43

 No me lo puedo creer, este momento se siente como un sueño febril, como si en cualquier momento fuese a abrir los ojos y hallarme en el colchón sucio y viejo de mi habitación.

Pero no. No estoy soñando, estoy aquí. Delante de la puerta de entrada. Delante del bol donde Ángel siempre arroja las llaves. Las oigo tintinear cuando las coge, dirigiéndolas hacia la cerradura. Mis ojos están desorbitados viendo la lenta, agonizante trayectoria que dirige la llave principal a la hendidura que me separa de mi libertad, pero entonces algo llama mi atención y decía mi mirada; la llevo a mi mano. Ángel está entrelazando sus dedos con los míos, acariciándome los nudillos con el pulgar.

Siento tantísimas ganas de llorar ¿Por qué? ¿Por qué no puedo tener una vida normal? ¿Por qué él tiene que ser como es, por qué me ha hecho las cosas que me ha hecho? ¿Por qué este momento bonito tiene que tener detrás todo este miedo, este dolor?

Mis ojos se levantan hacia la cerradura como un resorte cuando escucho el golpe metálico del pestillo.

Ángel toma el pomo.

Empieza a girarlo.

Yo retengo la respiración y el mismo sol parece entrar por la puerta cuando todavía está entreabriéndose.

Hay tanta luz.

Me lloran los ojos, de emoción y porque estoy deslumbrado, y me veo obligado a apartar la vista, pero el exterior me alcanza de todos modos: el sonido de los pájaros y del viento susurrando entre las hojas, el aroma a aire fresco y vegetación, el calor del sol de media tarde besándote la piel queriendo dejarla dorada y la suavidad de una brisa arrastra hojas y dulce polen.

Abro los ojos poco a poco, acostumbrándome al luminoso exterior, y el mundo se siente como un vasto océano. Ángel tiene que avanzar varios pasos y prácticamente arrastrarme de la mano para que pise fuera del umbral. Cuando tengo mis zapatos sobre la tierra en vez de sobre parqué se me encoge el estómago.

Son puros nervios, una bola de ellos que se me anuda en la garganta y me cae al fondo del estómago como una pesada ancla. Me tiemblan las piernas, me sudan las manos, aunque a Ángel no parece importarle.

Cuando cierra la puerta desde fuera y echa la llave siento una enorme inquietud, como si fuese un conejito que ve la boca de su madriguera siendo enterrada. Si algo sale mal esta casa es lo único que conozco, el único lugar al que puedo huir para resguardarme. Pero Ángel ha cerrado la puerta ¿Cómo entraré?

No, no, tranquilo, Tyler ¿Qué podría salir mal? Ángel está a mi lado, él se ocupará de todo.

Sin embargo, cuantos más pasos damos hacia la arboleda mi sensación de inquietud no hace más que crecer. Siento mi cuerpo profundamente pesado y arrastro los pies como si llevase un lastre. Me volteo constantemente, ignorando el mundo de libertad que tengo frente a mis ojos para comprobar que la casa sigue ahí, detrás de mí.

Solo que mientras nos alejamos se hace más y más chiquitita. Cuando andamos entre árboles estos me dificultan la visión, tapándola un poco. Emito un leve quejido. Es como si tuviese un cordelito en mi corazón atado a esa casa y cuanto más me alejo más me lo estruja, más se tensa y tira de mí, exigiéndome que vuelva.

Pronto los árboles tapan la casa y aunque sé dónde está, ya no la veo ¿Y si corro hacia los árboles que la tapan y solo encuentro más bosque? ¿Y si ha desaparecido? Me siento perdido, todos los árboles son iguales y en todos lados el horizonte es infinito.

De repente me cuesta respirar. Quiero volver ¡Debería volver! No debería salir de la casa, Ángel me ha enseñado que no debería salir de la casa, Ángel me castigará por salir de la casa.

Imágenes horribles me invaden: Ángel sosteniendo un cuchillo contra mi cuello, Ángel rompiéndome el tobillo a golpes, Ángel haciéndome poner los dedos en el hueco de la puerta del coche, Ángel calentando aceite para quemarse el rostro mientras estoy en el suelo aterrorizado...

Siento que estoy haciendo algo malo, que seré castigado.

Me siento culpable por haber salido de ahí. Me siento malo y quiero volver a la seguridad del encierro, del sótano, de las cadenas. ¿Ángel, que has hecho conmigo?

Él tiene razón, la razón por la que empiezo a pertenecerle no se encuentra en la carne herida, se encuentra en esta ansiedad que siendo al hacer lo que creía que deseaba: salir. Se encuentra en el hecho de que he aprendido tanto a ser castigado por hacer lo que él no quiere, que cuando lo hago tomo yo las riendas y me torturo en su lugar. Siento que me asfixio. Me aterra. Me aterra pensar que soy suyo. Me aterra que me haya hecho esto. Me ha cambiado. No puedo respirar.

Una absoluta certeza me invade: no puedo huir. No porque él sea astuto y no me deje, sino porque incluso si logro engañarle no podré poner un pie fuera sin arrastrarme llorando a sus brazos de nuevo.

Sus pasos aceleran. Me dice algo que no entiendo y me suelta la mano. Se me cierra la garganta. Me estoy quedando atrás. Pasos rápidos. Vista borrosa. Ángel, espérame, creo que me ahogo.

Cierro los ojos fuerte, trato de respirar hondo. No sirve ¡No sirve! Abro los ojos.

Ángel ¿Dónde estás?

Miro a mi alrededor y no puedo encontrarlo, solo hay verde y marrón, los colores de un bosque borroso. Doy vueltas sobre mí, buscándolo por todos lados, y el mundo parece girar tan rápido. Estoy muy mareado, no recuerdo por dónde he venido o como volver. Quiero a Ángel, quiero volver a casa.

Una horrible consciencia me sobreviene. Pesa, como una lápida con mi nombre cayéndome encima, aplastándome, en el epitafio se lee: Ángel tenía razón, le necesito.

—¡Ángel! —le llamo, gritando a pleno pulmón —¡An... gel! —berreo de nuevo, interrumpido por mis hipidos.

Doy vueltas sobre mí mismo buscando el mínimo indicio de su presencia, pero todo está tan borroso y mis pies se sienten confundidos, pisándose entre ellos, tropezando con ramas y raíces.

Caigo, pero antes de que llegue al suelo dos grandes brazos me toman por detrás, apretándome contra un cálido y sólido cuerpo.

—No pasa nada, bebé, estoy aquí, contigo. —susurra Ángel en mi oído. Lloro de alivio, pero todavía me siento perdido y asustado.

—¿Qué está pasando? —le pregunto con un hilillo de voz, secándome las lágrimas con el dorso de la mano.

—Nada, estás a salvo conmigo.

Empiezo a relajarme, dejando mi peso en sus brazos mientras él me besa el cuello. Puedo notar su sonrisa en mi piel, entre beso y beso. Él me consuela un largo rato, el suficiente como para que el cielo azul se tiña de naranja y ocre.

Al final se nos ha hecho tarde.

Ya más calmado logro apoyar mi peso en el suelo, manteniéndome de pie sin la ayuda de Ángel. Él mira al cielo de colores volcánicos y tuerce la boca. Pronto tendremos que volver, pero al menos he podido salir y tranquilizarme.

Sí, no está todo perdido, no si logro estar en el exterior sin perder los nervios por un rato. Todavía tengo oportunidad de huir, solo me he puesto tan nervioso porque es la primera vez que salgo, pero si escapo antes de que mi mente esté más dañada podré lograrlo. Sí, hay esperanza, todavía la hay.

Ángel me besa la mejilla y se pone a andar. No es hasta que siento un tirón que noto que volvemos a estar cogidos de las manos, aunque soy yo ahora quien aprieta sus dedos como si agarrase un gran tesoro.

Paseamos un rato, bajo la luz sangrante del atardecer, y por casi una hora solo se escucha el sonido de nuestras respiraciones y el crujir de las ramas y hojas secas bajos nuestros pies. Los pájaros ya andan adormilados a estas horas y sin su canto el bosque adquiere un aire menos amigable, pero más solemne. El leve aullido del viento y los crujidos, parecidos al crepitar de una fogata, dan a todo el lugar un ambiente misterioso, casi mágico, que da pena romper con palabras. Supongo que por eso Ángel no dice nada.

De repente, una duda me asalta.

—¿Dónde has ido antes? Cuando me he quedado solo, me refiero —pregunto, tratando de recordar lo que me había dicho antes de soltarme la mano, pero es inútil, apenas oí balbuceos.

—A mirar una de mis trampas, pero estaba vacía —me responde con desánimo, sosteniendo una rama elástica fuera de mi camino para que yo pueda pasar después de él.

Estoy a punto de resbalarme al apoyar mi peso en una roca llena de musgo, pero Ángel me agarra por la cintura y me ayuda a continuar.

—¿Trampas? —pregunto intrigado mientras continuamos andando.

—Sí, quiero ver si han atrapado algo para nuestra cena. Me gusta cazar mi propia comida de vez en cuando, sabe mejor.

No pregunto nada más, pero después de un rato andando tomados de la mano veo que los ojos de Ángel se iluminan mirando algo en la distancia. Achico mis ojos tratando de fijarme en qué es, pero a lo lejos solo veo una especie de cajita de alambre alargada, algo se revuelve en su interior.

—Vamos, vamos —apremia Ángel emocionado como un niño.

Ambos nos acercamos a la trampa, que consiste en un rectángulo de alambre del tamaño de una caja de zapatos con una puerta de esas que se cierra deslizándose hacia abajo y solo se puede abrir desde afuera. Dentro de la trampa hay una pequeña liebre, color tierra con destellos áureos, una nariz que no para de estremecerse y ojillos pequeños y negros como canicas. Parece un animal de peluche, salvo que al ver que nos acercamos suelta el pedazo de comida que estaba royendo y empieza a golpearse contra las paredes de alambre

Sus diminutas patas tratan de escarbar el suelo de madera y se meten por los pequeños huecos de los laterales. Escarba inútilmente y hasta intenta roer el alambre, sin mucho éxito. Pobre cosa, me recuerda un poco a mí.

Ángel lo mira con una tierna sonrisa y se arrodilla al lado de la cajita.

—Ven, mira lo que tenemos aquí —dice con voz calmada, instándome a hacer lo mismo que él. Hinco las rodillas en la tierra, viendo de cerca a la estresada criatura. Su pecho se mueve rápido, pero ahora que nos hemos cernido sobre ella sus patitas y su cabeza están estáticas. —, una bonita, pequeña, liebre —canturrea, cogiendo la caja y poniéndola sobre su regazo. Lleva su mano al mecanismo que abre la caja y libera al animalito mientras dice: —Ven aquí, amiguito.

Cuando abre un poco la ranura el animal actúa tan rápido que hasta me asusto. Se escabulle por la más delgada grieta, como si su cuerpo no tuviese huesos u órganos, pero Ángel es más rápido aún: atrapa al bicho con una sola mano, agarrándolo por el pescuezo antes de que pueda saltar de su regazo al suelo.

—Mi mochila, el bolsillo pequeño de la derecha —me dice Ángel con prisas mientras sostiene al animal más fuerte.

Siento que se me revuelve el estómago. La liebre es tan pequeña, el agarre debe dolerle. Miro la mano de Ángel. Grande, los nudillos y tendones marcados, recorridos por furiosas venas, los dedos gruesos, largos, hábiles. Pobre liebre, caer entre sus garras...

Me pongo detrás de Ángel y rebusco en el bolsillo que me ha dicho, hallando que en él hay solo objeto. No lo reconozco hasta que lo saco y lo tengo frente a mis ojos: una navaja.

Miro a la liebre, ha dejado de moverse como antes y ahora solo da pequeños espasmos que nada tienen que hacer contra la mano de Ángel. Tiene sus largas orejas bajadas y la nariz se mueve constantemente.

Miro el cuchillo con el estómago revuelto y pienso ya no en la liebre ni en Ángel, sino en mí. Tengo un cuchillo en la mano. Miro a Ángel, podría... Pero entonces la mano que sostiene a la liebre me aterra. Si ataco a Ángel y esas manos me atrapan no sé que será de mí. Además, no estamos en la casa, donde sé ubicar el cuenco con las llaves del coche y el garaje, sino en medio del bosque, con la noche cayendo sobre nosotros y el frío calándome en los huesos.

Incluso si lograse librarme de él moriría en este bosque.

Con resignación, le tiendo el cuchillo, pero Ángel no lo toma.

—Tengo la mano derecha ocupada y con la izquierda haré un corte de mierda —me dice como si fuese lo más obvio del mundo. —. Ven, acércate, es muy fácil, solo tienes que cortarle el cuello.

—¿Qué? —pregunto, aunque le he oído perfectamente. Él me mira con impaciencia y yo me acerco, sosteniendo el cuchillo con las manos temblándome. —No puedo, de verdad que no puedo.

Ángel me corta besándome, un beso lento y lleno de amabilidad que me ayuda a estabilizarme, Mientras nuestros labios chasquean húmedamente el bosque parece en silencio, reverenciándonos. La mano izquierda de Ángel me sostiene el rostro y me lo ladea un poco, permitiendo profundizar el beso, luego baja por mi hombro, por mi brazo y llega hasta mi mano.

Se despega de mí y veo cómo ahora sostengo el cuchillo firmemente. Su mano cubre la mía, ayudándome.

—¿No podemos dejarlo libre? Cenemos otra cosa, verduras y-

—Tyler —dice serio, no llamándome, sino advirtiéndome.

Yo asiento, sé que no puedo contradecirle. Me arrodillo en la tierra, justo al lado de ángel y delante de la cosita peluda y asustada que sostiene con una mano y acerco el cuchillo. Lo hago despacio y dudo, quiero retractarme, pero la mano de Ángel sobre las mías me obliga a continuar.

La nariz del animal se mueve más rápido cuando se acerca la hoja y aunque no comprende, veo el terror en sus diminutos ojos negros. Sus ojos reflejan el bosque entero, como si buscasen en cada rincón una pequeña ayuda, su cuerpo se queda quieto y tieso, fingiendo estar muerto para escapar de la muerte.

Oh, pobre liebre, ella aún no sabe lo listo que es Ángel.

Pongo, ponemos el cuchillo contra su pelaje, me roza un poco los dedos y noto que es tan suave y agradable. Quiero apartar la vista, pero no puedo, siento que los ojos del animal me perforan, mirándome lleno de terror y preguntas.

<<¿Por qué?>>

Y entonces hundo el cuchillo, la sangre cubriendo la hoja y mi corazón volviéndose el único sonido del bosque. No, no el único, también está Ángel, que me susurra:

—Buen chico...

El animal da un par de convulsiones, luego su cuerpo se relaja y el pelaje se le queda tieso. Una vez muerto el conejo parece como de juguete: ojos de cristal, orejas de trapo... Quizá es por esta extraña sensación de irrealidad que no logro sentirme mal por lo que acabo de hacer. Las náuseas y la debilidad me hacen poner un rostro lleno de dolor, pero no hay culpa en estos sentimientos, solo un profundo asco por la sangre y por cómo me humedece las manos y se enfría lentamente.

Ángel agarra al conejo por las patas traseras y se pone de pie mientras el pobre animal hecha las últimas gotas que le quedan en el cuerpo. Yo permanezco agazapado en el suelo, alejándome la mano manchada de sangre del cuerpo y dejando caer el cuchillo.

Ángel agarra el cuchillo y lo guarda en su bolsillo derecho en vez de en la mochila, a su rápido alcance y luego tiende su mano izquierda y la entrelaza con la mía. Siento una arcada, los dedos se deslizan gracias a la viscosa sangre y puedo notar la humedad en la palma, entre los dedos, bajo las uñas.

—Cuando lleguemos puedes darte un baño mientras yo cocino. —me dice risueño, notando mi mueca de profundo asco.

Fin del cap ¿Qué os ha parecido?

¿Os ha gustado el paseíto por el bosque?

¿Esperábais que pasase esto?

¿Por qué pensáis que Ángel le ha pedido a Tyler que haga eso?

¿Creéis que ha sido descuidado de su parte darle un cuchillo?

¿Qué pensáis que pasará ahora?

Gracias por leer <3


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