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El taxista me mira raro, parándose en la férula que me han puesto. La verdad es que es aparatosa y llamativa, si fuera por mí, no la llevaría, pero el médico, cuando me ha visto mirar el cabestrillo con duda, ha sido muy contundente explicándome qué pasaría si decidiese no llevarlo. No quiero que mi hombro quede mal o dolorido de por vida, así que ignoro la mirada del taxista y entro en el vehículo, farfullando mi dirección.

El hombre ajusta los retrovisores, enciende el motor, la radio y a los pocos segundos ya estamos en la carreta. Agradezco la calma del viaje. Apoyo la cabeza en el cristal, sintiendo las vibraciones del vehículo, y cierro un poco los ojos. Estoy muerto de cansancio y hambre, ya son pasadas las dos del mediodía y solo quiero ir a casa, tomar algo para el dolor de hombro y de cabeza, un poco de comida, y dormir.

Al menos para eso tendré tiempo durante al menos tres semanas. Oliver se pondrá triste al enterarse de que cojo la baja un tiempo, pero no me lo tendrá en cuenta. Posiblemente se sienta culpable y me dejaría hasta tener unos días más de descanso, pero no los tomaré si me los ofrece. Trabajar me hace bien, me distrae.

El taxista me pregunta si la música está bien o si quiero cambiarla y yo le hago un gesto de desinterés, a lo que asiente y me mira a través del retrovisor. Tiene ojos pequeños y mezquinos, pero no me habla más en todo el trayecto y lo agradezco muchísimo. De estar volviendo con Ángel el viaje sería una tortura. Él no es desagradable, pero su parloteo tan adolescente y rebosante de energía me molesta, aunque también lo encuentro algo tierno.

Me quejo y me remuevo en el asiento, la posición es incómoda y el cabestrillo que me inmoviliza parece molestar más de lo que ayuda. Me rodea el antebrazo, manteniéndolo horizontal, y también me sobrecarga un poco el hombro bueno con esa ancha tira de tela de la que cuelga. Lo miro despectivamente, no puedo imaginarme tres semanas con esta cosa estúpida.

Tres semanas... Debería avisar ya a Oliver, pero estoy tan cansado. No quiero preocuparlo. Da igual, lo llamaré cuando llegue a casa, no va de unas horas. Ahora solo quiero apoyarme en la ventana, notar como el coche tiembla y encerrarme en esta burbuja de música lenta. Mi cuerpo se relaja un poco con esas sensaciones, quizá demasiado.

Al rato, unos dedos se chasquean insistentemente frente a mi cara. Doy un repullo y los miro desorientado.

—Ya estamos, son cincuenta o veintidós. —me dice el hombre que chaquea los dedos.

Frunzo el ceño, tratando de entender que pasa. Abro y cierro mi boca pastosa, veo mi casa por la ventanilla y luego los ojos pequeños y mezquinos. Estoy en el taxi.

Miro debajo de repente, comprobando que la férula de mi brazo sigue ahí. Al despertar había confundido todo el incidente del brazo con un sueño. Ángel también era parte del sueño, pero obviamente resulta ser real.

—Sí, disculpe. —le dice al hombre con voz rasposa.

Saco mi cartera del bolsillo con la mano izquierda y al ir a abrirla el cabestrillo me retiene la derecha y un espasmo de dolor la atraviesa. Oh, esto va a ser jodido si los problemas empiezan tan pronto. El taxista alza una ceja y tamborilea sus dedos sobre el respaldo de su asiento con impaciencia mientras me observa dejar mi cartera en mi regazo y, con la zurda, abrirla y buscar los billetes.

Cuando se lo tiendo él lo arranca de mis dedos sin perder un segundo y me deja el cambio en la mano, a lo que vuelve a mirarme con molestia mientras tardo un minuto en guardarlo en mi billetera y volverla a poner en mi pantalón. Cuando salgo del coche, es se marcha inmediatamente y yo me siento desfallecer al estar cerca de casa. Mi cuerpo exige caer sobre la cama.

Busco mis llaves mientras avanzo, fijándome en las estúpidas pisadas sucias sobre la losa de mi entrada. Hoy no pienso limpiarlas. Al intentar abrir la puerta descubro que encajar una llave con la mano que nunca usas es casi como hacerlo borracho. Mascullo una maldición y cuando entro por la puerta la azoto y tiro las llaves al mueble de la entrada. No pienso molestarme en ordenar nada por un largo tiempo.

Oh, ahí están. Como un animal ansioso, atrapo el bote de pastillas para el dolor, lo abro y lanzo una a mi boca, tragándola como la panacea a todos mis males. Sé que es psicológico, pero al instante me siento un poco mejor. Después de eso abro la nevera y paso la vista rápidamente por el colorido contenido: fruta, verdura, carne y salsas caseras. El verde, rojo y amarillo de los pimientos colocados en orden me recuerda a cuando mamá, de pequeño, me lo ponía en formas graciosas en el plato para que los comiese. Creo que de ella he sacado esta mañana para la cocina.

Tengo ganas de cocinar una cena deliciosa y caliente, de esas que llenan de un aroma hogareño todas las estancias, pero estoy tan agotado. Cierro la nevera con mi estómago rugiendo y arrastro los pies hasta la habitación del fondo, buscando descansar un poco. Cuando veo mi cama, grande, deshecha y con las mismas arrugas que tenía esta mañana, pinto una gran sonrisa en mi cara y me dejo caer sobre ella. Ruedo sobre la frialdad de la tela y busco abrazar la almohada mientras me tapo. Suspiro, muerto de sueño, pero entonces recuerdo a Oliver.

Debería decirle algo, ya es media tarde. Me siento en la orilla, dejando pasar largos segundos mientras trato de organizar mi mente. El dolor se ha ido, pero todo está tan... confuso. Siempre siento una maraña de hilos enredados entre sí, un gran nudo que pesa y me impide pensar; si tiro de un hilo, el peso de todos los demás me arrastra al inicio. ¿Qué estaba haciendo? Ah, sí, llamar a Oli. Descuelgo del teléfono fijo de mi buró con pereza. Antes de tocar una sola tecla, un largo pitido me interrumpe ¿Está estropeado?

Menudo día de mierda.

Como sea, mañana llamaré a los de la línea. Me levanto, vuelvo a la entrada, donde he dejado mi chaqueta, y cojo mi teléfono móvil del bolsillo. Cruzar el pasillo se siente como una tarea hercúlea y esta vez, cuando me tiro a la cama, tengo la sensación de que no podré volver a levantarme. Marco las teclas, recordando afortunadamente el número del anciano.

Un pitido.

—¡Tyler! ¿Estás bien? ¿Qué te han dicho del brazo? —pregunta de inmediato, tomándome por sorpresa.

Él será muy bueno con la sierra y la lija, pero es darle un teléfono y suele tardar al menos medio minuto en encontrar la tecla para responder.

—Tranquilo, tranquilo —digo con tono bajo, notando mi voz repentinamente rasposa. Él balbucea algo, pero se calla, esperando ansiosamente mis palabras. —. No es nada grave. Me he dislocado el hombro, pero me han dicho que me tome unas semanas la baja, ahora no recuerdo cuantas, er... ya te lo diré. Te llamaré en unos días ¿Si? Cuando me sienta mejor.

—Claro, tú no te tomes prisas. Descansa mucho y recupérate ¿Te duele mucho?

Suspiro largamente. Su preocupación debería ser agradable, pero solo quiero colgar. No me gusta cuando la gente se involucra tanto, solo quiero estar tranquilo.

—Con las pastillas ya no tanto.

—Que alivio —me responde de inmediato. Pienso en despedirme, pero inmediatamente dice: —. Sé que es mi culpa, debería tener contratado a alguien para hacer esa clase de tareas, a alguien especializado, lo siento mucho, no debería haberte pedido que hicieses eso, no merezco un empleado como tú. De veras lo siento, puedes tomarte el descanso que necesites, no sé cómo compensar esto.

—Me está dando dolor de cabeza —miento cortantemente. Aunque la realidad es que me estoy agobiando y son tan comunes mis jaquecas a la mínima señal de estrés que esa frase sale de mí con la naturalidad de una verdad absoluta. —. Mira, ha sido un accidente y ya, no pasa nada, pero ahora necesito colgar, no me encuentro muy bien.

—Sí, sí, claro —dice casi son pánico en su voz. Tartamudea algo y luego concluye: —. Tú cuídate ¿Vale? Espero tu llamada, cuando estés mejor, digo.

Hago un ruido de asentimiento y por fin cuelga. Los pitidos del teléfono jamás me habían parecido tan dulces y tranquilizadores, como una nana. Dejo el teléfono sobre la mesilla y cierro los ojos. Quiero dormir. Me volteo hacia mi derecha, parando al notar el cabestrillo que me retiene en una pose incómoda, y entonces me levanto. Dar vueltas en la cama solo me agobiará más y me hará más consciente del dolor de hombro. Necesito relajarme, una ducha debería bastar. Además, podré quitarme esta estúpida cosa.

Ya bajo el agua noto lo extraño que es enjabonarse solo con la zurda. Si cierro los ojos se siente como el toque torpe de un extraño. Chasqueo la lengua cuando me rozo el hombro derecho, una dura punzada me recuerda que debo tener cuidado, y prosigo con movimientos tan suaves que cualquiera diría que tengo miedo a romperme. Entonces oigo algo. Un sonido contundente y metálico. No es agudo como el de las campanitas de la tienda, sino grueso. Pesado. Suena como cuando giro la lleva en la puerta, abriéndola ¿El casero está entrando? Aun así, es imposible que sea eso: hoy no he echado la llave.

Al salir de la ducha me envuelvo en una toalla y la sostengo mientras me asomo al pasillo. Mi puerta de entrada está tal como la dejé, debo estar imaginando cosas. Posiblemente era un sonido de la calle y yo simplemente estoy demasiado sensible por todo lo que ha sucedido hoy. Necesito dormir hasta mañana o voy a volverme loco.

Me froto el pelo con la toalla, dejando el resto del cuerpo húmedo, y me pongo ropa vieja y el cabestrillo antes de tumbarme en la cama de nuevo. Por alguna razón, la ducha me ha hecho estar todavía más hambriento, pero intento imaginarme yendo a la cocina y ya con solo pensarlo me canso. Simplemente pediré a domicilio. Sí, no estaría mal, puedo pedir algo de comida exótica ¿Japonesa quizá? No está de más probar.

Aguzo la vista al voltearme hacia mi mesilla. Juraría haber dejado ahí mi teléfono móvil y además el fijo no funciona. No tengo fuerzas ponerme a cocinar ahora, joder ¿Es tanto pedir que el mundo no me ponga obstáculos para algo tan fácil como pedir comida a domicilio? Me levanto, furioso y con la respiración agitada. Miro alrededor ¿Dónde miera habré dejado el teléfono?

No está en el baño, ni en la mesilla, no está en la cama y tampoco en...

—Siéntate de nuevo, por favor. —mis ojos chocan con botas de montaña en el marco de la puerta. La voz ronca y grave me eriza la piel.

Noto una punzada en mi cabeza, después coger aire se vuelve doloroso. Al subir la vista, poco a poco, con mi corazón marcando un compás que me exige respuestas, sí reconozco el resto de la ropa oscura. No me lo puedo creer, no hasta que llego a su rostro.

Esta vez sus ojos verdes no están esquivos.

—¿Qué coño haces aquí? —pregunto, sin moverme un milímetro de donde estoy. Cada músculo de mi cuerpo está tenso y el hombro empieza a palpitarme de dolor, extendiendo la sensación a todo mi brazo. —¿Cómo has entrado? —exijo, esta vez gritando.

Él avanza un diminuto paso y yo reacciono como si esos centímetros marcasen la diferencia entre lejos y demasiado cerca. Reculo, cayendo sobre la cama, y me arrastro todo lo que puedo en dirección contraria a él. Mi agotamiento se esfuma, tengo el cuerpo lleno de la energía suficiente para correr y no parar nunca.

—Tranquilízate, he venido a cuidarte, no lo hagas difícil. —se acerca otro paso, su cuerpo, como un gran sombra oscura, parece devorar la luz de la habitación y disponerse a tragarme entero.

Mi valentía disminuye cuanto más pequeño me siento y la adrenalina en mi cuerpo aminora con cada bombeo. Me siento paralizado, simplemente indefenso. No tengo ni mi voz.

Él, sin embargo, parece tener un cuerpo totalmente nuevo. Reconozco a Ángel en su cara, en su ropa, en su piel, pero no en ese rostro, esa mirada, ese tono. Es como si un demonio le hubiese poseído y yo pudiese ver el mal desde fuera de la máscara.

—Voy a llamar a la policía si no te vas ahora mismo. —digo vocalizando lentamente y mirándolo a los ojos, buscando un signo de que puedo hacerle entender.

Sus ojos se achican un poco y veo la hilera de dientes de marfil. Está sonriendo. Se mete la mano en el bolsillo y el gesto parece eterno. Se me hunde el estómago, se me llenan los ojos de lágrimas y cuando empieza a sacar su mano de nuevo me agarro a las sábanas. Aparto la mirada, gritando una negación, cuando me muestra un objeto.

El tiempo se detiene mientras mi mente se vuelve loca, preguntándome si he oído un disparo, si he sentido una puñalada, si este vacío en mi pecho es una herida de entrada o si este calor sofocante es sangre cubriéndome. No hay respuesta, solo un inquietante silencio, y me giro muy despacio hacia él.

Su sonrisa se vuelve más grande cuando abro los ojos, viendo como sostiene mi teléfono móvil.

—¿Con esto? —pregunta burlonamente, balanceándolo ante mis ojos.

Siento el impulso de lanzarme contra él y quitárselo de las manos. Las ganas me hormiguean en las puntas de los dedos, pero vacilo ¿Qué pasa si fallo?

La respuesta me cae como un balde de agua fría cuando él deja caer el móvil al suelo y lo hace pedazos de un pisotón. Siento que el golpe hace estremecerse la habitación entera y me encojo en mi lugar. La pisada ha sido tan fuerte que no solo deja el teléfono hecho pedazos, sino que también marca una huella distinguible incluso en el suelo oscuro. Una huella exacta a las de la entrada.

Este demente lleva un tiempo detrás de mí. Esto no es casual, él planea algo, algo que no quiero descubrir, jamás. Veo de reojo mi teléfono fijo y aunque no me da ninguna esperanza, aún me es útil mientras él no sepa que está roto. Con un rápido movimiento lo descuelgo, llevándomelo al oído. El largo pitido me llena la cabeza, se me enredan los pensamientos en él y siento que no puedo hablar.

—Lárgate ahora —logro decir, aunque mi voz sale baja y dócil, una súplica más que una orden. —. Voy a llamar a la policía y no tardarán ni cinco minutos, así que ves huyendo.

Él no luce siquiera mínimamente preocupado. Entonces empieza a andar hacia mí con total confianza y yo siento que cada paso me mata.

—¡PARA! —chillo histérico, marcando los números de la policía y deseando horriblemente que alguien responda al otro lado de la línea —¡No te acerques, estoy llamando! ¡Estoy-

Su mano se coloca sobre mi hombro dislocado, un toque amistoso, gentil. No me lo aprieta, pero lo cubre con sus grandes dedos y me sonríe bien de cerca. Se me cae el teléfono, todavía noto el pitido en mi cabeza.

—¿Me tomas por tonto? ¿O acaso crees que tu teléfono se ha estropeado de casualidad?

Su susurro helado acaricia mi rostro como un beso de la parca. Noto el frío calarme hasta el tuétano de los huesos y cuanto más clavo mis pupilas llorosas en las suyas, tan cerca de mí, tan grandes, tan oscuras como el abismo, más me siento tiritar. Es como si su cercanía me drenase toda esperanza y me sometiese a una depresión perpetua.

Pero no puedo rendirme. Estoy en mi propia casa, a unos metros de la salida, cerca de calles que me conozco, de la tienda de Oliver, del camino que me lleva a la estación de policía. Estamos en mi terreno, aún puedo ganar. Además, cualquier locura que me haga por intentar escapar seguro que no es nada en comparación a la perdición que me espera si sigo sus órdenes.

Le aparto la mirada, no por vergüenza, ni siquiera por miedo. Lo único que siento ahora mismo, con su piel sobre mi piel y su aliento sobre mi boca, es una terrible consciencia de mi situación. Un shock que me impide volverme loco. Debo aprovecharlo, pensar racional, fríamente, hacer un plan, escapar ¡Necesito algo! Algo para golpearlo, lo que sea. Miro a mi alrededor, buscando.

Sus dedos se afirman sobre el hombro, un latigazo de dolor me dobla el cuerpo entero y cierro los ojos, dejando caer lágrimas. Su mirada reclama la mía y yo me dejo engullir por ese abismo monstruoso rodeado de un verde brillante, casi inocente. Mis ojos lagrimean y frunzo mi ceño. Puedo verme reflejado en esos vacíos, me veo patético, implorando clemencia. Su agarre firme en mi hombro manda constantes descargas de dolor que acaban derramándose como lágrimas en mis mejillas. De él depende soltarme o clavar sus dedos hasta que el dolor me desquicie. Y yo soy incapaz de ver dentro de él, soy incapaz de saber si va a condenarme o liberarme.

Me aterra.

Su mano se relaja, me sonríe con una dulzura llena de afecto y yo vuelvo a respirar. Su imagen me repugna, tan horriblemente engañosa.

—No intentes nada estúpido, Tyler, porque estoy aquí para cuidarte y no tengo problema alguno en hacer que tardes más en recuperarte para poder quedarme más tiempo contigo. —su voz ronca pulsa despacio contra mi pensar. Ángel pronuncia todo en voz baja y ronca, pero indistinguible, y las palabras gotean poco a poco, con una calma, una certeza, que me hace sentir que él no tiene posibilidad de fallar.

Su lentitud me exaspera, no solo porque durante cada segundo mi cabeza imagina finales horribles para toda esta situación, sino porque rezuma una confianza deliberada que solo un hombre astuto tendría.

—No haré nada —prometo con la voz rota, mirándole de nuevo a los ojos, intentando convencerle y humanizarle con mi tono lleno de temor. Él sonríe complacido, sin decir palabra. —. Puedes coger todo lo de valor que hay en mi casa, puedes tomarlo todo y yo no haré nada, lo juro. Solo quiero que te marches.

Él niega, con esa sonrisa que uno tiene cuando un niño pequeño dice algo demasiado ingenuo. Yo no puedo parar de sentir sus ojos como alfileres sobre mí y su enorme mano izquierda sobre mi hombro como el peso del armario precipitándose despacio, aplastándome. Ya no aprieta, pero la angustia de saber que podría es peor que cualquier dolor.

—No hay nada aquí que me interese más que tú. —dice en respuesta, moviendo el pulgar de su zurda sobre mi hombro débil.

La caricia me revuelve el estómago. Es una burla, una cruel forma de recordarme que tan fácil como me toca, me puede quebrar. Mi corazón se acelera y mis labios se atreven a hacer una pregunta que no quiere ser respondida.

—¿Y qué es lo que quieres de mí?

Ángel me mira con la misma asquerosa ternura de antes y se acerca un poco más. Me clavo contra el cabecero de la cama y cierro los ojos cuando su mano derecha me roza la mejilla. Sus dedos juegan con una de mis hebras oscuras mientras responde:

—Devolverte el favor, tan sencillo como eso. Tú te encargaste de mí cuando era un crío y recuerdo esos días, oh... los recuerdos con tanta dulzura... Ahora será lo mismo, exactamente lo mismo ¿Acaso tú no lo recuerdas con cariño, ese año en que nuestras vidas se cruzaron?

Siento su fría presencia alejarse: sus manos, grandes y ásperas, me dejan con dos leves caricias: una en el hombro, otra en la mejilla. El hielo de sus dedos largos repta por mi piel, quemándola, y no puedo esperar al momento en que me suelte. Sus dedos son tan largos, tan grandes, barrotes que me mantienen preso. Se despega de mí por fin y abro los ojos con cautela. Lo miro perplejo y no respondo ¿Cómo decirle que le he olvidado? ¿Qué él no es nadie para mí?

Por suerte, no me exige respuesta alguna y sale de la cama, logrando que la distancia entre ambos sea suficiente para que mi cuerpo aterrado pueda moverse. Abrazo mis piernas, apretándome con fuerza contra el cabecero.

Fin del cap ewe ¿Os ha gustado?

¿Esperábais que sucediese esto?

¿Os gustan los personajes? ¿Qué pensáis de Ángel?

¿Qué creéis que pasará ahora?

Gracias por leer <3 si os gusta la historia recordad votar y seguirme y, si tenéis tiempo, dejar un comentario :3


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