovisor y lo veo cerrar el maletero con una bolsa de deporte a sus pies. La abre y remueve el contenido con la mano, comprobando que está todo en orden.

Se me para el corazón cuando veo cadenas y grilletes. Planea mantenerme aquí cautivo. No va a matarme, me torturará. No, no, no, no puede ser. No aquí, tan alejado, tan silencioso. No. Si le dejo ponerme un grillete, entonces estoy perdido: nadie vendrá. Tengo que escapar antes de que eso suceda.

Cierra la mochila y la carga en su hombro, como si no pesase nada, y luego se acerca a mi puerta. La abre con prisas y espeta.

—Gírate, vamos. —yo, aterrado, le hago caso y me doy la vuelta. Noto unos fuertes tirones sobre las muñecas y me quejo por el dolor del hombro —, esta cuerdecilla ya no sirve. No te preocupes, lo próximo que te ponga no te dejará la piel así. —dice retirándome las ataduras y tirándolas al suelo, manchadas de sangre.

Me miro las manos, violáceas, y observo con horror como cuando trato de mover los dedos estos apenas se agitan un poco.

—Vamos, vamos, no te distraigas. —me regaña, tomándome por el brazo para hacerme salir del coche de un tirón. Cuando me suelta para cerrar la puerta tengo que apoyarme en el coche para no caer.

Después de horas encogido en la silla del coche y sin comer apenas puedo andar. Ponerme de pie ha intensificado todo. El dolor pulsa más y más, como queriendo erupcionar fuera de mi cuerpo, y todo parece llenarse de una luz cegadora. Noto la cabeza extremadamente caliente, las manos y los pies fríos. Entonces él me sacude y me hago más consciente de mi cuerpo que se sentía ingrávido.

—Vamos, sígueme. —exige impaciente.

Yo asiento y voy detrás de él, arrastrando los pies y con la vista aún borrosa. Abre la puerta del garaje que conduce a la casa y yo bajo la vista para no ver el interior. Entonces veo el bolsillo trasero de Ángel, con las llaves del coche asomando.

La mochila llena de cadenas que carga es pesada y él se mueve despacio. Las lleves están a solo medio brazo de mí y el coche lo tengo justo detrás. Tengo posibilidades. De hecho, quizá esta es mi única posibilidad de irme.

Ni siquiera lo pienso. La idea viaja directamente a mis manos y mi cuerpo se siente caliente, ardiendo. La arranco las llaves del bolsillo de golpe y corro hacia el coche. Ni siquiera noto dolor en mi cuerpo. Es como si una fuerza extraña burbujease dentro de mí.

Él se voltea, en shock, y deja caer la bolsa de deportes al suelo. El pesado ruido me sobresalta, me hace sentir miedo, temblar, tropezarme. Pero llego. Agarro la maneta del coche con desespero y meto las llaves. Giro. No funciona. Él se acera con grandes zancas, y las venas del cuello resaltando, llenas de fuego. Giro hacia el otro lado. La puerta se abre.

Se me emborronan los ojos de lágrimas de alegría. Ya está, he abierto la puerta del coche. Solo tengo que lanzarme dentro, arrancarlo y llevarme por delante la puerta de su jodido garaje. Si es necesario me lo llevaré a él por delante.

No me importa que deba hacer. No si salgo de aquí.

El interior del coche se me revela cuando abro la puerta. Mío. Un lugar con sitio solo para mí. Un lugar donde me pueda alcanzar. Sus pasos me resuenan en el oído. No tengo tiempo de voltearme. Solo hay una cosa en mi cabeza: Huir. Huir. Huir. Ya está, ya lo tengo.

Entonces hay otro golpe. La puerta del coche se cierra, arrebatándome el interior. Mi burbuja de seguridad explota y la mano grande Ángel es quien ha empujado la aguja. Pero la desdicha de fracasar no es lo primero que me golpea, no, lo es el dolor.

Miro abajo, horrorizado, congelado por el shock. La puerta del coche está entreabierta, a pocos centímetros de cerrarse. Lo que hay en medio es mi tobillo. Tengo en el pecho el grito más grande que pueda imaginar nadie. Sin sacarlo, noto que me ensordece, que me chirría en los oídos. Todo mi cuerpo se siente estridente, afilado, desagradable.

Trepa por mi pierna una ráfaga horrible, una oleada que me devora. Calor, fuego, dolor.

La puerta azotada contra mi tobillo sigue ahí, firme. Juraría que está apretando más y más. Tiene las puntas de los dedos blancas de la presión. Yo tengo la cara blanca y la piel de la pierna empezando a ponerse roja. Un rojo brillante, hinchado. Es increíble como uno, incapaz de ver sus huesos, sus pequeñas articulaciones y los diminutos componentes que las forman, se hace un exacto esquema mental cuando el dolor las hace visibles, palpables. Cuando cierro los ojos puedo ver mi tobillo pintado de un rojo que delinea perfectamente su forma y cómo está quebrándose.

—¿Crees que te lo he roto? —pregunta en mi oído, susurrando.

Yo soy incapaz de gritar, pero empiezan a caerme lágrimas como ríos por las mejillas. Miro con horror el tobillo, atrapado entre la puerta y el coche, aplastado en ese hueco tan, tan pequeño. Puedo imaginar los huesos dentro de mi pierna retorcidos, rotos, descolocados. Su pregunta resuena en mi cabeza y empiezo a sollozar.

Lo escucho emitir una especie de gruñido en mi oído. Un ruido ronco, molesto, casi animal. Entonces levanta un poco su mano de la puerta, sin despegar sus dedos, y la vuelve a empujar contra ella, apoyando todo el peso de su cuerpo. Un latigazo de dolor me recorre del tobillo para arriba. Me duele de nuevo el hombro, la cabeza. Me palpitan las muñecas y noto la tensión de los tendones del pie derecho como si fuesen de alambre que se me clava desde dentro.

—He preguntado si crees que te lo he roto.

—¡Sí! ¡Sí, me lo has roto! —chillo totalmente frustrado, agarrándome la rodilla como si fuese a tirar de mi pierna como un loco para sacarla de ahí. Pero no me atrevo a moverla. —¡Duele, por favor!

No lo veo bien porque tengo los ojos llenos de lágrimas, pero creo que veo una sonrisa en su rostro. No me extrañaría. Con cuidado, toma la maneta de la puerta y la abre lentamente. Siento la presión sobre mi tobillo ser liberada poco a poco y la forma en que la sangre corre hacia la parte baja de mi pierna rápida, dolorosamente. Cuando logro salir noto que no puedo apenas mover el pie y cojeo hacia atrás, tambaleándome.

—Despacio, despacio. —me dice él con tono paciente, rodeándome desde atrás con su brazo. —Ven, anda, que si no te vas a caer. —comenta, con la misma amabilidad de antes.

Ni siquiera parece estar burlándose de mí. Él genuinamente me está ayudado un segundo después de romperme un tobillo. Trago saliva notando como su agarre se afirma y yo, inevitablemente, dejo algo de mi peso en él. Estoy demasiado exhausto. Solo quiero volver a casa.

—Bien, ya está. Ya está. —dice, alejándome unos centímetros de la puerta del coche, ahora abierta. Mi pierna derecha está recogida, con la rodilla doblada y el tobillo totalmente amoratado e inflamado lejos del suelo. —Pon la muñeca ahora.

—¿Qué? —pregunto incrédulo, incluso si le he oído a la perfección.

—Has intentado escapar, creo que eso vale por lo menos un par de huesos ¿No? Ahora pon la muñeca, la del brazo bueno ¿Cuál es? Ah, el izquierdo.

Lo miro fijamente al rostro, esperando que solo esté bromeando, burlándose cruelmente de mí. Su rostro es nuevamente críptico, hay en él una paz que solo se encuentra en las estatuas. Es aterradoramente sólido, impenetrable hasta en sus ojos. Me mira de vuelta, con ese verde sin vida tan estremecedor, y dice, con voz pausada, llena de tranquilidad:

—Pon la jodida muñeca, Tyler, voy a rompértela.


Fin del cap owo ¿Qué os ha parecido?

¿Cómo os habéis sentido con el intento de escapar de Tyler? ¿Pensábais que lo conseguiría? ¿Que sucedería esto?

¿Qué pensáis de la reacción de Ángel?

Nos leemos la semana que viene owo


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