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 Deseo tanto poder tomarme un plato de sopa caliente, tantísimo. Pero si tengo que pasar hambre y frío es porque el señor me pone a prueba y después de mis dos ofensas de este año, lo merezco.

Pero, aunque mi cuerpo flaquee mi fe jamás lo hará. Dios es bondadoso, incluso en sus castigos más duros; Dios es bueno porque, aunque duela, nos acabará perdonando. Si no fuera de ese modo él me habría castigado usando a mi hermana, pero no, él ha permitido que el alcalde del pueblo, aunque reacio a mantener una iglesia que nadie quiere, me siga pagando un mínimo para mantenerla y mantenerme a mí; eso solo me ha permitido seguir pagando el tratamiento de mi hermana y una comida cada dos días para mí, pero es suficiente.

Está escrito: No sólo de pan vive el hombre.

Rezo a Dios dando gracias por tener un lugar en el que permanecer sano y salvo durante la nevada que ahora cae sobre la iglesia. Con mis manos juntas procedo a elevar mi voz a los cielos y fallo una vez porque mi estómago ruge sobreponiéndose a mis palabras.

Fallo de nuevo en el segundo intento, ahora es porque alguien ha abierto la puerta y se aproxima a mí.

Estoy tan helado que apenas tengo fuerzas para erguirme y darme la vuelta, pero ya sé quién es. Pasos decididos y sonoros, de zapatos pesantes lo más seguro.

—¿Se te ha pasado ya el enfado de la última vez, Matías? —me pregunta con voz burlona. Desisto en mi intento de moverme de mi sitio, esa risa tras sus palabras tiene más de su identidad que su propia cara. Aunque la segunda es casi más hermosa que la primera, pero ambas igual de tenebrosas.

Niego con la cabeza, divertido. Sé que no va a disculparse, pero ha vuelto y parece, aunque lo trate de disimular, que le preocupa si tiene mi perdón o no. Eso para mí es suficiente.

Yo ya le perdoné ese mismo día, aunque sigo siendo rencoroso conmigo mismo.

—Por supuesto, es mi deber tener un espíritu templado y caritativo ¿Que sería de mi si dejase que el odio me envenenase el alma?

Él se acerca sin responder, pero cavilando por una respuesta mientras yo sigo arrodillado, con mis manos juntas y los ojos de piedra de cristo observando la escena con una impotencia que no entiendo. No es un chico alto, pero al colocarse frente a mí de pie, parece magnificente, como si se alzase ante mis ojos un ser oscuro y ominoso.

—Quizá descubrirías que algunos venenos son dulces. —susurra pasando una mano por mi cabello con gentileza. Hebras almendra se deslizan entre sus dedos y yo recuerdo que desde que decidí vivir apartado del resto esta es la primera vez que alguien me toca.

No puedo evitar cerrar los ojos y dejar que un leve cosquilleo en mi cuero cabelludo me arranque un suspiro. Cuando su mano deja mi cabeza y se sienta en posición de loto delante mío casi tengo ganas de llorar.

Extraño ese contacto dulce y tranquilo. Jamás pensé que las mano de alguien pudieran hacerme sentir tan calmado, y menos las manos de un hombre.

Empecé a sentir asco por la piel humana de tanto ver la de mi madre sobada por toscas falanges masculinas.

Me muerdo el labio hasta que en mi mente solo está el dolor de mi belfo, quiero mantener esos recuerdos lejos a toda costa y más ahora que tengo compañía. No estoy seguro de si es una agradable compañía o no.

—Entonces, si tan pura es tu alma ¿Qué te hizo estallar el otro día? —pregunta ladeando la cabeza. Su sonrisa jamás se desvanece, como una cicatriz, pero ahora se reduce un poco como si esa fuera su máxima mueca de seriedad.

—Fue... algo sin importancia. —no quiero mentir y en el fondo sé que no es mentira. Es algo que ya ha pasado.

Solo tengo que olvidarme, que olvidar mejor. Dios es la única cosa que importa en este mundo, el único que estuvo a mi lado mientras me hundía en una vida que jamás deseé y que intentó ser ultrajada.

—¿Algo sin importancia te hizo querer golpearme? —pregunta con sarcasmo, alzando una ceja. Supongo que soy demasiado transparente, pero al fin y al cabo la sinceridad es una de mis virtudes, aunque a veces duela. Como el amor a Dios. —Vamos, nunca te había visto así. —dice risueño y yo me siento extrañado. ¿Nunca? Solo no hemos visto dos veces.

Este chico parece mi antítesis. Tan taimado, insidioso y procaz. De todos modos, lo salvaré, debo salvarlo, aunque me cueste mil infiernos.

—Oh... de veras lo siento, no pretendía...

—Está bien, me gustan los hombres rudos, ya sabes.

—Oh, por favor... —exclamo sujetándome el puente de la nariz con los dedos. Un dolor de cabeza comienza a nacer de mis esfuerzos por mantenerme sereno —basta de promiscuidades.

—¿Ah? Si todavía no he empezado. —ríe en tono agudo. La perfecta mezcla entre estridente y armónico. —Entonces qué ¿Por qué te enfadaste tanto?

—Sinceramente, es un tema delicado. No quiero hablar de ello. —respondo acomodándome en su misma posición en el suelo. Estar de rodillas comienza a ser molesto y solo mi señor merece ese sacrificio.

—No te he preguntado si querías hablar de eso, te he preguntado que por qué te enfadaste. —dice entonces con un tono notablemente más grave. Se divierte, eso es cierto, pero comienza a estar irritable y no me apetece pelear ahora.

—Está bien, está bien. —digo vencido, igualmente no tengo nada que ocultar. Toda la vergüenza, todo el pecado y la negrura no son mías, aunque me ahogaran una vez en el pasado —Es porque, um... mi, mi madre ejerció la... la... ella era prostituta. —mi voz casi desaparece con esa última y prohibida palabra. Contengo la respiración y mi corazón parece ser estrangulado por una serpiente.

Realmente siento como el mundo se viene a mis pies. Nunca había dicho algo así, nunca había admitido eso y me castigo cada vez que pienso en ello. Las palabras tienen un poder devastador.

Cuando dices algo se vuelve más real. Los recuerdos más latentes, presentes. Una palabra te hace recordar tanto dolor que siento que mi pequeña confesión puede matarme.

Lucian parece sordo, su cara no ha cambiado ni un milímetro mientras yo pronunciaba algo que es para mí más peligroso que mi propia sentencia de muerte.

¿Por qué quiere respuestas si jamás se sorprende por ellas?

—¿Y tú padre?

—Eso mismo me pregunto yo. Puedes imaginarlo, ella estuvo con un cliente y... sucedió- respondo señalándome. El chico solo hace preguntas y calla mientras respondo, sonríe, pero no se ríe, es más como una marca permanente en sus labios; me gusta: me escucha, pero no me juzga.

Ahora que estoy liberando todos mis pensamientos siento que es más sencillo dejarlos ir que tratar de taparlos. Su sonrisa, aunque me asuste, y su silencio, son como bálsamo; pero presiento que algo no anda bien.

—Sucedió dos veces ¿No? Me dijiste que tenías una hermana menor. —me sorprende que recuerde eso, de echo parece tener mejor memoria que yo, no recuerdo haberle dicho nuestra diferencia de edades. Pero ese detalle es lo que menos importa, su perspicacia me hace sentir como un libro abierto y, en el fondo, no está tan mal serlo.

Cuando hablo, Lucian me escucha ¿Por qué no me siento igual cuando le hablo a Dios?

—Sí, así es. Pero intenté llevarla por el buen camino. Yo encontré a Dios cuando recogí una biblia de la basura a los diez años, ella simplemente era diferente a mí, pero era una chica muy buena.

—¿Salió a su madre?

—¿Qué? No, ella era... de otra forma... —me muerdo la lengua para callarme, pero en mi cabeza otras palabras completan la frase y tengo que seguir hasta que el férreo sabor inunda mis papilas gustativas.

Trago grueso lleno de angustia y asco, no me gusta hacia donde esta yendo la conversación. Hay algunas cosas sobre las que uno no puede simplemente ser sincero. Dios no quiere todas las verdades así que si me engaño a mí mismo al final creeré mis mentiras.

Mis ojos pican y algo pesa al fondo de mi garganta. Me tiembla la barbilla y me siento incapaz de pronunciar una sola palabra más.

—Dime, Matías ¿Querías a tu madre? —es inevitable, tapo mi cara con ambas manos pero aunque oculte mis lágrimas él puede escuchar mis sollozos.

Solo me queda agradecer su actitud extraña y tranquila. No me consuela en mi llanto, pero tampoco me reprocha. Simplemente se queda ahí, a mi lado, sin importar lo que haga.

Hay compañeros que ponen demasiadas exigencias. Uno en concreto, que debería ser preferible a Lucian. Debería.

—No puedo... no puedo decirlo... no puedo decirlo, escuchará, Dios... —él me corta acercándose a mí. Acuna mi rostro en sus manos y con los pulgares mis lágrimas abandonan mis mejillas.

—Dios no escucha cuando pides ayuda ¿Verdad? Quizá ahora tampoco esté escuchando. Solo dímelo.

Su voz, sus manos. Dejó caer el rosario que oscilaba en mi muñeca, ahora su presencia es todo lo que existe, todo lo que necesito para traer calma a mi corazón. Sin embargo, a veces él parece tener el poder de romperlo también.

—Ella era una mujer asquerosa... la odio, me repugna... tenía mi cuna en la misma habitación en la que hacía esas cosas repugnantes, gastaba sólo en sustancias del diablo y tuve que ser mi propio padre y madre y el de mi hermana. Ella incluso trató de abortarme. Contrajo SIDA y no tenía dinero para el tratamiento... en aquel entonces yo sí tenía, pero... pero ella no... no merecía...

—Ya está, lo entiendo. —susurra. Mi cuerpo se siente ligero, mi corazón pesado. Recuesto mi cabeza en su hombro inhalando y exhalando con lentitud.

Esta vez ni siquiera miro a cristo en la cruz. No quiero ver cómo me mira, no siento que tenga derecho a reprocharme nada.

Sin embargo y aún este pequeño momento de éxtasis en que mi rabia salta de mis labios al aire, sé que he pecado de nuevo. Pero ¿Cómo puede pedirme Dios que honre a mis progenitores si son tales monstruos?

Yo siempre supe que la senda del señor estaba llena de rocas, pero jamás pensé que tropezaría tantas veces. Ahora veo que es más fácil caer al abismo que seguir adelante por una promesa incierta. Pero la dificultad no es criterio de valor, y el bien está tras las rutas más arduas.

Tengo miedo por mis pensamientos, pero la convicción de mi corazón es fuerte, más que el dolor, más que la rabia. Más que el deseo, espero. Tengo que seguir teniendo fe suficiente como para mantenerme fiel a Dios.

—¿No te sientes mejor?

No puedo responder, no quiero. Sé que es lo que quiere oír y resulta exactamente lo mismo que desataría la furia del señor.

—¿Al ser un mal hijo? —respondo con melancolía. Todas las memorias cuya cicatriz estaba el tiempo por borrar parecen ahora grabadas en mi espíritu al rojo vivo.

—Al ser un buen pecador.

Ahora sí, miro a la estatua de Cristo. Sus ojos fríos parecen no querer decir nada. Quizá siempre fueron así.

Señor, perdóname, yo ya no puedo hacerlo.

Pasos resuenan hacia la salida. La puerta se cierra y me quedo solo.

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